10.30.2013

Rush, la película


Quisiera decir que después de ver Rush: Beyond The Lighted Stage, me he convertido en fan de la banda. De verdad quisiera hacerlo. En serio quisiera que me guste. Pero no puedo. No me gusta Rush, nunca me gustó y después de esto es claro que nunca me gustará del todo, pero el documental me ha hecho respetarlos mucho. Puedo decir, entonces, que soy fan de la integridad artística de Rush. Y eso es decir bastante.

En 1975, tras dos discos exitosos que sonaban a una mezcla entre Led Zeppelin y KISS, esto quiere decir poderosos y contagiosos y hasta bailables, Rush lanzó Caress of Steel, su tercer álbum de estudio y primer trabajo conceptual. Fracasaron miserablemente. Entre otras cosas, pasaron de tocar en arenas a tocar en pequeños bares de borrachos belicosos: imaginen a tres veinteañeros tocando rock progresivo e intelectual frente a camioneros que le vendieron el alma a la Budweiser. La disquera, que mal que mal los había sacado de su natal Canadá para volverlos populares en USA, les recomendó que hicieran un disco “como los otros”, rockero en el sentido más limitado y castrante de la palabra. Rush se negó. Dijeron que estaban dispuestos a volver a casa y trabajar en lo que fuera antes de perder la oportunidad de hacer mejor música de la que ya habían hecho antes. En 1976, convencidos de que sería su último disco pero convencidos también de que sería el mejor y dejarían este mundo en una llamarada de gloria, lanzaron el famoso y clásico y al parecer inevitable 2112, un álbum narrativo (como las ambiciones literarias del baterista Neil Peart, que, dicho sea de paso, es un gran escritor autobiográfico) que se convirtió en religión nerd enseguida y los salvó del silencio. Gracias a ese acto suicida, la carrera de Rush, con altos y bajos, con hardcore fans que suelen frecuentar la ciencia ficción y capaz se identifican con The Big Bang Theory, con muchos hombres solos de su lado pero sin demasiadas chicas, pudo ser lo que ahora es. Como dice el mismísimo Geddy Lee, “somos la banda de culto más famosa del mundo”.  

Hay harto que aprender de Rush (pienso en las asambleístas que cambiaron de moral y de principios en cuanto al aborto y me dan ganas de mostrarles este documental y decirles: la gente de verdad no se vende. Los rockeros, como es bien sabido, son muchísimo más gente que los políticos), de su integridad, de su capacidad de riesgo, de su alta fidelidad para con la banda. Si tuviésemos dos o tres bandas así por década, estaríamos salvados. Si hubiesen dos o tres personas así por la calle, también.

(El Diario) 

10.21.2013

Salsa Nerds


La casa tiene dos pisos y en el primero hay ocho mesas rodeadas de sillas, una pantalla para proyecciones colgando contra una esquina, varios tocadiscos antiguos y unos cuatro mil álbumes de salsa. La casa es un Centro de Información de la Salsa, está en la calle 7 No. 27-38  de Cali, Colombia, y se llama Casa Latina. La casa es, en rigor, una salsoteca. Pero aquí no se viene a bailar sino a aprender y a compartir conocimiento. Casa Latina es un templo con piso de madera que huele a cerveza y empanadas.

El dueño de casa es el DJ Gary Domínguez, hijo del futbolistaEdgar Mallarino, estrella del América de Cali en la que se recuerda como “La época del dorado”. Cuenta DJ Gary que su padre y los amigos festejaban los triunfos –a veces también los fracasos–del equipo bailando salsa en su casa y que esas fiestasdecidieron su destino: un niño ve a los mayores celebrando, asocia el ritmo con la felicidady dedica el resto de su vida a descubrir la historia de esa alegría. DJ Gary lleva más de cincuenta años en eso, sin parar.

De jueves a sábado, Casa Latina programa especiales temáticos en los que se repasa la vida y obra de un salsero emblemático. Detrás de la barra, entre el congelador donde se guardan las cervezas y sus miles de discos, DJ Gary toma un micrófono y mientras narra capítulos biográficos y anécdotas off the record de gente como Tite Curet, Poncho Sánchez o Ray Barretto, haciendo lo que él llama “un dramático homenaje”, va seleccionando y tocandolas canciones clave. También pone videos y de cuando en cuando esas imágenes de archivo, muchas de ellas piratas, se mezclan con videos caseros de pulso adolescente en los que aparece DJ Gary, digamos, visitando la tumba de Daniel Santos, reporteando como un corresponsal de guerra.

Casa Latina recibe a sabios generosos. Quien desee ser DJ –y VJ– por una noche puede hacerlo si es que su repertorio concuerda con los lineamientos ideológicos y conceptuales del local. Así, por ejemplo, el DJ invitado puede armar un especial de Latin Jazz, traer sus discos, losDVD que tiene en casa (el sello de la nostalgia es el del desaparecido People+Arts), que nunca se cansará de ver,y presentarle al público un show que mezcla la erudición de Wikipedia con la alta definición de YouTube en un tono formal, casi solemne, que incluye agradecimientos, introducciones y bagaje académico, como si se tratara de una muestra de arte en un museo.

Se dicen cosas como quiero agradecer con todo respeto esta oportunidad a Casa Latinao a ver si esto es del agrado de ustedes.Ustedes pueden ser cuatro tipos en una mesa tomando Club Colombia o Aguila Light, alguno más en la barra que vino con la novia (la chica cabecea del sueño, seguramente aceptóvenir a cambio de que el novio la saque a bailar al día siguiente) y una pareja en el fondo dedicada a lo suyo. Pero esos cuatro tipos firmes frente a sus jarros de cerveza, esos que han perdido novias y quizás también amigos y trabajos por frecuentarlugares como Casa Latina, son los que hacen que todo esto cobre sentido: hombres solitarios que prefieren escuchar que bailar.

Cuidamos nuestros discos como si fueran nuestros padres porque son nuestros héroes, dice DJ Gary mirando su colección, meditando sobre su pièce de résistance en una época oscura en que las discotecas se llenan con gente que quiere bailarcross over: reggaetón, lambada y una serie de ritmos mezclados sin ningún propósito histórico. Casa Latina es un refugio para huir del presente, los jóvenes vienen poco porque saben que aquí no van a levantar a nadie. Aquí se viene a escuchar música.

(SoHo)

10.15.2013

Soledad


Sí, es verdad, el mexicano Alfonso Cuarón y su película Gravedad han llegado donde ningún otro cineasta que se propusiera filmar el espacio exterior había llegado antes. Sí, Cuarón ha filmado como los dioses algo que sólo ellos, los dioses, podrían haber presenciado en tiempo real. Y también es verdad que las fronteras visuales, los límites entre lo posible y lo imposible, han vuelto a romperse, como pasa cada cierto tiempo en la historia del cine porque esa es precisamente la única manera de conservar el arte con vida: haciendo lo que todos creíamos que no se podía hacer.

Gravedad quizás sea el evento cinematográfico del año, pero eso no sólo tiene que ver con el cine: éste es el momento para que te guste, en el que defenderla y dejarse colonizar por su influencia puede hacerte sonar inteligente y hasta hacerte parecer  una persona que entiende cosas que el resto no. La película tiene su propia leyenda, Cuarón y su hijo Jonás, que colaboró con él en el guión y, dicen, fue el verdadero origen del proyecto, pasaron siete años tratando de levantar una película que parecía, de nuevo, imposible, y que en algún momento se perdió en un hoyo negro y mudo pues su presupuesto aumentó tanto que la Warner Bros. pensó en cancelarla. Estas son, por lo pronto, especulaciones que alimentan el mito, pero funcionan de maravilla. Hay gente que ve Gravedad y llora de la emoción. Gente que se deja llevar por el asombro y se desdobla  en órbita, como cuando eran niños y la realidad sucedía sólo dentro de la pantalla. Gente que encuentra en ese viaje –que sí, es impresionante– una metáfora sobre nuestra adicción a la tecnología y el regreso a los instintos primitivos que tarde o temprano nos veremos obligados a practicar. Y también, aunque somos pocos o muy pocos o casi nadie, estamos los que no pudimos superar la falta de dimensión en los personajes. Desde el principio, desde que George Clooney dispara bromas tontas a quemarropa y hasta el final, hasta que Sandra Bullock se juega la vida usando mantras de autoayuda, queda claro que la cinta sacrifica a sus personajes por lo que considera un bien mayor: ir más lejos y más rápido.
 
Gravedad, evidentemente, no es una película que se hizo para ser contada con palabras. Si alguna vez la imagen fue tan importante como cuando el cine era mudo y todavía no se llamaba cine, es ahora. Ver la tierra como se ve aquí, no gracias a la ciencia sino gracias al cine, conmueve y trastorna. Pero aunque la arrogancia del hombre sea el canal más directo a su perdición, el mundo no sería nada sin su gente: un planeta muerto como tantos otros.

(El Diario)  

10.07.2013

La cruda de Julián Herbert


Tengo ganas de tomarme un trago con Julián Herbert, un mexicano al que le gusta verse como un wey que hace poemas –no los escribe, los hace– pero al que yo veo como un wey que ha escrito una de las mejores novelas autobiográficas que he leído últimamente y con últimamente quiero decir desde que empecé a leer, desde que la vida de los otros alcanzó a conmoverme y empezó a convertirse en un trozo de mi propia vida, algo que sólo me pasa cuando alguien habla con la verdad, cosa que casi nadie hace.

Puede que mucho de lo que hay en Canción de tumba sea un invento de Herbert o, mejor dicho, una versión de lo que realmente sucedió cuando su madre enfermó de leucemia y él se puso a recordar el pasado, los años en que la señora y sus hijos todos de padres diferentes recorrían los chongos del imperio azteca para que ella pudiera ser fichera o puta y tener con qué mandarlos a la escuela y comprar muebles para las casas que siempre terminaban abandonando porque tramps like us, baby we were born to run. 

Si Herbert le contaba esta historia a Bruce Springsteen y no a nosotros, El Jefe tendría material para un disco doble o quizás hasta una ópera rock para camioneros, si su memoria no fuera suya sería un culebrón insoportablemente latinoamericano del que seguramente acabarían culpando al imperialismo yanqui, pero no, nada que ver, Herbert mira la tragedia con cinismo y con sentimiento, con humor y con culpa, con una pose de hombre rudo que cede palabra a palabra hasta convertirse en hombre de verdad, de los que pueden fumar crack en el baño del hospital mientras la mamá agoniza y arrepentirse y llorar y fumar un poco más después.

Pinche Herbert, me has dejado noqueado, wey, ya había leído tus crónicas en la Gatopardo y ahora con la historia de tu jefa me dan ganas de llamar a mi vieja a decirle cuánto la quiero pero me las aguanto y mejor llamo a mi abula que prende una vela cada vez que me subo a un avión, porque los hombres solemos callar para trabajar nuestro egoísmo, hacer poemas cuando lo que habría que hacer es ruido, pero tú has hablado, y porque la verdad nunca falla y porque la sangre nunca miente.

(El Comercio)