5.31.2011

Un padre, un hijo y después un libro


De lo mejor que he leído en este año y en cualquier otro. Un clásico dentro de los clásicos que hablan sobre relaciones padre-hijo, relaciones dañadas, disfuncionales pero unidas a su manera, relaciones de gente que no puede dejar de quererse aunque lo intente.

En el fondo, mi padre afrontó la muerte como había vivido: callándoselo todo, en silencio, fiel por entero a la idea que siempre quiso transmitir de sí mismo, una idea nada sentimental, aunque él lo fuera, enemiga de cualquier engolamiento, alérgica a provocar compasión. Igual que en vida tenía pánico a las palabras, a mostrar con ellas su interior, en su enfermedad, fuera de breves lamentos o de ocasionales búsquedas de consuelo, no se permitió hablar de la muerte. Pocas veces se derrumbó, solo dos, que yo sepa, y en ambas a solas conmigo. En público nunca se quejó. Incluso cuando los hechos comenzaron a ser demasiado calamitosos para ignorarlos, se esforzó en aparentar una actitud resignada. Sus únicos preparativos, al poco de que lo operaran, cuando la evolución de la enfermedad aún no le había hecho descartar la curación, fueron apostatar y hacer el testamento vital. Después de que los dos trámites estuvieron cumplidos, se encerró en el silencio y delegó en mí todo lo que a partir de entonces fuese necesario: los médicos, las casas, su vida. No quiso saber más. Sólo me hizo una petición: que, llegado el momento, no celebrara un funeral sino una fiesta en la que sus amigos pudieran tomar una copa.

5.23.2011

La antología de Los Brillos


Para celebrar su edición número 100, SoHo-EC preparó un número especial. Hay cuentos de gente como Alberto Fuguet, Santiago Roncagliolo y Antonio Ungar (premio Heralde 2011, dicho sea de paso), además de un especial de suposiciones dedicado a nuestro país firmado, entre otros, por Rafael Lugo, Esteban Mayorga y Verónica Garcés. Acá va mi aporte al equipo. Feliz cumple SoHo!!

Qué pasaría si… los Beatles fueran ecuatorianos.

Por Juan Fernando Andrade

Juan Loor, Paúl Macías, Jorge Jarrín y Ricardo Estrella, cuyo nombre artístico sería Rengo, habrían nacido en el puerto de Manta alrededor de 1940. Los tres primeros se conocerían en la kermés del colegio de señoritas Stella Maris en 1955, donde, a falta de la orquesta que vendría de Guayaquil pero no podría llegar a falta de carreteras, habrían tenido que improvisar una versión del bolero “Cómo fue” de Beny Moré.

Años más tarde, formarían un cuarteto junto a un tipo conocido como “Pedro El Mejor” en las maracas, y al poco tiempo se radicarían en Montecristi, donde serían el número musical de un prostíbulo llamado La Caverna Naict Club. Estrella, atado a una deuda pendiente con una de las chicas y aprovechando la sífilis fulminante que alejaría a “El Mejor” (reacio al uso de profilácticos) del escenario, se uniría en ese punto a la historia. Después de meses y meses de agua ardiente y roscas de mantequilla, serían descubiertos por un empresario quiteño llamado Adrián Epstein, de claras tendencias homosexuales, y comenzaría la historia oficial de Los Brillos.

En 1962 aparecería el sencillo “Sí, ámame”, bajo el sello Fediscos, y su éxito sería inmediato, los invitarían a presentarse en el baile de debutantes del Club de la Unión de Guayaquil, en el show de variedades de Ernesto Albán en Quito y en un after party en Carondelet presidido por el mismísimo Carlos Julio Arosemena, que declararía feriado nacional hasta recuperarse del chuchaqui. En 1964 harían su primera película, “Hoy fue un día duro”, una mera excusa para seguir explotando la “brillomanía”. Sin embargo, lo realmente importante pasaría un año después durante una visita a la ciudad de México donde conocerían a su ídolo: Julio Jaramillo. El Ruiseñor de América, detenido en la capital Azteca ante una serie interminable de demandas de paternidad, les convidaría marihuana de su reserva personal. Al volver de ese viaje, y tras comprobar por todos los medios científicos posibles que J. J. no podía haber dejado embarazado a Macías, serían condecorados en el Palacio Presidencial por la Junta Militar del 63, que aprovecharía el “feriado” de Arosemena para derrocarlo. Más de veinte años después, en una serie de documentales para la televisión llamados “La Antología de Los Brillos”, Rengo Estrella haría la siguiente declaración, “antes de entrar al Salón Amarillo a que nos pusieran esas medallas que nos dieron tétano, nos fumamos un maduro con queso del tamaño del ferrocarril de Alfaro”.

Para 1966, Adrián Epstein crearía varios Brillos más para cumplir con la demanda de contratos y Juan Loor, tras una presentación en el parque de diversiones Gorky de Moscú, tendría que huir de Rusia disfrazado de azafata después de haber declarado, en rueda de prensa, que era dueño de un condo en Boca Ratón y que antes que nada le daba gracias a Dios. Con sus clones trabajando disciplinadamente dentro y fuera del Ecuador, el cuarteto se dedicaría a dar un vuelco creativo a su música y compondrían las canciones de “La banda de corazones hambrientos del Sargento Lechuga”, álbum conceptual que incorporaría a los clásicos pasillos del conjunto elementos del tango, la salsa y el inminente rock & roll. Y ese sería el final. El Ecuador les habría dado la espalda, Epstein los habría ignorado por completo tildándolos de “hechos los artistas” y serían los clones de Los Brillos quienes anduviesen todavía por ahí, amenizando con sus éxitos de siempre la cantonización de 24 de Mayo y las fiestas de San Pedro y San Pablo en la parroquia Picoazá.

Paúl Macías haría una carrera irregular como baladista para, años después, volver a los temas de Los Brillos. Jorge Jarrín tendría una cadena de restaurantes de comida hindú, su propia marca de inciensos y se habría salvado del cáncer al pulmón comiendo chuzos de gallinazo. Rengo Estrella estaría de lo más tranquilo viviendo de regreso en Manta, pescando, feliz de contar esta historia a quien quisiera escucharla. Y Juan Loor, lamentablemente, habría muerto en 1980. Alguien le habría pedido un autógrafo a la salida de su casa en Sauces 5, el barrio guayaquileño, aprovechando su distracción para asaltarlo y Loor, más pobre que una rata, seguro opondría resistencia. Moriría en un pasillo frío y mugriento del Hospital General Luis Vernaza, donde se habría desangrado durante horas a la espera de atención.

El álbum conocido como “Lechuga” se convertiría en el disco con más descargas del Internet en el 2007, año de su cuadragésimo aniversario.


(SoHo, Mayo-Junio, 2011)

5.17.2011

Plano general


Esto lo despaché para la revista Arcadia de Colombia, me pidieron un making of del cine ecuatoriano y en la investigación aparecieron muchos más chismes de los que imaginé posibles. Desde ya, pienso en un libro que reúna las experiencias de directores en sus óperas primas. Por tiempo, espacio y formato, no pude mencionar ni todas las películas ni todas las personas que hubiese querido. Por ahora, es un plano general.

Hágalo usted mismo

Por Juan Fernando Andrade

De un tiempo a esta parte todos los años comienzan con la misma pregunta, ¿sabes cuándo se abre la convocatoria del CNC? Entre cineastas ecuatorianos, es algo así como preguntar cuándo llega Papa Noel o mejor dicho hasta cuándo estará recibiendo cartas.

Desde el 2007, anualmente y de manera consecutiva hasta la fecha, el Concejo Nacional de Cine recibe proyectos postulantes a varias categorías: se pueden pedir fondos lo mismo para escribir un guión que para distribuir un largometraje ya terminado. Este año, por ejemplo, la convocatoria se cerró el viernes 25 de marzo y horas antes que terminara la jornada laboral cineastas de todo el país, ojerudos y despeinados, marchaban como zombis de las fotocopiadoras a las oficinas del Concejo en el Ministerio de Cultura.

En promedio, el Consejo reparte la modesta –si hablamos de cine– cifra de 660.000 dólares anuales, tomando en cuenta variaciones ligadas al presupuesto general del estado. Según Jorge Luis Serrano, director del CNC, se reciben un promedio de 200 proyectos al año entre todas las categorías y se seleccionan entre 25 y 27, es decir poco más del 20%. La pelea, entonces, es sin tregua y hasta la muerte. Pero no siempre fue así de sencillo.

En 1999, tras un prolongado silencio cinematográfico nacional, una película ecuatoriana llamada “Ratas, ratones, rateros” fue estrenada en el prestigioso festival de Venecia. De ahí en adelante desfiló por las pasarelas internacionales de todo festival imaginable, cultivó premios como flores en un jardín y cuando se presentó en Ecuador metió 135.000 personas a las salas, una cifra simplemente impensable para la época. La cinta fue dirigida por Sebastián Cordero, que por entonces tenía 27 años, la mayoría de ellos transcurridos entre Francia y Estados Unidos. Sebastián filmó como un extranjero en su propia tierra y quizás fue esa distancia estratégica la que lo hizo vernos tan cerca y tan bien. “Ratas…” se hizo en condiciones mucho más que “independientes”, gran parte del presupuesto vino directamente de los bolsillos de Cordero e Isabel Dávalos, quien por esos días fungía de productora del filme y esposa del director, el director de fotografía, compañero de Sebastián en USC (Universidad del Sur de California), aceptó trabajar a cambio de conocer Ecuador, el equipo técnico se llenó con jóvenes pasantes universitarios dispuestos a pagar piso, se trabajó en jornadas de hasta 20 horas diarias durante 20 días y nadie reclamó por tener que comer sentado en la acera con el plato sobre los muslos.

A diferencia de las producciones que la preceden, en parte adaptaciones de clásicos de la literatura ecuatoriana con discurso grandilocuente, “Ratas…” miró a la calle y al presente, al ladrón de esquina y al personaje común que no tiene nada de común. La selección ecuatoriana de fútbol había clasificado a su primer mundial y la frase “sí se puede” se repetía como un mantra hasta cuando era obvio que no se iba a poder. En todo caso, la ópera prima de Cordero reveló la urgencia del público ecuatoriano por verse en la pantalla grande y abrió la vena narrativa de una nueva generación de cineastas.

Mateo Herrera, a quien creo justo llamar “Mat Max”, fue el editor de “Ratas…” y al año siguiente dirigió su propia película, “Alegría de una vez”, cinta punk donde las haya. Tenía 26 años y trabajaba en una productora de audiovisuales que le estaba chupando la vida: había dirigido un par de cortometrajes y decenas de comerciales de los que prefiere no hablar, aunque fuera aquel sueldo el que le permitió financiar su película. “Siempre he sido un desesperado. Escribí el guión en dos meses, imprimí, saqué copias y le entregué al equipo técnico. Filmamos el primer borrador, sin corregirlo ni analizarlo.” Fueron doce las personas que trabajaron en la película, ninguna llegaba a los 30 y ninguna pidió sueldo. Usaron los equipos de la compañía pero no pudieron dejar de trabajar, así que en los 19 días de rodaje hicieron además dos comerciales y un documental institucional. Fórmula: película por la mañana, trabajo por la tarde. “Mat Max” terminó en la sala de urgencias de un hospital con arritmia cardíaca. “No me internaron, sólo me inyectaron un tranquilizante y salí totalmente estúpido y ya”.

“Alegría…” se estrenó en 2002 en paralelo a “Fuera de juego”, ésta última se rodó en 15 días con 4.000 dólares de presupuesto y su director, Víctor Arregui, terminó con el pecho abierto tras un infarto una semana después de la primera proyección. Arregui es un ex miembro del partido comunista ecuatoriano que viene de aprender haciendo, le tocó recoger cables, cargar luces, iluminar, hacer cámara y todo lo que hay que hacer antes de sentirse capaz de dirigir un largometraje. Cuando rodó tenía 38 años, una cámara MiniDV (muy probablemente la que usted tuvo en casa alguna vez, destinada a guardar momentos Kodak del tipo “primer cumpleaños del gordo”) y un equipo compuesto por amigos que hicieron de la película una cooperativa: todos eran dueños de una parte de la cinta y recibieron, en porcentajes iguales, réditos económicos de la taquilla. En una mezcla de filosofía del ahorro e instinto documental, Arregui decidió usar locaciones reales y no-actores, gente de la calle que intuyó parecida a sus personajes. Los principales eran dos adolescentes urbano-marginales colgados en fundas de pegamento, chicos que después del “corte” se acostaban a dormir en la vereda más cercana, eran víctimas de todo tipo de asaltos y a los que varias veces el equipo de producción se ocupó de bañar.

“Fuera de juego” viajó al conocido festival de San Sebastián en forma de casete y ganó un premio en la categoría “Cine en construcción”. De un día para el otro, pasó de ser una cinta de 4.000 dólares a una de 200.000 euros y se paseó por una cantidad interminable de festivales. En el Ecuador tuvo 30.000 espectadores, nada escandaloso, lo suficiente para mantener la pose de país que produce cine.

Si bien “Ratas…” fue un fenómeno de masas y se convirtió en parte de la cultura popular, no dejó ganancias y para su segunda película Cordero temía verse obligado a producir algo aún más pequeño. Gracias a una coproducción con México, que trajo dinero, equipo técnico (entre ellos los ganadores del Oscar Berta Navarro y Eugenio Caballero) y actores extranjeros como John Leguizamo y Leonor Watling para los papeles principales, Cordero pudo hacer “Crónicas”, se segunda cinta, de manera digamos holgada e industrializada. Pero aquel fue un caso aislado, la producción ecuatoriana seguía siendo una aventura comparable a la conquista de un continente.

“Crónicas” se estrenó en 2004, junto a “Mientras llega el día”, película sobre el primer grito de la independencia dirigida por el experimentado realizador Camilo Luzuriaga. Para esto, Mateo Herrera había estrenado ya “Jaque”, otra cinta punk financiada enteramente con sus ahorros, armada con improvisaciones actorales en medio de las fiestas de Quito que se celebran a principios de diciembre. Las tres cintas fueron exhibidas dentro y fuera del país con relativo éxito, pero ninguna fue lo que se conoce como un Blockbuster.

Mientras convalecía en el hospital, perdiendo peso y color, Víctor Arregui leyó el borrador de la novela “De que nada se sabe”, escrita por su amigo Alfredo Noriega, autor quiteño radicado en París, y decidió que esa historia de morgues y cadáveres sería su segunda película. La cinta, llamada “Cuando me toque a mí”, se estrenó en 2006 y el mismo Víctor se refiere a ella como “algo que hice para sacarme la sensación de la muerte”. Las condiciones de producción habían mejorado, rodaron con poco menos de 100.000 dólares venidos de un préstamo bancario, lo que permitió pagarle a todo el mundo un sueldo digno. El mismo 2006, se estrenó “Qué tan lejos”, una película que sin querer queriendo tuvo más de 200.000 espectadores. Tania Hermida, su directora, contó una historia simple, la de una joven alternativa, medio intelectual y medio hippie, que cruza el país por tierra para detener la inminente boda del chico que cree amar. Esa premisa, tan sencilla como sólida, conectó con el público de manera inmediata y se convirtió, hasta el momento, en la película más taquillera del cine nacional. La producción se sostuvo con dinero de las arcas familiares y la misma Tania me dijo alguna vez que la suya es, de lo que se sabe, la única película que ha dado ganancias a sus realizadores. Hace poco filmó su segunda cinta, traté de comunicarme con ella para saber algo más al respecto pero su asistente, de manera muy cordial, me dijo que lo iban a pensar antes de devolverme la llamada, cosa que no sucedió hasta el cierre de esta edición. Ah, también me dijo que me cuidara mucho.

2006 es un año clave no sólo porque Víctor Arregui hizo su segunda película y, dicho sea de paso, tuvo su segundo infarto, tampoco porque finalmente el Ecuador volvió a competir en taquilla con Hollywood, sino porque el 3 de febrero, tras un artilugio que sirvió para cambiar el orden del día en el Congreso Nacional y con la escusa de dar revista a una ley que no robaría mucho tiempo a los diputados, la ley de cine fue finalmente aprobada y el Concejo Nacional de Cine nació como persona jurídica, pero persona al fin y al cabo.

La primera convocatoria se abrió al año siguiente y con ella un camino que todos, por las buenas o por las malas, hemos aprendido a caminar. Iván Mora Manzano, director guayaquileño, es un perfecto ejemplo de cómo se hace cine en el Ecuador actual. Concursó y ganó en las categorías “escritura de guión” y “producción de largometraje”, pudo enlazar una coproducción con Colombia gracias al programa Ibermedia (valioso aliado del CNC) y rodar una historia en la que había trabajado durante años. Pero, ojo, no crean que el CNC soluciona todos los problemas, pues simplemente no hay cama, ni plata, pa’ tanta gente. El equipo de Iván se formó con amigos y colegas, varios de ellos aceptaron trabajar en modalidad post-pago, o sea que recibirán un sueldo una vez que la película, llamada “Sin otoño y sin primavera”, empiece a ver ingresos. Por otra parte, Iván volvió a concursar este año en la convocatoria, esperando obtener fondos para la post producción y, aún si los gana, tendrá que levantar más recursos para darle los acabados necesarios a su película.

Este es el final feliz de un capítulo, no de la historia completa. Se han creado procesos, protocolos, fórmulas y dinámicas efectivas de producción ecuatoriana. Como dice “Mat Max” Herrera (que dicho sea de paso, ganó en 2009 el Gran Premio en el Festival de Cine Latinoamericano en Toulouse, Francia, con su película “Impulso”) “El CNC es el producto del trabajo de los cineastas que hicimos películas antes de que existiera. Ahora existe, ahora tienes a quién mostrarle el guión que antes sólo mostrabas a tus amigos”. Parece que sí, se pudo, se está pudiendo, y aunque falten películas y películas antes de poder hablar del “cine ecuatoriano” como raza propiamente dicha, una cosa es segura: esta historia continuará...

(Arcadia, Mayo 2011)

5.14.2011

Contacto en Bogotá


Esto apareció en Ex-Libris, el periódico de la FIL-Bogotá. Va firmado por Emilia Andrade, que no es ni mi prima ni nada, sólo una ecuatoriana llena de onda que me encontró en el mundo virtual y entendió perfectamente de qué va la cosa.

Dos punto cero

Por Emilia Andrade

Navegando por circuitos entretejidos, hilando nuevos encuentros, perdiéndonos en la infinidad de filamentos, escogiendo qué ruta transitar, qué dirección tomar. Y en ese caminar, sin darnos cuenta, nos sumergimos y nos dejamos seducir en este mar de sujetos interactuando en un mundo irreal, gobernado por una inmensa madeja comunicativa. A veces, el recorrido se hace tortuoso, salpicado de recuerdos que quisieran ser borrados, pero esa insaciable adicción informática se apodera y juguetea con nuestros hilos a su antojo, como si fuera un titiritero. Por suerte, este cúmulo interactivo, en ocasiones, suele arrastrarnos hacia otros encuentros más amistosos. Algo así fue mi acercamiento a Juan Fernando Andrade a través de su blog Culturab. Los tejidos dospuntocero me dirigieron a sus crónicas, increíblemente fluidas y sinceras.

Empecé a leerlo de manera frecuente por el simple hecho de sentirme cómoda con lo que leía; era una buena charla con este narrador incógnito que flotaba por la inmensidad tecnológica. Textos en pantallas, carentes de espacio físico, actualizándose con el pasar del tiempo, resignándose al olvido que trae la obsesión por innovar. Sus publicaciones se hicieron parte de mi diario interactuar, pero una vez tuve la oportunidad de un contacto más cercano con este autor, me dijo que ni él mismo sabía cuanto de su trabajo estaba circulando por la web. Si bien, su blog es una pequeña puerta para conocer su trabajo y sus publicaciones, existe más información de la que él no está consciente.

Nacido en 1981 en Portoviejo, capital de la provincia con más zona costera de Ecuador, Juan Fernando conserva el acento propio de su lugar de origen en la mayoría de sus textos. El costeño, como dice él mismo, es un idioma casi distinto, caracterizado por su velocidad, por un afán que lo llena de tropiezos y su facilidad para envolver y omitir consonantes. Sin embargo, esto que podría parecer un problema, o al menos para los eruditos, se transforma en una ventaja para Andrade que logra acercarse a sus lectores. Ha publicado tres libros, una novela y varias crónicas que han sido galardonadas e incluso una de ellas será llevada al cine por el ecuatoriano Sebastián Cordero.

Andrade hace parte de una nueva generación de escritores a quienes sin duda los une este cambio tecnológico en formato dospuntocero. Pocos meses atrás fue publicado el libro “Todos los juguetes”, una antología que reúne cuentos de varios de los integrantes de esta nueva familia y que seguramente estará en la Feria. Creo que las palabras de Juan Fernando son claras al referirse a los autores de esta publicación “algunos de ellos vienen de la academia, coleccionan maestrías, doctorados, y ejercen con la precisión de un cirujano plástico en Hollywood. Otros lo han aprendido todo en la calle, a pulso, leyendo lo que han sentido cercano, escribiendo desde la tripa y procesando desde el cerebro. Pero los diez tienen algo en común: son profesionales, publican, existen. Existían antes de esta banda sonora y existirán después, aparte, en sus propios libros, como corresponde”.

No hay duda de que el poder tecnológico es incalculable, nadie sabe nada sobre nadie, pero siempre se puede saber más a partir de un pequeño orificio que nos deja ver algo que pueda interesarnos. Es un arma de doble filo: muchas veces, el saber más de lo necesario se convierte en un cúmulo absurdo e inútil, otras, con algo de fortuna, y aquí vuelvo a hablar de mi encuentro casual con la literatura de Juan Fernando, es un deleite que se agradece al dospuntocero.

5.09.2011

HD en Tabogo



Este miércoles 11 de mayo voy a presentar HD en la FIL de Bogotá. Será a las 18h30 en el auditorio Jorge Enrique Adoum y tendré como cómplice al escritor colombiano Iván Beltrán.

Por fin, la novela empieza a viajar... Bacán.

5.05.2011

EDOC 10



Esta tarde, a las 18h30 en Mundo Juvenil (parque La Carolina-UIO), se inaugura la décima edición del festival de documentales EDOC. La película escogida para abrir es 12th & Delawere, de Rachel Grady y Heidi Ewing, directoras de la gran Jesus Camp.


10 años. Wow ¡Felicidades! 10 años y contando...

Acá va mi aporte al periódico del festival.




Beethoven vive en el Congo

Estamos en Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo, una de las ciudades más pobladas de África. Digo estamos porque una vez que esta película arranca no hay forma de estar en otro lado.

Entre caminos de tierra y muros descascarados escuchamos a una orquesta sinfónica ensayando para su próximo concierto. Están tocando Beethoven, desafinados y fuera de tiempo, pero lo intentan, dan la pelea. Toda la película podría comprimirse en una gran sensación de lucha. Una orquesta que lucha contra sus propias limitaciones por lo que parece imposible, una ciudad que lucha contra su condición urbano-marginal y caótica, un continente que entre tanto rigor y habiendo perdido tanto nunca ha dejado de luchar.

Kinshasa Symphony cuenta la historia de esta orquesta de la manera más acertada, a través de sus integrantes, volviéndose personal y transformando el cine en chisme, como corresponde. Así conocemos a Joseph Masunda Lutete, el violinista que además es electricista pero se gana la vida como peluquero; Albert Nlandu Matubanza, manager, lutier y esposo de Josephine, la chelista que por el día vende omelletes en el mercado; Nathalie Bahati, flautista y madre soltera al mismo tiempo, trenzada en una pelea hasta la muerte con el presupuesto del hogar y las partituras del compositor alemán; Trésor Wamba, un joven tenor que forma parte del coro y cuyos amigos, los clásicos panas del barrio, son incapaces de entender como él prefiere Chopin a 50 Cent; Héritier Mayimbi Mbuangi, violinista emparentado con Jimi Hendrix que suele romper las cuerdas cuando toca; Mireille Kinkina, corista encargada de traducir el alemán a la fonética del Congo, ésta no es una traducción literal sino sensorial, y aunque lo más probable es que ningún miembro de este coro sepa lo que está cantando, está claro que todos entienden lo que significa y hacia dónde deben llevarlo; y, finalmente, Armand Diangienda, un piloto de profesión que perdió su trabajo en 1994 y desde entonces, de manera empírica y decidida, se dedica a dirigir la orquesta. Diangienda, de guayabera bien planchada y brillante reloj de muñeca, dirige la música y el pensamiento, es un líder social, un motivador, no es Yoda, pero lo será tarde o temprano.

Si esta gente puede con su vida, puede con Beethoven. Los ensayos se suceden y la película toma un ritmo narrativo onda Rocky. La música se afina, se cocina y huele rico, el feeling de la interpretación aumenta, nuestra intimidad con los personajes se vuelve de hierro y queda claro que cualquier cosa que les pase salpicará al otro lado de la pantalla. Llega la noche del concierto, la pinta dominguera de los vecinos se apodera de las calles y aunque sabemos exactamente lo que va a pasar nos emocionamos como los niños cuando descubren los trucos de los magos. La Orquesta Sinfónica de Kinshasa suena como los dioses y está por encima del bien y del mal. La vida queda suspendida entre las líneas del pentagrama. Cuando tocan, estos seres humanos son indestructibles.

(El Otro Cine, Mayo, 2011)




5.02.2011

Donoso el enmascarado


Hay escritores que parecen personajes creados por otros escritores: José Donoso (1924-1996) es uno de esos.

La cuota chilena del boom latinoamericano era un tipo inseguro como pocos, incapaz de apagar los cuestionamientos de su voz en off, obsesionando con el talento de sus contemporáneos y con el éxito comercial que tuvieron y a él le costó tanto conseguir. El autor de esa catedral en llamas que es El obsceno pájaro de la noche se ocupó tanto en ser escritor que capaz sacrificó demasiado a cambio de la posteridad que hoy, ojala, esté disfrutando.

Pilar, su hija adoptiva y una de sus mejores creaciones, vivió enfrentada a la figura de Donoso y al parecer la única forma que encontró de salir con vida fue darle un poco de su propia medicina. Correr el tupido velo , que no es exactamente una biografía sino una especie de city tour kamikaze, va pelando las cáscaras de una persona que parece no terminar de deshojarse nunca. ¿Existió un solo José Donoso o fueron varios? Este libro revela personalidades múltiples tratando de convivir dentro de un mismo cuerpo, peleando por la esquina más iluminada, por el honor y la gloria. El artista que se encierra a crear mientras el mundo se cae a pedazos, hiriendo con su ausencia a quienes más lo quieren y necesitan. El padre desesperado por el bienestar económico de su hija. El chileno fuera de Chile que sólo se atreve a regresar una vez consagrado. El luchador envidioso en busca del título de los pesos pesados. El esposo de una mujer alcohólica y sensible que pasó años en cama, down, agarrada a los oídos de un psicoanalista y las caricias peludas de sus mascotas. El hombre que no supo asumir su homosexualidad a tiempo, condenándose a un escape imposible al fondo de un callejón sin salida.


La maniobra de Pilar Donoso, tan íntima y peligrosa, es luz en la mina de su propia familia. Se lanzó al vacío y cayó parada. Aplausos. Al contrario de su padre, escribió sin miedo a que la viéramos desnuda, y ese paisaje que se extiende durante más de cuatrocientas páginas se encarga de cubrir el horizonte.

(El Comercio, 01/05/11)