9.30.2011

Nacido el 30 de Septiembre


El tema de la fiesta era Batman, la verdad yo quería que fuera el Guasón pero en las tiendas de fiestas nadie vende cosas donde sólo aparezcan los malos, todos quieren festejar con los buenos, típico.

Conseguí cincuenta y dos vasos, treinta y cuatro platos y como mil servilletas en las que aparecía el Guasón aunque sea atrás del batimóvil. Fue por gusto. Cumplí diez años y ninguno de mis amigos pudo venir a mi fiesta porque a ninguno lo dejaron salir.

Era jueves y no había nada que hacer. Ni siquiera podía ver televisión porque todos los canales estaban pasando las noticias y eso no era lo peor, lo peor era que las noticias eran repetidas. El presidente gritando. El presidente sacándose la camisa. El presidente con máscara. Odiaba al presidente, no tanto porque me hubiera cagado la fiesta sino porque mis papás peleaban por su culpa.

Lo van a matar, decía mi mamá. Él se lo buscó, decía mi papá. El país está cambiando. Sólo cambió de manos, igual se lo están repartiendo. Yo tengo que ir al palacio. Lo que tú tienes que hacer es quedarte con tú familia.

Mi mamá salió del cuarto, le pregunté a dónde iba y me dijo que a luchar por la democracia. Le pregunté a qué hora volvía, ella miró a mi papá y se puso como a llorar, entonces mejor ya no le pregunté nada. Me pidió que le pasara la bandera verde que había puesto en el balcón y cuando mi papá trató de agarrarla para que no se fuera ella movió la bandera como si fuera una espada.

Esa noche mi papá me llevó a un hotel cerca del aeropuerto. No consiguió torta pero sí un montón de tigretones, una cola de dos litros y una funda de hielo. Yo saqué mis cosas del Guasón y festejamos mi cumpleaños con la televisión apagada: estaba prohibido ver las noticias.

Antes de dormir mi papá se puso a mirar por la ventana, le pregunté qué estaba mirando y me dijo que nada. Me dijo que nos íbamos de viaje, sólo él y yo, muy lejos, y que podía usar las cosas del Guasón en cualquier restaurante donde paráramos a comer. Me cargó y me llevó a la cama. Va a ser como celebrar tu cumpleaños todos los días, me dijo, pero yo ya sabía lo que iba a pasar. Los platos se iban a acabar, los vasos también y algún día ya no habrían más servilletas.

(El Comercio, 29/09/11)

9.26.2011

Happy Mondays


La semana empieza con buenas noticias. Primero, resulta que el ganador de la pluma de oro en el Mantilla Ortega de este año es Elías Urdánigo, con una crónica publicada en SoHo. Segundo, resulta que Punto en línea, la revista literaria de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), ha incluido en su No. 33 una sección de cuentos ecuatorianos con prólogo de Jorge Luis Cáceres. El mío es Una tarde en el museo del sexo, publicado originalmente en SoHo, más que un cuento-cuento, una crónica experimental.

Enjoy.

9.22.2011

Pescador según The Hollywood Reporter


Directed by Sebastian Cordero, the road movie turns a drug heist into offbeat comedy.

Take one South American drug heist, mix with a clownish fisherman convinced he’s of elevated birth, and shake with a pretty girl out for the money. This is Pescador, an enjoyable genre-bender that takes award-winning Equador filmmaker Sebastian Cordero somewhat alarmingly far from his roots: the exposé of an unscrupulous TV reporter Chronicles and the claustrophobic romantic thriller Rage. Unexpected but artful enough, this homey variation on the gangster/road movie, gently retouched with humor, should make inways into Latin American markets after its festival run.

Paunchy Blanquito (“Whitey”) is the film’s whole banana and is a taste that grows on you, even though actor Andrés Cresposeems to be playing much younger than he looks. He’s a pale-faced black sheep in the tiny fishing village where his mother raised him, flattering him that his father was a bigwig from the city. The village is a pretty small place and when his modest sex life refuses to blossom into romance, and he hungrily eyes Lorna, the abandoned Colombian girlfriend of a rich city slicker who has a vacation house on a hill.

One day a ship sinks and boxes of cocaine start washing up on the beach. Splitting the caché, the fishermen throw a merry beach party as they see their dreams coming true. After playing dumb to the police, they re-sell their stash to the original drug cartel for $5000 a brick and everyone wins.

Everyone except Blanquito, that is, who has a plan. With money in his pocket, Lorna (Maria Cecilia Sanchez) isn’t so far out of his league as she seemed at first glance. Teaming up with the pretty con artist, who claims she has useful contacts in nearby Guayaquil, he heads for the city to market ten bricks of pure coke and to meet his father for the first time.

Here the storydownsizes the narco plot, which is pretty obviously going to be disastrous for our hero, and foregrounds his equally problematic search for identity. Wanting to make a good impression on his father, who is now the provincial governor, he naively buys a suit and pays Lorna to accompany him in a chauffeur-driven convertible to a “surprise” encounter at Dad’s luxurious home. Their meeting is kept light and funny, moving the action into a more personal sphere and increasing the viewer’s respect for Blanquito, who inches forward on the dignity scale to earn his baptismal name of Carlos Adrian.

Crespo, a short filmmaker with little acting experience, takes some scenes to overcome his initial out-of-water look and silly veneer, settling more comfortably into the film’s second half. Cordero energizes the atmosphere with interludes of flash-by editing and contemporary music, which draw the protag into the modern world. In other moments, when things are getting too serious, humor realigns the tone.

By Deborah Young

(The Hollywood Reporter, 21/09/11)


9.19.2011

La Pesca del día


Las primeras noticias sobre el estreno de Pescador llegan desde San Sebastián, donde al parecer Blanquito ha logrado sin mayores problemas hacer sus primeros amigos. Bien.

Acá el menú del día:

Primer trailer de la peli.
Entrevista con María Cecilia Sánchez, Andrés Crespo y Sebastián Cordero en el programa Desayunos Horizontes.
Reporte de la agencia EFE.

Vamos ahí...

9.13.2011

Por quién redoblan los tambores


Soy el del medio. Mi hermano es tres años mayor y mi hermana apenas uno menor. Mi madre dice que no tuvo mucho tiempo a solas conmigo, quedó embarazada casi inmediatamente después de mi nacimiento y cuando la nueva bebé llegó a casa, según me cuenta, pasé parcialmente a manos de terceras. Ese giro, que me tomó por sorpresa, fue la primera curva de mi destino.

Los del medio somos un poco freaks, no todos, es cierto, pero diría que la mayoría o la inmensa minoría. En mi caso, por ejemplo, me queda claro que esta condición es clave: siento que la soledad es mi estado natural y se me hace difícil conectar con otra gente, sobre todo si la tengo frente a frente. Cuando se vive en el medio, uno deja que la atención caiga sobre los bordes hasta derramarse, aprende a bancársela solo y en silencio, se desconecta de los demás para poder conectarse consigo mismo, sobrevive como puede y en privado.

Al principio es complicado, pasas el tiempo observando a los otros hermanos y tratas (por lo menos es así como sucede en mis recuerdosi ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ el tiempo observando a los otros hermanos y tratas (por lo menos en mi caso asdifcho tiempo para mteor) de ser una version ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽er una versicadovando a los otros hermanos y tratas (por lo menos en mi caso asdifcho tiempo para mteorón remix con lo mejor de esos dos universos. Así llegué a la música, así caí en el rock. Mi hermano tocaba el bajo en una banda y para mí no había mejor plan que verlos ensayar. Esto no siempre era posible ni, mucho menos, agradable para mi hermano, pero pasaba, pasó lo suficiente como para cambiarme la vida. Fue cosa de ver una batería por primera vez para que todas mis dudas existenciales-pre-adolescentes quedaran resueltas de sopetón: ahí estaba, eso era lo que estaba buscando, darle, darle duro, hacerme escuchar, interrumpir al mundo con un golpe.

Por esos días yo terminaba la primaria y las apuestas iban en mi contra. Tenía que dar un examen para entrar a un colegio jesuita y teniendo en cuenta mis calificaciones la misión parecía, en efecto, imposible. A mí el colegio me interesaba poco, quería tocar, quería rockear y morir de sobredosis a los veintisiete, o antes. Y sólo había una forma de hacerlo: pasar el puto examen de ingreso. Como entrenamiento, fui a clases después de clases, tuve profesores de matemáticas y de todo lo demás. Estudié por las tardes, por las noches, aprendí nombres y fechas que no me ha costado nada olvidar. Tenía una meta y el tanque lleno de gasolina para llegar hasta allá. El día que di la prueba mi mamá me preguntó cómo me había ido y yo le dije creo que bien, pero no le prometí nada. Semanas después fuimos a ver los resultados, yo ya tenía un par de baquetas que usaba en tambores prestados, reciclados, tarros de galletas y cualquier mueble al que le pudiera sacar sonido. Mi mamá entr a una ﷽﷽﷽rióe dijo pasaste. pue mueble al que le puediera sacar un sonido. lldespuaso asdifcho tiempo para mteoró a una oficina y yo esperé en el auto, tocando sobre mis muslos. Cuando volvió estaba sonriendo. Lo logre,﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽nriendo. Lo logr. pue mueble al que le puediera sacar un sonido. lldespuaso asdifcho tiempo para mteoré. Pasé. Fueron siete puntos por encima del mínimo, fueron suficientes. Ese día definió parte del futuro. Aún no tenía batería, pero ya era un baterista.

Ahora capto que no fue el colegio el que me permitió la batería sino al revés: la batería me permitió salvar y salvarme del colegio. Eran los noventas, escuchaba grunge y estaba (estoy) convencido de que Kurt Cobain era el John Lennon de mi generación. No estaba solo, pero digamos que el gran público prefería Vilma Palma a Nirvana. Tuve banda desde los trece o catorce años, se llamaba Noise. Tocábamos lo que veíamos-escuchábamos en MTV, que por entonces se dedicaba a la música y no a los realities irreales. Tocábamos bien, sin errores, con una precisión un poco enferma y exagerada para nuestra edad. Ninguno tenía buenas calificaciones, pero como músicos de rock calificábamos con honores. Aún así, a los conciertos no iba nadie. Si hubiésemos estado, no sé, en Seattle o Buenos Aires, capaz esta parte de la historia resultaba diferente, nuestra temporada de covers habría sido más corta y el salto a las composiciones originales nuestro salto a la fama. Al final no es que importe mucho. El caso es que estábamos en Portoviejo, una ciudad-pequeña-pueblo-grande en la costa ecuatoriana, y las chicas preferían escuchar versiones poperas de Luis Miguel y los chicos preferían los conciertos donde estaban esas chicas. A esa realidad injusta y dolorosa le debo una de las lecciones más importantes de mi vida: no te vendas, no trances, no te acomodes. You gotta fight four your right to party.

La batería me enseñó a pelear y, lo más importante, a sacarle más provecho al fracaso que al triunfo. Ahora tengo treinta y sigo en estas. Mi banda se llama Los Pescados y me tocó escribir esto en tiempos diferentes, entre la prueba de sonido, la tocada, el embale y la resaca de un fin de semana. No soy un músico profesional, no vivo de la música, pero le música me dio una vida, un personaje que me cae bien y al que admiro sobre todo por seguir tocando en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad.

Me pasa a menudo, por ejemplo, ver un texto mío publicado y sufrir un ataque de pánico: pude haberlo hecho mejor o, lo que quizás es peor, ya nunca más escribiré así, ya gasté todos mis cartuchos, ya entregué mis mejores ideas y sólo me queda morir seco como una planta de sol bajo techo. En cambio cuando escucho Los Pescados todo es distinto. Las grabaciones, indies, caseras, criollas, me llenan con un orgullo vanidoso y extraño, esa sensación de que uno construyó un momento al que puede volver y al que puede invitar a otros, un momento corto pero que puede repetirse y, con suerte, durar para siempre.

Cuando compraron la batería, mis viejos seguro pensaron que el antojo se me quitaría tarde o temprano. Nada que ver. Cuando era adolescente y vivíamos en la misma casa, la batería estaba en una sala justo debajo de su cuarto. Así, creo, pude decirles lo que jamás he podido decirles. Así tuve una voz ronca y poderosa aunque en verdad hable poco y me guarde más cosas de las necesarias. Tocando aprendí que uno hace su camino a pesar y en contra de todo. Aprendí que si uno se busca, por más que se pierda, termina encontrándose. Tocar me enseñó a escribir, a tipear con fuerza sobre las letras, a sacarle ritmo a los signos de puntuación y a buscar frases que suenen como líneas de canciones y puedan inhalarse de la misma forma, causando el mismo efecto, con la misma intensidad. A ratos siento que dentro mí viven por lo menos dos tipos más. Uno es el que se la pasa solo, escribiendo, al que le resulta más sencillo mostrarse publicando que conversando. El otro toca, hace relajo, mete bulla, a veces sale de la batería, se levanta, se acerca al frente del escenario y busca ser uno con el público haciendo gestos que al escritor le parecen de mal gusto y lo avergüenzan. El escritor, al parecer, está más emparentado con el hermano del medio y elabora su venganza paso a paso, entre líneas, dejando que se enfríe. El baterista de Los Pescados no tiene esos complejos, cero cuentas pendientes, hace rato que se salvó y anda por ahí mirando a todo el mundo a los ojos. Cuando termina de tocar recoge sus cosas, guarda cada tambor en su estuche, se los echa al hombro aunque le partan la espalda que ya está doblada y sigue su camino hacia la próxima tocada. Ahí los espero. Nos vemos. Chau. Gracias y buenas noches.

(Revista El Perro #23. México. Septiembre, 2011).

9.09.2011

La Revolución de César

Cada vez que un clásico del cine “revive” con una nueva versión, el ambiente se llena con esa mezcla inevitable de emoción y temor. Para mí, El Planeta de los Simios siempre fue un lugar hostil, caluroso, feo y aburrido. Se suponía que era el futuro, pero parecía el pasado y duraba demasiado. Hace diez años, cuando el gran Tim Burton hizo su remake, le di una oportunidad y aunque en su momento fui – creo – uno de los pocos que la defendió por libre, soberana y por un Tim Roth que lo dio todo, no volví a verla ni a saber nada de ella, lo cual, supongo, significa que lo nuestro no fue ni tan intenso ni tan real. Nunca pude con El Planeta de los Simios, nunca, hasta ahora. Estoy entregado. Entregué.

Pocas veces una revolución ha sido tan bien retratada. Un científico (James Franco) experimenta con virus en busca de la cura para el Alzheimer, lo hace porque su padre (el mejor John Lithgow) padece la enfermedad y vive en el limbo. Tras un incidente que abre la película con fuerza, el científico se lleva el proyecto a casa y, junto a su investigación, se lleva a César, un simio recién nacido que ha heredado cualidades extraordinarias pues su madre fue inyectada con el virus. César crece como parte de la familia y desde el principio está claro que no es, en lo absoluto, una mascota. Crece y como nos pasa a todos al crecer se da contra las paredes de lo incomprensible. Lo encierran con los suyos, por primera vez está rodeado de su propia especie y desde ahí la película se convierte en el viaje de un guerrero: caer, vivir en el fondo, hacer del dolor fortaleza, unir a sus enemigos en contra del enemigo mayor que tienen en común, y atacar. Apoyado en un guión que estuvo apunto de caer en la frialdad de la perfección – se salva por cuotas de ternura y descargas de violencia – , César, un logro desde todo punto de vista (¿podría dar clases de actuación?), se convierte en un ser inteligente y sensible, furioso y lastimado, que entiende mejor que nadie cómo levantar el espíritu de su pueblo. Se siente traicionado pero no traiciona, sólo se defiende. La lección sigue siendo la misma: para acabar con los seres humanos nos bastamos solos.

El director inglés Rupert Wyatt, de quien se conoce poco por estos lados (aunque, ojo, se dicen maravillas de El Escapista, su película anterior), logra conmover, conectar, logra que uno sienta cosas donde antes no sentía nada. Un gorila que derrumba un helicóptero puede ser una obra de arte. El Planeta de los Simios puede ser un lugar sorprendente.

(El Diario, 04/09/11)


9.05.2011

Duro de matar


El año pasado ocurrió un suceso que debe recordarse todos los años, la editorial Mar Abierto, de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí, publicó 17 puñaladas no son nada, la antología personal del escritor mantense Pedro Gil, para muchos, el único, el verdadero, el auténtico poeta maldito, aunque eso en realidad no importe nada.

Lo que importa es que este box set incluye cuatro libros de poesía completos, además de versos y relatos escogidos – the best of – de otros cuatro libros, todos escritos entre 1989 y 2010. Lo que importa es que las líneas de Pedro Gil tienen filo y pueden cortar, cortarte, si no te agarran bien parado. Un tipo que aprovecha un poema para preguntarle a su madre si lo hizo con ganas, si disfrutó del sexo que lo trajo al mundo, merece nuestro respeto.

Pedro Gil se lo tomó todo y amaneció en la calle, pero no es Bukowski. Pedro Gil se lo metió todo pero no vive en una escena de Trainspotting. Pedro Gil se las pegó, se las pegó de verdad, pegó y le pegaron y esos golpes lo hicieron la máquina de ingenio y sensibilidad que es, el que puede escribir estoy considerado como uno de los mejores atletas del ocio, el que puede escribir las Damas de la Sociedad Difunta han sido más inquietas que las gallinas, el que se despide diciendo: he recibido bravos hurras y aplausos/por sudar y escribir El Poema/gracias, muchas gracias/amigos parias/amigos con carros/muy amables amigos académicos/aquí tengo mi talento/El Poema/el que salí a buscar/desde la entrepierna de mi madre/¿qué hago con él? ¿se los doy? ¿lo quieren?/¿me lo como? ¿qué hago?

Las 17 puñaladas vienen del mar, del pescado que espera en el mercado de Tarqui con la boca abierta y la mirada perdida, de los labios consumidos del matón ocasional que solo quiere seguir fumando. Pedro Gil escucha salsa y rockea como el que más, cuando quiere, cuando decide escribir, la parte, la rompe. Soy demasiado poeta para morir, dice uno de sus mejores inventos. Duro de matar, en todo caso. Quédate de este lado, poeta, que los muertos no escriben y allá abajo no hace calor, hace frío, está helado.

(El Comercio, 04/09/11)


Juanito Peinilla

Tenías que acostúmbrate a la vulgaridad de los chicos bien

Tenías que entender que un blue jean y una grabadora no vienen mal

Aunque la casa está cayéndose llena de cucarachas


Tenías que saber hace rato que las escenas de amor con Casandra

Fracasaron porque preferías oír a Rubén Blades

Sentir que la muerte es blanca en el callejón de los ángeles

Entre asesinos y asesinados


Tenías que poner cara de palo al negativismo de mamá

“cansada de esperar hijos borrachos”


Todo este rollo conmueve

Como la tarde en que me avisaron

Que mi hermano había caído por ladrón

Y papá no tenía plata


Nada que ver si la madrugada

Sorprende cerebros rescatables/dedos amarillos

En busca de un paquete de evasiones


Hay que ser sinceros:

La miseria, ¿es culpa de los miserables?


Tenías que pasar a limpio el borrador de tu sinsentido

Tenías que subir de categoría en la domesticidad

Morboseando dinero

Arranchando cadenas de arrepentimiento

Ultrajando discotecas


Tenías que saber que nuestra alegría es desechable

Como las cervezas enlatadas

Tenías que marcar el paso del desaliño

Tenías que traer las últimas noticias

Pero “la vida te da sorpresas/sorpresa te da la vida”


Las Damas de la Sociedad Difunta

Han sido más inquietas que las gallinas

En casa todo lo sabíamos

Menos eso

(la civilización tiene sus cosas)


Tenías que limpiarte esas alcohólicas legañas

Pero “tú estás peor/no estás en nada”.


Del libro delirium tremens (poesía), 1993.