6.30.2009

Nuestros Pecados. Nuestras Virtudes


Veo las fotos de Lorena Cordero y pienso que sí, que es verdad, que los límites del arte están en la cabeza del creador y que si eres capaz de imaginarlo eres capaz de hacerlo. Y vaya que Lorena tiene espacio en su disco duro para imaginar, y formatear a su siempre atinado antojo, todo aquello que despierta su apetito y revuelve su cerebro. Lorena tiene un ojo privilegiado y una puntería infalible. Y aunque dispara a quemarropa, no dispara a matar sino a vivir.


Este momento ya se había hecho esperar lo suficiente, más que lo suficiente, diría yo, se había hecho esperar demasiado. Por fin, este jueves 2 de julio, a las 20h30 en la Casa de la FMTNS (Fundación Municipal Teatro Nacional Sucre), en Manabí y Guayaquil, pleno centro histórico de Quito, se abre la muestra fotográfica “Egos: pecados y virtudes”, de la fotógrafa Lorena Cordero.


Son 14 fotografías, basadas en los 7 pecados capitales y en esas 7 virtudes que dizque nos transforman en buena gente. Pero, ya lo sabemos, el bien y el mal suelen ser indivisibles, mucho más cuando, como en nuestro caso, comparten techo y se pelean por nuestra atención tal cual los hijos se disputan a muerte el cariño de los padres. Lorena también lo sabe, lo sabe de memoria y lo que se ha propuesto es demostrarlo a través de imágenes que evidencian un absoluto conocimiento de causa. Porque para hablar de pecados hay que pecar y para hablar de virtudes hay que redimirse, no ante Dios, ni ante Buda ni ante los cuatro brazos de Vishnú, hay que verse a la cara, mirarse fijamente a los ojos y decir, con toda tranquilidad: este soy yo. Pues bien, esta es Lorena Cordero y estas son sus fotografías, que lejos de condenar las trampas de la fe o castigar los placenteros menoscabos de la carne, acercan al hombre a la mera raíz de su esencia: el conflicto. Estos retratos no son escusas ni, mucho menos, acusaciones. Son la mezcla del mito y de lo cierto, de los rumores ancestrales y de lo comprobado por la razón y por la fuerza. Son el resultado de intentar ponerle un solo rostro a eso que lleva impregnadas todas las caras de la humanidad.



Las fotos reunidas en “Egos” no pretenden el perdón divino porque no han hecho nada malo. Todo lo contrario, más bien. Nos acercan al otro transformándonos en nosotros y nos vuelven cómplices. Veo las fotos de Lorena Cordero y siento que ella está de nuestro lado, que más allá de la trabajadísima y arriesgada forma de su trabajo, hay un fondo casi solidario que no llega a tanto porque no se trata de eso. Si de algo se trata es de saber que estamos en esto juntos. Estas fotos no señalan con el dedo, extienden la mano abierta, acolitan. Puede ser que exista el paraíso, que nos volvamos a ver algún día y que vivamos para siempre parados sobre las nubes, intercambiando arpas. Puede ser. Así como puede ser que nuestra próxima reunión suceda bajo agua hirviendo en una paila milenaria, el pellejo desprendiéndose de los huesos y el olor a azufre cubriéndolo todo. Puede ser. Mientras tanto quedan estas fotos, las fotos de nuestros pecados y de nuestras virtudes. Nuestras fotos. Porque, sépanlo, acá estamos todos.

6.25.2009

Run, Murakami, Run


De un tiempo acá me ha dado por hacer algo de ejercicio físico. Moverme. Sudar. No voy al gimnasio ni tengo personal trainer ni nada por el estilo. Tengo una máquina en casa en la que me subo durante cuarenta y cinco minutos diarios. Me gustaría decir que lo hago disciplinadamente durante los cinco días laborales de la semana, pero no puedo, estaría mintiendo. A veces el ánimo no me da, el tiempo no me alcanza o, simplemente, los abusos cometidos la noche anterior me lo impiden. Sea como sea, trato de hacerlo siempre que sea posible y la verdad es que, aunque todavía no logro disfrutar de la responsabilidad que tamaña empresa conlleva, disfruto de sus recompensas.

Todavía no me he convertido (tal vez nunca lo haga) en ese man que como Kevin Spacy en American Beatuy, sale de su casa en mallas y corre con la espalda erguida y gafas oscuras por su barrio. No estoy ahí. Por ahora soy algo así como un atleta en el clóset. No. Tampoco. Ni tanto. De pronto estoy más cerca de un ama de casa que hace ejercicios frente a la tele y no se lo cuenta a sus amigas, que todos los días caminan/trotan impunemente alrededor de un parque. Sí, eso. Aunque bueno, yo prefiero hacer ejercicios con música que con tele. El tiempo y la emoción pasan más rápido a través de la música. La música correcta te contagia, te anima, te sirve de banda sonora y a veces te hace pensar que vas ganando, al frente, tu frondosa cabellera meciéndose en cámara lenta y en las gradas tu amada con el corazón en la mano, ¡ja! Al principio pensaba que la tele haría volar el tiempo. Error. El tiempo se divide en bloques y se dilata de la manera más cruel y descarada durante los comerciales. Las excepciones a la regla son películas y noticieros. Aun no descubro porqué estos dos generos funcionan distinto al resto, pero lo hacen.

Como podrán darse cuenta, trato de no darme cuenta de que me estoy ejercitando. Entiendo que esto no es lo correcto, lo saludable ni lo que recomiendan los expertos. Y de a poco, creo, espero, me voy acercando a ese momento en el que disfrute plenamente de la actividad física per se. Mientras tanto, me armo de valor, subo al aparato y trato de rockear.

Empiezo a leer What I Talk About When I Talk About Running, libro testimonial, relajado y free style del gran Haruki Murakami. En sus páginas, Murakami cuenta qué lo llevó a correr todos los días durante una o dos horas. Habla de los cambios de su cuerpo, de su mente y, sobre todo, los cambios que el políticamente correcto vicio de correr ha traído a su oficio de escritor. Y hasta ahora encuentro increíbles todas sus analogías. Cada libro es una carrera, cierto. Hay carreras cortas y carreras largas, cierto. Escribir no es oficio de velocidad sino de resistencia, cierto. Dedicarse a escribir y a publicar y tratar de vivir de esto no tiene nada, pero nada, que ver con una competencia donde se gana o se pierde, súper cierto. Hay días buenos y días malos, pero lo importante es correr y escribir a diario para mantener el estado físico y no perder las fuerzas, cierto.

Ciertos días me cuesta un montón de trabajo subirme a la puta máquina esa. A veces consigo odiarla sólo con verla ahí, sacándome pica, inmensa en su vanidad pues sabe que está en lo correcto y que me hace falta. Entonces pienso: a la mierda, algo que sea tan difícil, que cueste tanto, no puede ser tan bueno. Pero cuando han pasado los tres cuartos de hora y estoy derrumbado en el piso, agitado y empapado, soy otro. Luego me meto a la ducha, me visto y uso las fuerzas recién adquiridas para la batalla más grande de todas: sentarme frente a la computadora y empezar a escribir.



Pain is inevitable. Suffering is optional.

…In the novelist’s profession, as far as I’ve concerned, there’s no such a thing as winning or losing. Maybe numbers of copies sold, awards won, and critics’ praise serve as outward standards for accomplishment in literature, but none of them really matter. What’s crucial is whether your writing attains the standards you’ve set for yourself. Failure to reach that bar is something you can easily explain away. When it comes to other people, you can always come up with a reasonable explanation, but you can’t fool yourself. In this sense, writing novels and running are very much alike. Basically a writer has a quiet, inner motivation, and doesn’t seek validation in the outwardly visible.

In long-distance running the only opponent you have to beat is yourself, the way you used to be.

Sometimes when I run, I listen to jazz, but usually it’s rock, since its beat is the best accompaniment to the rhythm of running. I prefer the Red Hot Chilli Peppers, Gorillaz, and Beck, and oldies like Credence Clearwater Revival and the Beach Boys. Music with as simple rhythm as possible. A lot of runners now use iPods, but I prefer the MD player I’m used to. It’s a little bigger than an iPod and can’t hold nearly as much data, but it works for me. At this point I don’t want to mix music and computers. Just like it’s not good to mix friends and work, and sex.

It might be a little silly for someone getting to be my age to put this into words, but I just want to make sure I get the facts down clearly: I’m the kind of person who likes to be by himself. To put a finer point on it, I’m the type of person who doesn’t find it painful to be alone. I find spending and hour or two every day running alone, not speaking to anyone, as well as four or five hours alone at my desk, to be neither difficult nor boring. I’ve had this tendency ever since I was young, when, given a choice, I much preferred reading books on my own or concentrating on listening to music over being with someone else. I could always think of things to do by myself.

Emotional hurt is the price a person has to pay in order to be independent.

When I’m criticized unjustly (from my viewpoint, at least), or when someone I’m sure will understand me doesn’t, I go running for a little longer than usual. By running longer it’s like I can physically exhaust that portion of my discontent. It also makes me realize again how weak I am, how limited my abilities are. I become aware, physically, of these low points. And one of the results of running a little farther is that I become that much stronger. If I’m angry, I direct that anger toward myself. If I have a frustrating experience, I use that to improve myself. That’s the way I’ve always lived. I quietly absorb the things I´m able to, releasing them later, and in as changed a form as possible, as part of the story line in a novel.

As I run I tell myself to think of a river. And clouds. But essentially I’m not thinking of a thing. All I do is keep on running in my own cozy, homemade void, my own nostalgic silence. And this is a pretty wonderful thing. No matter what anybody else says.

6.22.2009

Fábulas sobre animales que escriben


Me encuentro con otro libro breve y maravilloso, “La Oveja negra y demás fábulas”, del guatemalteco Augusto “Tito” Monterroso (1921-2003). Así, como quien no quiere la cosa, lo saqué de la biblioteca de mi padre porque necesitaba llenar poco menos de una hora que me quedaba libre (pensando: Monterroso es perfecto para los breaks), y lo leí de un tirón y apenas tuve oportunidad volví a sus páginas para entender qué había pasado, qué era lo que había pasado conmigo después de esas fábulas de la selva.

Estoy seguro de haber leído este libro antes, cuando vivía con mis padres. Pero claro, yo era otro, el tiempo era otro y las circunstancias, ciertamente, eran otras. Por esos días ya me gustaba leer y ya escribía cuentos o intentos de cuentos y hasta pensaba que algún día, si la suerte me acompañaba y los planetas se alineaban a mi favor, podría publicar un libro mío. No pensaba, ni de lejos, que escribir sería una forma de vida ni, muchísimo menos, una forma de ganarse la vida, pues me tenían convencido de que cualquier intento creativo, por lo menos en el Ecuador, era una soberana estupidez, un acto digno de repudio, casi un crimen. Vaya, cómo pasa el tiempo. El tiempo nos pasa, nos supera, nos abandona y, tan cruel como sincero, es el único que tiene la bondad de decirnos que no hay que perder el tiempo.

Ahora que he vuelto quién sabe cuántos años después a estas fábulas de Monterroso me dan ganas de volver a otros libros de la adolescencia y me siento bendecido. Tal vez en un principio yo no estaba listo para ellos ni ellos para mí. Pero las cosas han cambiando y tal vez, sólo tal vez, hoy por hoy podamos entendernos mejor y hasta comprendernos y apoyarnos mutuamente. Raro. Cuando uno está en el colegio (por lo menos a mí me pasó así) lee a autores viejos o muertos hace ya siglos. A veces uno conecta y otras veces no y termina no sólo decepcionado sino, algo mucho peor, aburrido de la literatura. Luego creces y escoges tus lecturas y buscas gente que se parezca a ti, gente que comparta tus intereses, tus dolores y sobre todo tu visión del mundo. Un buen día te das cuenta de que eres otra persona, de que si bien la tienes clara y no estás dispuesto a venderte, cada vez necesitas menos enemigos. Te vas abriendo de a poco y la cosa empieza a fluir.

Monterroso dedica más de un fábula a los animales que son o fueron o quieren ser escritores. Cada uno tiene sus razones y lo intenta a su manera. Así, creo, lo intentamos también nosotros acá, en la selva de cemento, que le llaman. Cada cual hace su lucha.



La Cucaracha soñadora

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.

El Mono piensa en ese tema

¿Por qué será tan atractivo –pensaba el Mono en otra ocasión, cuando le dio por la literatura- y al mismo tiempo como tan sin gracia ese tema del escritor que no escribe, o el del que se pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad no le interesan, o el socorrido (el más universal) del que cuando ha perfeccionado un estilo se encuentra con que no tiene nada que decir, o el del que entre más inteligente es, menos escribe, en tanto que a su alrededor otros quizá no tan inteligentes como él y a quienes él conoce y desprecia un poco publican obras que todo el mundo comenta y que en efecto a veces son hasta buenas, o el del que en alguna forma ha logrado fama de inteligente y se tortura pensando que sus amigos esperan de él que escriba algo, y lo hace, con el único resultado de que sus amigos empiezan a sospechar de su inteligencia y de vez en cuando se suicida, o el del tonto que se cree inteligente y escribe cosas tan inteligentes que los inteligentes se admiran, o el del que ni es inteligente ni tonto ni escribe ni nadie conoce ni existe ni nada?

Paréntesis

A veces por las noches –meditaba aquella ocasión la Pulga- cuando el insomnio no me deja dormir como ahora y leo, hago un paréntesis en la lectura, pienso en mi oficio de escritor y, viendo largamente al techo, por breves instantes imagino que soy, o que podría serlo si me lo propusiera con seriedad desde mañana, como Kafka (claro que sin su existencia miserable), o como Joyce (sin su vida llena de trabajos para subsistir con dignidad), o como Cervantes (sin los inconvenientes de la pobreza), o como Catulo (aun en contra, o quizá por ello mismo, de su afición a sufrir por las mujeres), o como Swift (sin la amenaza de la locura), o como Goethe (sin su triste destino de ganarse la vida en palacio), o como Bloy (a pesar de su decidida inclinación a sacrificarse por las putas), o como Thoreau (a pesar de nada), o como Sor Juana (a pesar de todo); nunca Anónimo; siempre Lui Meme, el colmo de los colmos de cualquier gloria terrestre.

El Zorro es más sabio

Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros- respondía él con cansancio.
-Y muy buenos- le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.

6.19.2009

El hombre concreto


Me siento afortunado cuando les deseo a otros lo que me ha ocurrido a mí. A otros les deseo que estudien cine para que entiendan que en este mundo nada o casi nada puede hacerse por cuenta propia, que cualquier logro gana, suma y se amplifica cuando se comparte con un crew. A otros les deseo que tengan una banda de rock, no necesariamente que toquen música o se conviertan en músicos sino que armen una banda de rock, suban a un escenario por lo menos una vez en la vida, y toquen fuerte, duro, que se hagan escuchar y dejen un par de sordos colgados por ahí. A otros les deseo que escriban, que sientan el dolor, el inmenso placer y que se descubran en el cnetro de la soledad compartida. A otros les deseo, también y quizás con más fuerza que en los casos anteriores, que pasen su infancia en una ciudad pequeña, de preferencia cercana al mar.

Sigo enganchado con el greatest hits de Gatopardo (hasta ahora, cumpliendo con una norma que nadie me ha impuesto, debo decir que la crónica “Tres tristes tazas de té”, de la argentina Leila Guerriero, lleva una dificilísima, corta y solvente delantera). Me encuentro con “¿Por qué vivo en Santos Lugares?”, más que una crónica, un testimonio de vida y una declaración de principios de Ernesto Sabato. Ya, Ok, lo sé: Sabato no es lo que era, no ha logrado adaptarse (¿es obligatorio adaptarse?) al formato digital y desde que se metió en esa onda de auto ayuda intelectual y poética, me refiero a “Antes del fin” y “La resistencia”, su voz suena como suenan los viejos chochos que se quejan de todo en los acilos para ancianos. Pero sea como sea, Sabato ha escrito como nadie, ha escrito de lo mejor que se ha escrito en Latinoamérica y en el mundo y muchos, muchísimos, moriríamos tranquilos teniendo a cuestas tan solo las primeras líneas de “El túnel”. Pues bien, en este texto el escritor argentino habla sobre el lugar en el que vive y expresa claramente porqué vive donde vine, en Santos Lugares (que gran nombre para un pueblo, y para una película y para una novela y para un disco)… una de las quince localidades que integran el Partido de Tres de Febrero. En su conjunto, estas tierras abarcan una superficie de casi cincuenta kilómetros cuadrados, al oeste de la ciudad de Buenos Aires.


Sabato no vive en Santos Lugares porque sea un santo, vive ahí porque, según él, ese lugar santo es uno de los pocos refugios para el hombre concreto. El hombre concreto no es un hombre de cemento, pero sí es un hombre sólido y de convicciones irreductibles, un hombre decidido, firme, que sabe lo que quiere y no va a permitir que nadie se lo arrebate.

Por todo ello me siento unido a este barrio, entrañable y largamente vinculado a sus vicisitudes y a su destino. No he llegado aquí por obra del azar, ya que no existe el azar en las cosas del espíritu: sino destino y propósitos, conscientes o inconscientes. Hace ya sesenta años llegué a este barrio construido a escala del hombre concreto. Y cuando digo hombre concreto me refiero a alguien con nombre y apellido, gentes que uno ve en su paso cotidiano, con quienes uno se detiene a hablar en la calle, rodeado de árboles, o en las placitas donde juegan nuestros hijos. Donde hay ferreterías, farmacias de pueblo y correos en las que a uno le fían si ha salido de casa sin dinero. Cuando vine a vivir aquí aún había canchas de bochas y boliches con mostradores de estaño. Y si bien era imposible que el barrio no fuese modificándose con el tiempo, ojalá al menos podamos mantener aquel ideal básico de comunidad que estúpidamente –y con bombos y platillos- está desapareciendo casi en el mundo entero. Porque se me encoge el alma cuando veo a los hombres y mujeres de las grandes ciudades, que van por la calle sin mirarse, pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su humanidad. Espero no llegar a ver el día en que un concejal permita aquí la construcción de esos horrendos edificios torres, esas famosas “machines a vivre” de las que hablaba Le Corbusier. Esos gigantes de cemento y de hierro en el que nacen y crecen chiquitos que no sabrán nunca lo que es el pasto, las gallinas, los gatos, los grandes patios, las parras y glicinas. Porque en este mundo de ruidos, de nafta, de contaminación, de apuro, de dureza y grosería, soy aún lo bastante reaccionario para elegir quedarme con el silencio de los árboles, las plantas, la gente que saluda por su nombre, los chiquitos que pueden jugar en la calle o en la plaza, en compañía de sus madres. ¿El sueño de un viejo reaccionario? ¿O la imaginación de alguien que ve más lejos que aquellos que piensan que el precio del metro cuadrado de terreno es más importante que el precio de un ser humano? Aún prefiero, sí, el rumor del viento en el follaje, al aire viciado de la ciudad violenta.

Aquí estoy para siempre. Santos Lugares es mi patria chica. En este barrio, en esta antigua casona he vivido acontecimientos fundamentales. Aquí he vivido toda mi existencia literaria, aquí se gestaron mis novelas y mis ensayos, y aquí he vuelto a mi primera pasión, la pintura. En ella pasaron mis dos hijos su infancia y su adolescencia. Aquí murió mi mujer, y aquí me preparo yo también para recibir el supremo misterio.

Cuando en horas de la tarde me siento en el jardín a contemplar esta arboleda frondosa y sombría, con sus pinos y araucacarias centenarias, con las santarritas que trepan por la copa de los árboles, entre jazmines y glicinas siento cómo el aire se impregna de una paz que no se sabe definir. Tal vez, la gravedad de todo lo vivido.



Sabato exagera y aunque se le va la mano con el romanticismo está en todo su derecho. Después de todo, está hablando no sólo del lugar al que llegó para convertirse en Sabato sino también del lugar que lo verá irse ya convertido, totalmente transformado, en Sabato.

Las pequeñas ciudades, los pueblos, te dan una moral que las ciudades suelen pasar por delante. Si vives en un lugar donde cinco minutos son de verdad cinco minutos, donde puedes caminar a la casa de tus abuelos o de tu mejor amigo, donde el dinero alcanza, donde el tiempo alcanza y en caso de emergencia puedes correr hacia la playa y perderte en la superioridad del mar, sabes que siempre tendrás amparo.

Por último. Cuando murió Andy Warhol, Lou Reed y John Cale, distanciados desde la época Velvet Underground, se juntaron para escribir y ejecutar un álbum llamado “Songs for Drella”, cuyo primer tema reza en sus versos finales: There is only one good use for a small town, you hate it and you’ll know you have to leave. Hasta para eso, para escapar, para saber que el mundo es otra cosa y empezar a correr, debes pasar tus primeros años en un pequeño lugar santo... al que probrablemente volverás.



6.15.2009

Por la crónica


Hay libros que se leen entre libros, es decir, entre lecturas. Terminas una novela y antes de empezar otra quieres divertirte un poco con textos cortos a los que se pueda llegar a cualquier hora, en cualquier lugar, páginas que no demanden ser leídas en orden o de principio a fin.

Creo que mi libro de paso favorito es Guía Completa de Canciones de los Beatles, de W. J. Dowlding. Tengo la edición española que salió bajo el sello Celeste. Se trata nada más y nada menos que de un recorrido disco por disco, track por track, de la discografía de los Beatles, con anotaciones del tipo quién grabó qué en tal o cual canción o quién escribió tal línea y quién tal coro. A todas luces hablamos de una joya cuyo mérito reside en disfrutarse de a poco, con paciencia y saboreando cada bocado con paz y tranquilidad. Pronto, esta Guía tendrá una competencia feroz, Revolution in the Air (the songs of Bob Dylan, 1957-1973), de Clinton Heylin, el llamado biógrafo de cabecera de Bob. Pero mientras tanto, mientras llegan los cómo, cuándo y por qué de casi veinte años de Dylan, me alimento con un greatest hits que me trae contento, sorprendido y enganchado: Las mejores crónicas de Gatopardo (Debate. Colección Actualidad, 1996).

El libro se viene paseando por las librerías ecuatorianas desde hace un par de meses. Es una obligación para todos los que pretendemos ejercer el periodismo con pulso literario y también para cualquier lector al que le guste tratarse bien.

De hecho, el gran prólogo de Martín Caparrós abre de la siguiente manera:

Suelo preguntarme por qué los editores de diarios y periódicos latinoamericanos se empeñan en despreciar a sus lectores. O, mejor, en tratar de deshacerlos: en su desesperación por pelearles espacio a la radio y a la televisión, los editores latinoamericanos suelen pensar medios gráficos para una rara especie que ellos inventaron: el lector que no lee. Es un problema: un lector se define por leer, y un lector que no lee es un ente confuso. Sin embargo nuestros bravos editores no tremulan ante la aparente contradicción: siguen adelante con sus páginas llenas de fotos, recuadros, infografías, dibujitos. Los carcome el miedo a la palabra escrita y creen que es mejor pelear contra la tele con las armas de la tele, en lugar de usar las únicas armas que un texto no comparte: la escritura. Por eso, en general, les va como les va; por eso, en general, a nosotros también.

Desde su creación, la revista Gatopardo puso la vara alta y se tomó las cosas en serio. Aunque este libro no es exactamente light ni mucho menos fugaz, es perfecto para leerse por partes y en distintas etapas de la vida de lector, que esa que transcurre según los números en la esquina inferior izquierda. Es un libro perfecto para viajar, para los aeropuertos, los aviones y los cuartos de otros. Es un libro perfecto para ver la radiografía de una Latinoamérica que es mucho más freak y emocionante de lo que nos quieren hacer creer.

De la crónica “El buen salvaje”, del mexicano Guillermo Fadanelli:

Mi padre fue un hombre que progresó. Esto quiere decir que su primera casa tenía sólo una estrecha recámara mientras que la última, además de un cuarto para sirvientes, contaba con tres amplias habitaciones alfombradas y ventanas que daban a un jardín donde crecían hortensias y rosas de pétalos escarlata. Yo no padecí las toscas penurias de aquel hogar primerizo, pero en cambio mi adolescencia se benefició de las comodidades del último. Recuerdo que entonces detestaba tanto las alfombras como las flores. Ambas cosas me causaban cierta urticaria estética e incluso de las actividades encauzadas a la limpieza propia de una familia democrática siempre me negué a realizar dos: regar las flores y barrer las alfombras. Cuando me independicé de mis padres me fui a vivir a un cuarto de azotea donde las rosas fueron sustituidas por antenas de televisión y tanques de gas. El piso, sobra decirlo, tampoco se hallaba cubierto por una mullida alfombra y consistía tan sólo en un conjunto de fríos mosaicos desiguales carentes de coquetería alguna. A diferencia de mi padre, su hijo mayor no progresaba e iba para atrás como los cangrejos. Como además siempre he sido un obcecado pesimista, consideré que aquel cuartucho infame era lo que merecía un escritor sin fama que había abandonado la Facultad de Ingeniería deshonrando a una familia que tantas esperanzas había puesto en él. De modo que comencé a amar aquella celda sin ventanas levantada sobre una azotea cuya inmundicia podía compararse, sin remordimientos, con la garganta de un cerdo.

6.08.2009

Todo va a acabar bien


Estudiar música es un arma de doble filo. Por un lado, se conocen las reglas, los trucos, se aprende a dominar el balón y a aplicar las fórmulas del éxito comprobadas en el pasado. Por otro, la academia pone uniformes invisibles sobre sus alumnos, homogeniza criterios y trata inútilmente de separar el bien del mal, dos cosas a las que les encanta compartir habitación y, cuando se pasan de copas, cama.



Como ya se sabe, por lo menos cuando se trata de rock: no basta con tocar bien, a tiempo y afinado. Ese tipo de minucias técnicas, si bien no se consiguen gratis, le llegan al que practica una cantidad determinada de horas diarias y al que madruga buscando la ayuda de Dios. El rock, tanto más que disciplina y talento, requiere, reclama, personalidad. Que el mundo no sea el mismo después de ti. Que nada sea como antes y que nadie sepa qué pasará después de tu canción. Hay que poner los sentimientos por encima de los dedos, la onda por encima del conocimiento, los huevos y los ovarios por encima del pánico escénico y la verdad, tú verdad, por encima de todo.



La noche de este jueves 11 de junio, en El Aguijón (José Calama y Reina Victoria. Plena Zona en UIO) se lanza el álbum debut de Biorn Borg, la banda quiteña que no solo está en su momento sino que, además, está construyendo un momento a su alrededor. Biorn Borg viene, no tan irónicamente, de las aulas de clase. Recibieron la educación pero no se sometieron al thought control, ni permitieron que las partituras construyeran un muro. Eso les da toda la autoridad necesaria para, con conocimiento de causa, titular su disco “Todo se destroza”. Todo, absolutamente todo, debe ser destrozado antes de poder volver a poner columnas vertebrales y armar esqueletos. Y eso es lo que hace esta banda: bombardear lo que ya fue con un sonido sólido, amarrado, duro, rápido cuando hay que correr para que no te atrapen, lento y pesado cuando hay que pararse frente al pelotón de fusilamiento y pedir que, por favor, tengan la fineza de quitarnos la venda.



Lo que empezó como una distracción de domingo, entre el gran escritor Jorge “El Zurdo” Izquierdo y el guitarrista Pablo “John” Maya, es ahora una cosa seria que se para con la autoridad de los lunes, se mueve con la soltura de los viernes y se prolonga con la desesperación de los sábados. Ya no son dos, ahora son cinco. Y aunque este jueves no vayan a estar todos los que grabaron “Todo se destroza”, la formación es la misma que viene tocando en vivo de un tiempo acá, sumando fieles sin tener que pasar la bandeja de las limosnas. Toño Cepeda dándole al bajo como si tuviera muchos iguales, gritando hasta el tope, hasta cuando tienes que cerrar los ojos y sacar el corazón por la boca. Sebas Game Over en una Fender Telecaster a la que le debe costar mucho dar la talla. Bastián Napolitano pegándole a los tambores como si alguien le estuviese apuntando con el cañón de un revolver a la cabeza. Y La Sofi pegada al micrófono, subiendo, subiendo y subiendo mientras el público se convierte en un montón de puntitos.




La última vez que los vi fue a mediados de abril, en Cuenca. Ellos subieron al escenario antes que nosotros. Recuerdo estar en el camerino del festival Madre Tierra, escuchando a Biorn Borg, muerto de miedo y agradecido, sabiendo que después de eso no puedes subir a hacer cualquier cosa, tienes que rockear o morir en el intento, con la guitarra puesta.

6.03.2009

Caminar despierto


Hay días en los que no quieres saber nada de nada ni de nadie. No quieres prender la tele y ver las noticias. No quieres abrir la laptop y chequear tus mails. No quieres contestar el teléfono, ni el celular, ni la puerta. No quieres abrir los ojos ni mucho peor abrir las cortinas. No quieres abrir la boca porque resulta más que suficiente hablar hacia dentro, en off (también, por un momento, piensas que justamente esas cosas que estás acumulando en tu interior son las que te alejan del exterior) Y te quedas en la cama con el edredón cubriéndote entero hasta que empiezas a sudar dentro del capullo.


Las fuerzas apenas te alcanzan para dar los pasos necesarios para llegar al baño y darte una ducha. Piensas, crees, esperas, que el agua te despierte, te mueva, te sacuda. Necesitas más energía y ya no sabes de dónde sacarlas. Entonces dices qué chucha, yo de aquí no me muevo. Y te quedas en casa y de pronto todo tiene sentido y te das cuenta de que el placer es posible. Decides tener un día al margen y eso hay que celebrarlo. Sales de la ducha y te pones cualquier cosa cómoda. Caminas con soltura hasta esos libros que han estado allí desde hace meses. Escoges uno al que le tienes harta curiosidad y, para qué negarlo, un poco de hambre. El libro se llama Sleepwalk y es de Adrian Tomine. Son cuentos graficados, escenas divididas en viñetas pintadas a blanco y negro. No es un comic de superhéroes ni mucho menos, es más bien lo que habría hecho Raymond Carver con la ayuda de un dibujante. Los cuentos de Tomine son en su mayoría cortos y minimalistas. Hay mucha voz en off y pocos diálogos. Hay más letras que acciones. Basta con detenerse un momento en el cuadro y, tras haber leído esa frase que te dio duro porque la sentiste venir de adentro, detenerte en los trazos, en los detalles, en la atmosfera que construyen entre el silencio, el libro y tu. De repente, cortas al espacio exterior. Estamos en una galaxia muy, muy lejana. La cámara empieza a moverse entre las estrellas, los planetas, los asteroides y un par supernovas que ojalá estuvieran llenas de champaña. La cámara toma la velocidad de la luz y todo son líneas y profundidad y se detiene en el sistema solar que reconoces. La cámara sigue hacia dentro, encuentra el planeta tierra, encuentra el continente americano, encuentra Ecuador, encuentra Quito, encuentra tu calle, tu edificio, tu apartamento, tu cama y, finalmente, te encuentra a ti. Y te ves. Estás tranqui, relax. Estás en paz porque escogiste darte un día para ti y en ese mismo día encontraste los cuentos de Tomine y ahora tienes un nuevo amigo.


Estás feliz. Hace tiempo que no leías un libro de un tirón. Este no solo te lo comiste de un bocado sino que además repetiste de inmediato. Llegaste a la última página, volviste a ese cuento sobre un hijo de padres que están a punto de divorciarse y quisiste poder decirle al chico que todo bien, loco, que aunque parezca, esto no es el fin del mundo. Por un momento te detienes a pensar cómo un libro donde casi nadie acaba bien puede traer y traerte tanta dicha. Nada que hacer, te gustan las malas noticias. Aunque, ¿sabes qué?, ni tanto, la verdad. Mal que mal, en las historias de Tomine la gente sobrevive, sigue adelante aunque el camino no prometa mucho. De hecho, la única promesa verdadera es el camino, el resto, lo que falta. Se acabaron los cuentos. Se acaba el día. Se acaba este tú que te cayó tan bien porque no se dejó afectar por la normalidad de los otros. Sabes que lo volverás a ver, pero no sabes cuándo y así está bien. El final es abierto.



www.adrian-tomine.com

6.02.2009

Maridos


El estreno de Rudo Y Cursi es uno de los eventos cinematográficos, y sociales, más importantes y esperados del año por varias razones. Uno, es la primera película de Cha Cha Chá, compañía fundada por los cineastas mexicanos Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñarritu, es decir, la mera realeza azteca. Dos, los actores Gael García Bernal y Diego Luna se reúnen en pantalla tras once años de aparecida la gran, relevante y neo clásica Y tu mamá también. Tres, Rudo Y Cursi fue escrita y dirigida por Carlos Cuarón, hermano de Alfonso y coguionista de YTMT. Cuatro, esta película es la primera de una época, digamos, post invasión mexicana a Hollywood. Y cinco, nadie veía venir lo que se vino y más de uno quiso destruir el estadio.


Creo que, viniendo de donde viene, todos esperábamos que RYC fuera algo así como la secuela de YTMT mezclada con la madurez de trama que supo tener Amores Perros (y que perdieron, tal vez por su inevitable globalización moral, 21 Gramos y Babel, sus hermanas menores y menos agraciadas). Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Se trata en todo caso de una comedia fácil salpicada de drama fácil que se agarra de símbolos populares, y patrios, para burlarse de los clichés que mal que mal trazan parte de la identidad mexicana y latinoamericana de masas. El Rudo y El Cursi (Luna y García) son dos hermanos de origen humilde que, tras ser “descubiertos” por un cazatalentos argentino (¿podía haber sido de otro lado?) apodado Batuta (Guillermo Francella, en quien recae el peso de una serie de comentarios en off que, aunque muy bien redactados y filosóficamente correctos, se sienten fríos y no llegan si quiera a salir de su lado de la cancha), tienen la oportunidad de cambiar sus vidas jugando al rey de los deportes. Desde el pequeño pueblo hasta la gran ciudad, pasando por la novia interesada y superficial que es estrella de la televisión, por el 4x4 de rigor y por la ambición desmedida e ignorante de sus personajes, RYC sirve de avenida principal para que desfilen todos los clichés todos. Se me hace que todo esto es un acto consciente, premeditado, adulto y maduro. Ya se sabe que los clichés son clichés porque existen, porque son, lo queramos o no, verdad. Entonces, conociendo la obra con la que del Toro, los Cuarón y González Iñárritu han conquistado al mundo, resulta muy ingenuo pensar que justo ellos dejaron pasar por alto estas aristas del guión. Simplemente no me lo creo. Lo que creo es que aceptaron hacer, apoyar y defender una peli divertida y recontra mexicana que llevará gente a las salas en cuanta ciudad se estrene.


Hacer películas entre amigos, para pasarla bien y sin problemas de presupuesto me suena a mundo ideal. Hablo con gente que está resentida con la santísima trinidad por haber “perdido” una oportunidad de oro y siento que nada que ver. Me parece que el asunto es al revés, que han ganado libertad, soltura y que si algo han perdido es algo que un artista, de todas formas, no se puede permitir el lujo de tener: el miedo al fracaso. Ninguno de los involucrados en este proyecto se va a morir si a la película no le dan una Palma de Oro en Cannes o la ignoran cuando estén nominando películas extranjeras al Oscar. Ellos van a seguir con sus vidas de lo más tranquilos porque están comprometidos, enganchados y embalados con varias cintas que recién están en desarrollo y que le pertenecen al sistema. ¡Viva México cabrones!, donde cierta gente ya puede gastar su plata en caprichos personales e intransferibles. Y que se los lleve la chingada, también.