12.17.2012

Perdidos en el espacio (medio que un prólogo)


Esta es la primera imagen que recuerdo cuando pienso en esos días: Juan Rhon y yo sentados a los pies de la virgen amorfa en la loma del Panecillo, mirando a Quito desde las alturas, con ganas de lanzarnos montaña abajo.

El Distrito Metropolitano parecía una gran laguna de concreto a punto de desbordarse por las colinas, derramarse al otro lado de los cerros y bajar por la quebrada hasta el río Machángara. Aún eso no había pasado pero nosotros ya nos veíamos flotando en el deslave junto a las vacas que estiraban el cuello para seguir respirando, luchando por llegar a una refrigeradora sobre la cual navegar. La  ciudad nos había derrotado.

Llevábamos, si mal no recuerdo, tres o cuatro meses ahogados en la investigación para este libro y sentíamos que no teníamos resultados equivalentes al kilometraje recorrido o, lo que era peor, que con uno o dos meses por delante no lograríamos ni siquiera acercarnos a nuestra meta: mostrarle a los turistas, pero sobre todo a los quiteños, una ciudad que no hubiesen podido imaginar ni en la más lisérgica de sus alucinaciones. Parecía tan fácil. Parecía tan divertido. Parecía tantas cosas.

Esa tarde de agosto, entre risas nerviosas de esas que en cualquier momento pueden convertirse en carcajadas de llanto, Juan Rhon y yo contemplamos la posibilidad de juntar nuestros ahorros y reembolsar a las editoriales que nos habían contratado para levantar Quito Bizarro. Hicimos números y calculamos que podíamos pagar con las justas o debiendo un poco o quizás no tan poco. Lo hicimos, repito, como una broma concebida en la desesperación, pero todos sabemos que las bromas tienen su parte de verdad y que sólo hace falta que alguien se lo tome en serio para que esa misma broma aterrice y se haga carne. La otra opción era huir, fugarnos de la capital a fin de mes con un cheque en el bolsillo y el futuro por delante. Aquello ni siquiera se habló porque yo ya conocía la respuesta de Juan Rhon. 

La primera vez que le hablé de la remota posibilidad de hacer una antiguía de Quito bajo los parámetros con que se han hecho en Santiago de Chile, Buenos Aires, Bogotá y Lima, Juan Rhon y yo estábamos en Nueva York, salíamos de la estación del metro de la calle 72, al oeste de Manhattan, y caminábamos hacia Strawberry Fields, el rincón del Central Park dedicado a John Lennon, cruzando la calle desde la vereda donde fue asesinado. Veníamos de un concierto de blues en Harlem, en un antro de Harlem, para ser exactos, y habíamos estado tomando la cerveza más barata del mercado, la nunca bien ponderada Pabst Blue Ribbon, que según muchos constituye el primer paso hacia el consumo de crack. El caso es que eran casi las cinco de la mañana y empezaba a amanecer porque estábamos en invierno y, viniendo de –insisto– un antro le pregunté a Juan Rhon si para el próximo plan no prefería visitar un lugar, digamos, más aséptico. Su respuesta fue clara y contundente: no –me dijo–, lo mío es el gueto, la gente rara, esa hueá, y luego se puso encima un perfecto acento costeño para cerrar con el guayaquileñísimo “¿si muerdes?” Se hizo un silencio. Mis planes fresa de visitar el Museo Guggenheim y tomar gin tonics en el Greenwich Village recogiendo los pasos de Bob Dylan tendría que abarcarlos por mi cuenta. Mejor así, pensé, y mientras regresábamos cada uno a su casa le pregunté a Juan Rhon lo mismo que yo me pregunto, por lo menos, una vez al mes, ¿por qué sigues viviendo en Quito? Creo que en ese momento se detuvo para darle solemnidad al asunto y me dijo: Quito es mi ciudad, bro, la conozco, sé cómo moverme, allá soy alguien, ¿para qué me voy a ir a un lugar donde nadie sabe quién chuchas soy? Seguimos caminando o tal vez nunca dejamos de caminar y le conté que me habían propuesto hacer un libro llamado Quito Bizarro y que él, capaz, podía ser algo así como mi guía dentro de la guía. Hagámosle de una –me dijo–, casi gritando bajo las primeras nubes del día. Quizás porque al regreso de Nueva York y de nuestra dieta de McDonalds y slice de pizza, lo sabíamos de antemano, tendríamos que conseguir empleo de manera urgente. Aunque, pensándolo bien, esas son la clase de estupideces que hace Juan Rhon, lanzarse al vacío mientras los otros recién estamos midiendo el tamaño de la montaña. De no ser por ese salto imbécil este libro no existiría.

Como ya habrán notado no soy ni quiero ser quiteño, pero he vivido en esta ciudad más de una década y en ella he encontrado no sólo el mejor espacio para realizar mi trabajo sino también la gente, los cómplices, que han acompañado y permitido ese trabajo. Ahora bien, la mayoría de crónicas y reportajes periodísticos que he publicado –pocos, es cierto– en estos años han sido escritos en Quito, sí, pero son historias que vienen, casi todas, de otros lugares del Ecuador. Es decir que antes de subirme al Bizarromóvil, un Vitara de tres puertas color blanco al que no le vendrían nada mal un cambio de aceite y unos parlantes nuevos, conocía mi casa, el Quicentro, el CCI, la Plaza de las Américas, el Parque la Carolina, la Plaza Foch, el restaurante súper chino de la 6 de diciembre, el restaurante manaba de la Calama donde preparan el mejor viche mixto de la ciudad y el aeropuerto; poco más, poco menos. Y fue de esa miopía, de los márgenes de esa miopía, de donde me agarré para darme impulso y subir a este libro.

Juan Rhon, por el contrario, es más quiteño de lo recomendable y dice que se conoce toda la ciudad, lo cual es falso, pero también dice que sería capaz de manejar todo el día para seguirla conociendo, lo cual, me consta, es verdadero (si bien muchas veces paramos porque al hombre se le habían entumecido las manos sobre el volante; ah, si, aclaremos que yo no manejo desde hace dos años). Además, su pasado-presente-futuro como artista latinoamericano famosísimo y terrorista cultural ha dejado una estela que a veces es de ceniza y otras de caucho, un rastro que se reconoce a leguas y lo ha provisto con una lista de contactos más larga que la que tiene Mark Zuckerberg en Facebook. Esa reputación fue lo mismo una bendición que una condena. Desde el día uno, cuando le presentábamos el proyecto a gente que creíamos podía ayudarnos con coordenadas, nombres o números de teléfono, con la nada efectiva frase “estamos buscando cosas bizarras”, fácil un 90% de los encuestados dirigía su mirada a Juan Rhon y decía, “pero qué más bizarro que vosF”.

        Así, con la ayuda de unos cuantos amigos empezó el recorrido que, en teoría, duraría tan solo tres meses equitativamente repartidos entre las zonas sur, centro y norte de Quito, luego tendríamos dos meses para redactar y editar los contenidos antes de entrar a imprenta y presentar el libro en sociedad para las fiestas de la ciudad en diciembre, esto es, o mejor dicho debió haber sido, hace un año. Todo mal. Fueron varios los motivos que dilataron la publicación y sería inútil y aburrido y vergonzoso enumerarlos, pero sí puedo contarles dos o tres que me parece vienen al caso.

Primero. Nuestro propósito era encontrar sitios bizarros, pero sobre todo gente bizarra con historias bizarras. Los sitios, lo sospechamos desde un principio y lo comprobamos tristemente durante la edición, desaparecerán tarde o temprano con la misma pericia con la que han desaparecido civilizaciones enteras. Y en la búsqueda de esas historias, en descubrir que no estaban donde nos habían dicho que estaban o no eran tan bizarras como nos habían dicho que eran, perdimos tiempo precioso. Varias veces tuvimos que eliminar personajes que habían cerrado sus locales y sus historias meses o semanas después de haberlos incluido en nuestra lista de hallazgos, sólo para salir tambaleando en busca de sus improbables reemplazos. Varias veces, sin importar cuánto insistiéramos en asegurar lo contrario, la gente pensó que le cobraríamos por incluirlos en el libro, que la publicación era una trampa para comprometerlos a pagar contra entrega, y se negó a darnos su testimonio. Varias veces, también, nos pidieron dinero para concedernos una exclusiva. Y cada extravío, cada giro en la dirección equivocada, fue un naufragio al interior de un laberinto.    

Segundo. La ciudad es mucho más, muchísimo más grande de lo que pensamos quienes vivimos o decimos que vivimos en ella, pero también es más chica. Me explico aunque sólo esté diciendo tonterías. Durante el recorrido presenciamos la clausura, ya fuera por motivos económicos o falta de quórum, más que de establecimientos o actividades, de iniciativas. La capital del Ecuador, sin duda la ciudad menos conservadora del país, libra una batalla diaria, minuto a minuto, con su propia y ojalá inevitable evolución. El pensamiento distinto sigue siendo mal visto, contenido y apagado la más de las veces. La identidad urbana busca globalizarse sin detenerse a pensar que cada uno puede encontrar, por caminos diametralmente opuestos, su forma de pertenecer a Quito y, cosa importante, de ser Quito. El gato sigue marginando a su quinta pata como si fuera ésta un castigo de la creación y no el rasgo que lo distingue del resto de los animales. Este libro es, quiere o quiso ser, la vitrina de un puñado de gatos de cinco patas que andan por los techos en compañía de otros gatos de cinco patas.

Tercero. Lo que nos pasó esa tarde de agosto en la loma del Panecillo en la que teníamos ganas de lanzarnos montaña abajo fue una muestra, un ligero y doloroso resplandor, de la peor tragedia que ha conocido la humanidad: éramos incapaces de ver la belleza del mundo. Nos hicimos preguntas como en qué estábamos pensando o ahora qué vamos a hacer y nos dijimos cosas como por gusto nos metimos en esta mierda. Puede que haya sido al final de esa tarde o de cualquier otra cuando decidimos escapar del trabajo y meternos al cine a ver una comedia sin dejar de pensar ni un minuto en que allá afuera Quito nos seguía llamando. Puede que haya sido al final de esa película o de cualquier otra cuando, todo hay que decirlo, el Bizarromóvil daba vueltas en círculos por la Mariscal buscando provisiones y había tanta niebla que teníamos que andar muy despacio y el humo de afuera se mezclaba con el de adentro y en la radio un locutor trasnochado con voz de estarse masturbando hablaba de Tchaikovsky y escuchábamos Tchaikovsky a todo volumen como si fuera el rock más pesado del mundo y repetíamos en voz alta esto sí está bizarro esto sí está bizarro esto sí está bizarro. Puede que haya sido al final de esa madrugada o de cualquier otra cuando estuvimos a punto de perder la razón y abandonar el barco.

En vez de bajarnos acomodamos el retrovisor, miramos por el espejo y vimos detrás del Bizarromóvil a toda la gente que habíamos conocido en esos meses, a todos los lugares que habíamos visitado durante esos meses, a todo lo que habíamos probado en esos meses. Lo vimos como desde la cima de un nevado que seguirá creciendo mucho después de que nosotros nos hayamos ahogado en cristales de hielo, y todo eso era increíble.

            Este libro es para la gente que quiere ver una obra de teatro en la sala de un apartamento, para los que quieren celebrar su próximo cumpleaños mandándose a hacer un casco vikingo a la medida, para los que quieren aprender a cantar el único tango dedicado a Quito, para los que quieren ir al supermercado luciendo el cinturón de un campeón de lucha libre, para los que quieren caminar por el paseo de la fama y dedicarle su atención a la estrella de un panadero, para los que quieren aplaudir después de un show de sexo en vivo, para los que quieren acostarse con gente que aún no conocen pero ya desean, para los que quieren comerse el feto de una vaca, para los que quieren saber dónde bailó el Chulla Romero y Flores antes de comerse la flor de Rosario, para los que quieren cantar un pasillo en bicicleta, para los que quieren llegar al cielo en barco, para los que quieren vivir en sitios –literalmente– de película, para los que quieren usar el poder de La Fuerza, para los que quieren volar en parapente y para los que quieren volar sin alas. Este libro es para ustedes que quieren cosas que no han visto.   

Sabemos que el destino de los libros no suele respetar los deseos de sus autores, que muchos de ustedes no saldrán a la calle llevando en una mano esta antiguía y en la otra un mapa. Algunos recorrerán sólo unas cuantas páginas, se decepcionarán y lo dejarán en el sótano de la torre de libros que nunca serán leídos (para ellos este mensaje: no hay reembolso). Otros lo irán leyendo poco a poco, en sus ratos libres, mientras esperan la llegada de algo realmente importante, y desde donde sea que estén nos bendecirán diciendo, al final de una línea o al principio de una foto, “focazo”. Habrá quien lo deje en su mesa de café para evidenciar ante las visitas su buen gusto, y deje que seamos nosotros los primeros en felicitarlo por el refinadísimo paladar y recomendarle, de todo corazón, que nos recomiende. Habrá también alguien que se lo enviará a un pariente que quizás nunca ha visto en persona, un pariente que vive en otra ciudad, en otro país, y que nunca volverá a Quito: a ellos, al comprador y al pariente, queremos decirles gracias por presentar junto a nosotros esta versión de la capital. Habrá, siempre hay, quien lo lea de cabo a rabo sin poner un solo pie en la vereda para cerciorarse de nuestras mentiras, ese quizás sea el lector más afortunado, pues sabe que en esas historias, dentro de esas historias, se abre la puerta hacia la eternidad. Y al imprudente que vaya por la vida con este libro como si fuera el mapa de un tesoro, queremos decirle que siga aún cuando la noche quiteña se haya transformado en un agujero helado y oscuro y carnívoro, el tesoro que busca no es el de Atahualpa, pero bien vale su peso en oro.

Por mi parte aquí me despido no sin antes reconocer que Juan Rhon, el mejor guía que un incauto dispuesto a perderse pueda conseguir (eso sí, no lo dejen administrar los viáticos), tenía razón en una cosa: no hay que irse de Quito para empezar a vivir o para corregir la vida que nos tocó, muy al contrario, hay que quedarse.



Juan Fernando Andrade
Ciudad de México, septiembre de 2012.

12.11.2012

El Camello, episodios VI y VII


VI



Días antes de enviar el disco a imprenta, ya con el master en las manos o mejor dicho en el disco duro, les mandé un mail a Nelson y a Toño sugiriéndoles que sacáramos esta canción de la lista final, les dije que para mí no estaba al nivel de las demás y que lanzar un álbum con nueve temas en vez de diez no era el fin del mundo ni mucho menos. Toño me dijo que el tema estaba en su top tres y Nelson me dijo no hables huevadas o eso fue lo que en verdad quiso decirme. El asunto es que fracasé miserablemente.

Hasta ahora, esta canción me pesa (cada vez menos, es cierto). Recuerdo que cuando nos enviaron la primera prueba del disco, masterizado a la carrera en Nueva York, lo metí de una al iPod y salí a pedalear para escucharlo completo, cumpliendo con lo que llaman el test drive. Y me encantó. Pero este tema me dejó a medias, hay algo ahí que para mí todavía no cuaja del todo y creo saber por qué. Esta canción es nuestro pequeño Frankenstein, fue armada con retazos de otros cuerpos vivos que jamás pudieron valerse por sí mismos y eso, intuyo, me obliga a desconfiar. Lo que me gusta, lo que creo nos salió bien o no tan mal, es que logramos una canción circular, un tema cuya estructura funciona cuando a la vuelta de casi cuatro minutos vuelve a su punto de partida y completa los 360 grados: intro-estrofa-coro-variación-coro-estrofa-intro.   

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VII


Lo recuerdo como si fuera ayer. Estábamos en Guayaquil ensayando en un cuarto del barrio Los Ceibos. Por esos días Nelson peleó con una novia después de años de relación y no podía hablar de otra cosa. Yo dormía en su casa y tenía que aguantarlo, como pana y, obvio, como Pescado. Se había convertido en un ser monotemático y anémico, que trataba de hacer chistes aquí y allá para amortiguar el bajón. Una tarde conectó la guitarra, se puso frente al micrófono y empezó a cantar esta canción de la nada, como si la hubiese tenido guardada, reservada para ese momento.

Musicalmente hablando, no hay mucho más que decir. Yo hice lo que siempre hago, tocar para la rola, para poder escucharla mejor y seguir su camino y sus avisos de curva. Lo primero que se me vino a la cabeza fue un beat country, onda Jhonny Cash pero sobre todo onda Perrosky, esa pequeña gran banda chilena a la que tanto hemos coveriado y plagiado descaradamente. Así resolvimos la primera estrofa y el resto es lo que yo llamo, citando a los Sex Pistols, “la gran estafa del rock and roll”. Buscamos todas las variaciones posibles para una misma melodía y las aplicamos una tras otra de la manera más divertida en que pudimos.

En rigor podríamos decir que la canción es loud-quiet-loud y emparentarla un poco con la filosofía y el método Pixies para salvar la categoría, pero la verdad está más cerca de un tema que serviría de maravilla para abrir o cerrar un espectáculo del buen Tom Jones en Las Vegas (sólo él podría hacerle justicia a un final tan lamparoso). Si todo esto les suena como una broma es porque se trataba de eso, hacer una canción-cágate-de-risa-un-chane con poderes terapéuticos o, si lo prefieren, una sanación bailable. La tocamos en vivo muy poco después de componerla y causó el efecto Sal de Andrews: lista al instante para actuar al instante.

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12.03.2012

El sol necesita diversión

 
Juan Rulfo miró el páramo en llamas y dijo: La tumba es una de las obras que liquidarán el pasado. Hablaba de la primera novela de un joven mexicano que firmaba con sus dos nombres pero sin ningún apellido, un chavo que había escrito su debut a los 16 años y había esperado tres más para verse publicado. En realidad el que estaba esperando, quien aún no estaba listo, era el mismísimo México.


En 1964, Nueva Tenochtitlán del Temblor –como diría Fresán– se enteró de la existencia de José Agustín y tuvo que correrse un poco para hacerle espacio a un cuate fresa y marginal al mismo tiempo. Su padre, un piloto que no leía demasiado, lo había llevado varias veces al norte y con eso al rock y al indomable Porsche 550 de James Dean que no en vano se llamaba Little Bastard. Pues bien, este pequeño bastardo se mandó un libro corto y veloz como un auto deportivo que en poco más de 100 páginas ha rendido para los cilindros de varias generaciones.

La tumba, protagonizada por un chico de clase alta que adolece de aburrimiento extremo, estrenó la “literatura de la onda”, esa con la que México se globalizó pasando con whisky sus tacos al pastor. Una novela desesperada que por fortuna salió del in utero antes de tiempo, cargada de buenas intenciones: hacer el amor y leer poesía y escuchar música y emborracharse y hacer el amor otra vez porque, lo sabemos, el amor se puede hacer sin miedo a que se deshaga. O, mejor dicho, vale la pena correr el riesgo.

Y al final de la noche la luz dolorosa del día: la cruda existencial.

Si me hubieran presentado a José Agustín antes mi vida hubiese empezado antes (aunque me late que ya nos conocíamos y la neta le debo mucho). Me alegra saber que lo leen en colegios aztecas y que esos adolescentes tienen en esos libros las palas para enterrar a Peña Nieto: letras, filosofía y música pop.

Para que se vayan enterando, el narrador se llama Gabriel Guía, sospecha que en su cabeza no hay masa encefálica sino un líquido –que suena clic, clic, clic– y su profesor de literatura piensa que plagió un cuento de Chéjov, pero la verdad es que Gabrielito hace casi 50 años escribió uno de los versos más afortunados de la literatura en español: sun you need fun.

(El Comercio, 02/12/12)