11.28.2013

El primer ecuatoriano en el espacio


Dos horas antes de que el huracán Sandy llegara a Nueva York, a finales de octubre del año 2012, el cineasta ecuatoriano Sebastián Cordero salió a pasear en bicicleta. Cuando llegó a Central Park, vio cómo las autoridades evacuaban a la gente y supo que la ciudad había sido declarada en emergencia. Cordero dio media vuelta y regresó al lugar de donde había salido, el Hotel Cassa, en Times Square, el corazón de Manhattan. Subió hasta el piso 17, entró en su habitación y siguió teniendo uno de los peores momentos de su vida.

El hotel, en la calle 45, se había salvado del apagón que oscureció a la Gran Manzana desde la 40 hacia abajo; los cuartos tenían agua caliente, luz eléctrica, y sólo habían perdido el servicio de Internet; algo que, en este siglo, no deja de ser grave. Cordero pensó en aprovechar la crisis para refugiarse en el cine y ponerse al día en la cartelera, pero todas las salas estaban cerradas y lo único que encontró abierto fue una librería Barnes & Noble en la que compró 15 películas en DVD.

Durante su encierro vio, entre otras, Saló, la cinta de Pasolini en la que un grupo de adolescentes es torturado física, mental y sexualmente; y Deep Water, un documental sobre la carrera de yates que, en 1968, convenció a varios hombres de abandonar a sus familias para tratar de darle la vuelta al mundo en una competencia de consecuencias desastrosas. Sus horas de aislamiento se repartían entre películas duras y un diario que había empezado a escribir en su computadora, varias páginas dedicadas a las muertes que le ha tocado ver de cerca: la de su padre, la de su hermano mayor, la de uno de sus mejores amigos; y la más reciente, la de Mónica, su madre, que falleció semanas antes del huracán, el 6 de octubre, tras poco más de un año luchando contra el cáncer. Cordero estuvo en Quito para presenciar su último suspiro y después volvió a Manhattan para seguir trabajando en una cinta de ciencia ficción llamada Europa Report.

La primera vez que abrió el guión de su nuevo proyecto fue en octubre del 2010. Un productor de Los Ángeles lo llamó por teléfono, le preguntó si le interesaría leer algo de bajo presupuesto en lo que tendría espacio para mucha creatividad, y resumió la historia como “pocos personajes en un espacio reducido”. Cordero aceptó enseguida.

Tras el estreno de Crónicas, su segunda película, en el festival de Cannes del 2004, el director parecía haber cumplido la fantasía del joven cineasta latinoamericano: conseguir un agente y escoger su próximo proyecto de entre los guiones escritos en inglés que le llegaban cada semana. Uno de esos fue Manhunt, la historia de los hombres que cazaron al asesino de Abraham Lincoln en 1865. La cinta se hizo un asunto de interés público cuando Harrison Ford, el mismísimo Han Solo de La Guerra de las Galaxias, empezó a figurar como protagonista. La noticia apareció en todos los periódicos, casi siempre acompañada de una aduladora entrevista al director, que estaba a punto de entrar a Hollywood por la puerta grande de la mano de una celebridad. Luego, como dicen los cineastas, “el proyecto se cayó”. Semanas antes de empezar el rodaje, mientras Cordero afinaba los últimos detalles, los productores de Manhunt cancelaron la película. Según él, jamás llegaron a un acuerdo monetario con Han Solo. Sebastián abrió la boca antes de tiempo, un error que nunca se perdonará y que nunca más volverá a cometer.

El guión de Europa Report llegó a su mail como habían llegado antes una docena de posibles proyectos en Estados Unidos que no se concretaron por distintas razones. Empezó a leerlo en la sala de pre embarque del aeropuerto de Cuenca, donde esperaba el vuelo que lo llevaría a recibir el premio que Rabia, su tercera película, había ganado en el festival 0 Latitud de Quito como favorita del público. El avión se retrasó por mal clima y él siguió leyendo, “enganchadazo”. Cuando el capitán recibió autorización para elevarse, el tiempo no había mejorado gran cosa. El vuelo, desde el despegue hasta el aterrizaje, fue una gran turbulencia que duró 45 minutos, una pesadilla que Cordero logró evadir concentrándose en otra historia: seis científicos viajan a bordo de una nave espacial rumbo a Europa, la luna del planeta Júpiter.


Casi un año después, en junio del 2011, mientras estaba en el Instituto Sundance (el rancho de Robert Redford en Utah) como asesor de un taller de guiones, Sebastián Cordero recibió una llamada de su hermana Lorena: su voz estaba destruida y traía malas noticias. Por esos días, Mónica, su madre, tenía prevista una cirugía menor para retirar un pequeño quiste alojado detrás de la lengua; antes de la operación los doctores habían dicho que el tumor era benigno, pero el diagnóstico era equivocado y a la hora de intervenirla descubrieron que se trataba de un cáncer a la tiroides en estado avanzado, inoperable.

Sebastián regresó al Ecuador días más tarde. Para esto ya había estado trabajando en el look de Europa Report con el mexicano Eugenio Caballero, director de arte de Crónicas, Rabia, y ganador de un Oscar por su trabajo en El laberinto del fauno. Tras varios días en Ciudad de México, viendo cómo la nave que llevaría a los astronautas de su nueva película al espacio cobraba vida en bosquejos de papel, Cordero siguió camino a Nueva York, donde presentó esos diseños a los productores de la película, y triunfó: tenía luz verde para rodar en Estados Unidos. Su madre, que siempre estuvo cerca de él y de sus proyectos, que leyó varios de sus guiones antes de que fueran filmados y socorrió emergencias económicas, lo sabía. Por eso cuando Sebastián le dijo que aún podía bajarse de esa película y quedarse cerca mientras durara la enfermedad, ella le dijo: estás loco, ¿cómo vas a perder una oportunidad como esta? Y añadió: ¿acaso sabes algo que yo no sé? Cordero no lo sabía, no tenía forma de saberlo, y volvió a Nueva York para empezar la pre producción.

Europa Report tuvo problemas desde el principio, desde que se propuso llegar donde nunca nadie había llegado, a la luna de Júpiter, con dos millones de dólares por todo presupuesto. Dos millones puede sonar a mucho, pero en cine es poco y en Estados Unidos es casi nada. Eugenio Caballero y Enrique Chediak, el director de fotografía ecuatoriano a quien Cordero llama su hermano creativo, le advirtieron que tratar de hacer la película con esa cantidad de dinero era una locura. Caballero venía de rodar The Impossible, con Naomi Watts y Ewan McGregor, en la que se había dado el lujo de construir todo un set para recrear los efectos del tsunami ocurrido en Tailandia en 2004; y Chediak ya había sido contratado para fotografiar RED 2, con Bruce Willis, John Malcovich y Helen Mirren, una película cuyo presupuesto estimado superaba los 80 millones de dólares.

El dinero no era el único problema. La producción contaba con 19 días para el rodaje, 19 días de doce horas cada uno, y ni un segundo más. Sebastián Cordero tenía que filmar la película más grande de su carrera en tiempo récord.


Uno de los argumentos que utilizó para convencer a los productores de que le dieran el trabajo, fue la promesa de respetar los principios científicos y realistas planteados en el guión. La película sería filmada con ocho cámaras de monitoreo instaladas en el interior de la nave y unas pocas más para exteriores y puntos de vista de los astronautas. Este formato, casi documental, le daría a la misión un tono de fidelidad que aumentaría el drama de sus descubrimientos. Los productores se emocionaron con la idea y lo enviaron al Jet Propulsion Laboratory, en Pasadena, California, el laboratorio de la NASA donde se construyen los prototipos y las naves que van al espacio. Durante esa visita, Cordero sometió la veracidad de su próxima película a los conocimientos de astronautas de verdad y vio, a través de una ventana, el Curiosity Rover que hoy recorre las carreteras irregulares del planeta Marte. Luego llamó a su mamá para contárselo. Mónica no lo registró del todo y Sebastián le pidió que hablara con el tío Rubén, su hermano menor, un matemático puro que diseña sistemas de seguridad para reactores nucleares en Estados Unidos. “Mami, pregúntele a él qué es, dígale que le diga”, fueron sus palabras.    

La producción de Europa Report sucedió entre el 14 de noviembre y el 13 de diciembre del 2011 en un estudio de Brooklyn, Nueva York. Las ocho cámaras de monitoreo fueron colocadas horas antes de la primera toma, cuando Eugenio Caballero terminó de construir los interiores de la nave espacial, que puestos en posición vertical medían lo mismo que una casa de dos pisos. Cordero sabía que tenía el tiempo en contra y para las dos de la tarde del primer día de rodaje ya había despachado todo el trabajo de la jornada. Aquella fue una pequeña victoria que casi enseguida se volvió frustración. No podrían rodar nada más porque nada más estaba listo y la producción no podía permitirse el lujo de pagar horas extra para esperar. Sin importar cuán duro estuviera dispuesto a trabajar, el director ecuatoriano tenía que ir al ritmo de la industria y bailar la que le pusieran.

La industria es Estados Unidos y allá el director es un empleado de los productores, que son los verdaderos dueños del circo. Mientras ajustaba la historia a sus expectativas trabajando con el guionista Philip Gellat, Cordero tuvo que acostumbrarse a algo que en su país no le pasaría jamás: tenía que presentar esos cambios a varios productores divididos a su vez en dos bandos, los de Los Ángeles y los de Nueva York, y responder a memos de más de diez páginas con notas y comentarios que el director estaba en la obligación de atender aunque le parecieran absurdos. 

Mientras su hijo daba vueltas en el espacio exterior, Mónica Espinosa recibía prolongadas sesiones de quimioterapia y radioterapia en el Hospital Metropolitano de Quito. Nunca perdió el contacto con ella, aún en los días más intensos del rodaje de Europa Report, hablaban por teléfono con frecuencia y se contaban cosas. Entre visita y visita, Sebastián vio envejecer a su madre de un día para el otro; la vio primero con todo el cabello blanco y después usando una peluca. Y fue durante una de esas visitas, en la que Mónica atravesaba una internación de varios días, que Sebastián la acompañó en el cuarto del hospital, sentado a un lado de la cama. Mientras su mamá dormía él descargaba en su computadora secuencias de la película que duraban minutos –a veces sólo segundos– y traían efectos visuales aún en trámite. En cuanto pudo, Sebastián le mostró a Mónica los primeros 20 minutos de su nuevo trabajo, tratando de explicarle lo que pasaba en cada escena y cómo se vería cuando estuviera terminada. Mónica estaba débil y apenas alcanzó a verlos antes de arrimar la cabeza a un costado de la almohada y seguir durmiendo. Poco después perdió la voz. Las últimas conversaciones que tuvieron fueron por mensaje de texto.


El 13 de septiembre del 2012, en un centro comercial de Paramus, Nueva Jersey, 300 personas que ese día andaban de compras vieron en el cine una versión –un prototipo, digamos– de Europa Report. El experimento es común en Estados Unidos y su propósito es conocer las reacciones del norteamericano promedio. La cinta se proyectó sin que los efectos visuales estuviesen terminados y con música de referencia tomada de otras películas de ciencia ficción. Al final de la función, los asistentes respondieron a una serie de preguntas y dejaron, entre muchos otros, los siguientes comentarios: “la película es pobre”, “una pérdida de tiempo”, “no se la recomendaría a nadie, nunca”, “sobre todo, aburrida”. Sebastián Cordero estaba en la sala de incógnito, y tras evaluar los resultados de las encuestas, los productores le dijeron que su nueva película había sacado los puntajes más bajos que hubieran visto en todos su años de experiencia.

Los días siguientes fueron terribles. Cordero viajó a Quito a principios de octubre, encontró a su madre ya inconsciente, la acompañó hacia la muerte y se quedó con su familia hasta poco después del entierro. En algún momento, su tío Rubén, el matemático puro, le contó que sí, había logrado explicarle a su madre el privilegio que significaba una visita al laboratorio de la NASA, y sí, ella lo había entendido perfectamente y se había puesto muy contenta.

De vuelta en Nueva York, Europa Report agonizaba. Sebastián había trabajado en el montaje con tres editores distintos y ni él ni los productores estaban contentos con el resultado. La película aún no definía su identidad, era, a medias, un thriller de horror en clave de ciencia ficción y una cinta realista sobre la exploración espacial. Los productores de Los Ángeles empujaban hacia el thriller y los de Nueva York hacia la ciencia; Cordero también luchaba por defender el propósito explorador de la misión, pero no tenía la última palabra ni mucho menos.

En un intento por salvar a la película de lo que ellos pensaban sería un fracaso, la gente de Hollywood contrató a Craig McKay, veterano editor de El silencio de los inocentes y Filadelfia, para que se hiciera cargo y “arreglara” la cinta. Sebastián tenía prohibido entrar a la sala de edición mientras McKay estuviera trabajando y gastaba las horas en otro cuarto, dentro de la misma oficina, editando por su cuenta secuencias que por lo menos en su cabeza estaban claras: una forma de lamerse las heridas. Era como ver a la mujer que amas acostándose con otro y poder, apenas, acariciarle las plantas de los pies. La frustración que sintió en ese momento no la había sentido nunca antes, Cordero, amo y señor de sus películas, no pudo relacionarse con el vacío de la distancia y un día,  en horas de la tarde, explotó. Desesperado, pensando que el proyecto se le había escapado de las manos y que la película ya no era suya, ese día enfrentó a uno de los productores y le dijo “¿si no me dejan trabajar entonces qué estoy haciendo aquí?” Éste, más bien calmado y con tono de burócrata, como quien dice hace frío o ya mismo llueve, le respondió que ya había cumplido con su trabajo como director y mucho más, que si quería, podía irse. Fue entonces cuando el huracán Sandy llegó a Nueva York.


La rutina de Sebastián Cordero en el hotel Cassa de Times Square era, por así decirlo, deprimente: veía películas duras, escribía entradas en su diario de la muerte, se asomaba a la ventana, observaba a Manhattan partida entre los que tenían luz y los que no. Pero quizás lo más doloroso era lo que ocurría al menos una vez al día cuando llamaba a Ben Browning, productor financiero de Europa Report, y hablaban sobre el destino incierto de la película asumiendo la derrota como una posibilidad cada vez más cercana. Los cajones de Hollywood están llenos de películas que nunca fueron, y en ellos siempre, siempre, habrá espacio para más: según la lógica de la industria, es preferible desaparecer una cinta a estrenarla y perder aún más dinero que el invertido en su producción. En algún momento, Europa Report flotó en el espacio como un astronauta que viaja sin rumbo y sin remedio hacia el silencio del infinito.

El editor Craig McKay había dicho que podría “arreglarla” si le daban seis semanas para hacerlo, pero el presupuesto, que había aumentando de dos a ocho millones de dólares en el proceso, no daba para tanto y apenas pudo trabajar durante quince días que, según Cordero, ayudaron pero no hicieron la diferencia. La luz se hizo con una idea del productor Browning y llegó recién después del huracán. Él propuso editar la película una vez más, pero de manera no lineal, es decir, desordenar la cronología de la historia para aumentar la intensidad del relato, y apoyar el peso de la aventura en las  ambiciones científicas que la tripulación lleva a cabo contra toda recomendación. Cambiar el orden de los factores no altera el producto, pero puede transformar una ecuación matemática en un espectáculo majestuoso. Sebastián y su asistente de edición, Alex Kopit, terminaron de montar la película por sí solos, con libertades enmarcadas en el acuerdo previo y finalmente la encontraron: debajo de capas y capas de dudas y derrotas, en el núcleo del sacrificio irracional, había vida.

En julio pasado, en el auditorio principal del Comic Con de San Diego, California, Sebastián Cordero y parte del equipo presentaron avances de la cinta ante más de 6.000 personas que esperaron horas para verlos. El Comic Con es algo así como un encuentro mundial de fantasía y ciencia ficción que reúne a los fanáticos más exigentes y a los nerds más ilustrados. La presentación se llamó “La ciencia detrás de Europa Report” y fue un éxito absoluto en el que estuvieron presentes los científicos de la NASA que asesoraron el proyecto. La película se estrenó oficialmente días después, primero en Internet bajo el sistema video on demand (con un éxito inesperado que sorprendió a todos los involucrados) y luego comercialmente el 2 de agosto de este año en las principales ciudades de Estados Unidos. No llegó a ningún festival grande, no estuvo en Cannes o Venecia, donde Cordero había estrenado anteriormente, pero las críticas la han convertido en la cinta mejor recibida de su carrera. Esto quiere decir, por ejemplo, que el New York Times la escogió como recomendación durante su semana de estreno y que en Manhattan la gente hizo una larga fila que dobló la esquina de la cuadra alrededor del cine donde la estrenaron.


El cineasta ecuatoriano ya no escribe el diario de las muertes que le ha tocado ver de cerca, la de su padre, la de su hermano mayor, la de uno de sus mejores amigos; y la de Mónica, su madre. Ya no lo escribe o por lo menos ya no habla del tema. Sólo dice que su vida comenzó el día de la primera muerte, cuando su padre tuvo un accidente en el que dejó de ser lo que antes era y se transformó en parte de la nada. Esto ocurrió cuando Sebastián tenía nueve años y desde entonces, dice, sabe que no puede perder ni un segundo, que el tiempo es lo único que tiene y que en el tamaño de la eternidad su existencia es poca cosa. Lo sabe. Lo dice. Y vive bajo esas reglas.

Cuando visitó el laboratorio de la NASA supo de misiones espaciales que planean llegar a Marte en un futuro cercano, misiones que, por ahora, no contemplan la posibilidad de un regreso. Cordero les preguntó a los astronautas si había alguno dispuesto a embarcarse en algo así, y todos respondieron que serían capaces de irse mañana mismo. Él no. No sería capaz de volar al espacio sabiendo que nunca va a volver, pero ha sido capaz de abandonar el planeta por filmar, lo que quizás no sea tan distinto si nos ponemos a pensar en ello. Es así, trabajando, como ha escogido hacer lo que hacemos todos de distintas maneras, huir de la muerte, sobre todo de la propia.

(SoHo)  

11.20.2013

Mircea Cărtărescu es un escritor latinoamericano


Ningún lector habría aceptado que en su mundo pudiera vivir, apretujado en el mismo tranvía, respirando el mismo aire, un hombre cuya vida es la demostración matemática de un orden en el que ya no cree nadie o en el que cree tan solo porque es absurdo.

Esta afirmación, retro al punto de parecer ropa vintage, pertenece al cuento El ruletista, colocado a manera de prólogo en Nostalgia (Impedimenta, España, 2012), la más reciente traducción al castellano de una obra del rumano Mircea Cărtărescu. Y lo primero que produce es una pregunta que hasta hace poco parecía, si no inútil, fuera de circulación: ¿acepta el lector del siglo XXI la literatura fantástica de su propio tiempo?

Por lo menos en Latinoamérica, en sus editoriales y en sus escritores y en sus librerías, las tramas fantásticas se miran como el pasado, un lugar glorioso, sí, pero también gastado, abusado, excluyente, al que muchos se aferran para compensar en algo su flojera y justificar su falta de fe –o sobra de miedo– en el futuro. Por eso cuando aparece un libro como Nostalgia, publicado originalmente en 1993, escrito en rumano y en Bucarest pero que bien podría leerse como una obra latinoamericana escrita entre París y Barcelona muchos años antes, digamos, en 1965, uno no sabe si el pasado volvió o para algunos nunca se fue. Lo cierto es que en manos de Cărtărescu todos los viejos trucos parecen nuevos.

Nostalgia tiene, además del prólogo ruletista que dicho sea de paso le daría orgullo incluso a Borges (jamás lo diría, claro, en una entrevista acaso y hablaría de “uno o dos párrafos afortunados”), el cuento largo El Mendébil, dos novelas cortas, Los gemelos y REM, y otro cuento a manera de epílogo, El arquitecto. Dicho esto, Cărtărescu se refiere a Nostalgia como una novela porque, en teoría, todos sus “capítulos” están contados por el mismo narrador; en REM, por ejemplo, esa teoría se desdobla y aparece un personaje que está escribiendo algo, no se sabe qué, titulado REM. La verdad es su libro y Cărtărescu puede decir lo que quiera, pero para nuestros efectos resulta práctico dividirlo en cuentos y, más práctico aún, enfocarnos en El arquitecto, una puerta de salida por la que se puede entrar y decidir si comprarle o no el cuento al rumano.

El arquitecto se llama Emil Popescu y había llevado una vida tranquila, bosquejada con cautela, hasta que juntó el dinero suficiente para cumplir el sueño que compartía con su esposa Elena: comprarse un Dacia, orgullo de la industria automotriz rumana. Una mañana cualquiera, Popescu presiona el pito del Dacia con su dedo índice y la bocina se vuelve indomable. Cuando va donde un técnico con la intención de cambiarla, descubre que existe una bocina “con seis trompetas niqueladas” capaz de reproducir La Marcha triunfal de Aida, la ópera de Verdi. De ahí en adelante, Popescu se obsesiona con las posibilidades musicales de las bocinas, sumando a la primera otras que traen en sus trompetas La Marsellesa, God Save The Queen de los Sex Pistols o Satisfaction de los Rolling Stones; luego, empeñado en hacer su propia música tocando el Dacia, hace que cambien el tablero por un teclado de órgano y empieza a componer. Es así como el arquitecto se vuelve loco a vista de todos, para luego ser alabado como el músico más importante de nuestra historia y, finalmente, convertirse en Dios. Lo digo en serio, el arquitecto Popescu, en los planos dibujados por Cărtărescu, es el origen de un nuevo universo.

Leyendo El arquitecto, eso de que la realidad supera a la ficción vuelve a ser un relativo punto de vista. En días como los nuestros, absorbidos por el híper-realismo y empeñados en promocionar novelas sobre trata de blancas, cruces de fronteras o narcotráfico, dándoles calidad de “urgentes” o “necesarias”, el cuento, la obra de Mircea Cărtărescu, se lee como una isla independiente, soberana y desconectada, comprometida con la literatura old fashion, con el acto de crear por encima de la representación o la denuncia.

“Los mitos, fantasías, paisajes imaginarios, juegos infantiles, edificios fantásticos, todo lo que escribo está vivo bajo los huesos de mi cráneo, en mi cerebro”, escribió el autor rumano en un correo electrónico dirigido al ABC de España, como parte de una entrevista. Hasta sus respuestas suenan a cuento, a un escritor ficticio inventado por un escritor de verdad, y quizás eso sí se lo deba él a una realidad terrible. Cărtărescu nació en 1956, es decir que habitó sin remedio la dictadura violenta y represiva dirigida por Nicolae Ceaușescu, el líder comunista rumano, y escribió para escapar, cavando túneles en su cabeza por donde correr con libertad. Incluso publicó libros que pasaron antes por una censura estatal y recién ahora respiran tal como fueron concebidos.

Cărtărescu es uno de esos escritores cuya obra no refleja el tiempo que les tocó vivir sino la tierra que les tocó inventar para salvarse de la vida. Quien lea El arquitecto o El ruletista, las piezas más cortas de Nostalgia (cualquiera se merece 30 páginas de oportunidad), sabrá que puede contar entre sus amigos a un hombre de universo realmente infinito, tal vez anticuado –o retro, insisto, que no es lo mismo– y si decide entrar en ese Aleph, tan perseguido por tantos otros escritores, una pequeña advertencia: entre dispuesto a perderse, pues esas novelas cortas, a ratos barrocas y enredadas por el puro gusto de enredarse, orgullosas de su perfil onírico en un siglo en el que lo onírico es mal presagio y hasta ofende, no son  país para lectores viejos sino para aquellos que quieren cosas que no han visto.

En el momento en el que el Sol explotó, arrojando al espacio, bajo la forma de una llamarada púrpura y violeta que brillaba en millones de franjas, materia volátil como el éter, el arquitecto comenzó su lenta migración hacia el centro de la galaxia. Hay algo en las páginas de Nostalgia que produce, en efecto, nostalgia. Una nostalgia latinoamericana que pensabas superada, acaso ajena y abuela, que no sabías que extrañabas. Mircea Cărtărescu te recuerda que un escritor puede inventar el mundo. Y también, si quiere, acabar con él.

(MundoDiners)

11.11.2013

Oh, la culpa


Cuando me diagnosticaron hepatitis pensé que me estaban dando buenas noticias. Más allá de los mareos, las náuseas, las alucinaciones gaseosas y el saludable bronceado amarillo que vienen incluidos en la enfermedad, se recomienda atenerse a la ley del mínimo esfuerzo y guardar absoluto reposo. Hacer nada, gran plan.  

Viéndolo con optimismo, serían las vacaciones perfectas. No gastaría ni un centavo en traslados, tendría todo el tiempo libre del mundo a mi disposición para leer los libros y revistas que tengo pendientes y ver las películas que compré hace un año y que aún no he visto; además, mis amigos tomarían turnos para cuidarme, me acompañarían en la convalecencia, me traerían delicias light para enfermos gourmet y me tendrían en contacto con el mundo exterior al que, por otro lado, estaría en todo mi derecho de ignorar.

El verdadero milagro es que bajaría de peso. Eso fue lo primero que me dijo la amiga que me acompañó a la consulta médica: vas a quedar flaquito. Lo dijo haciendo un alegre gesto de aliento, no libre de envidia. Con la hepatitis quedarían atrás décadas enteras de obesidad moderada, de dietas, de periodos de abstinencia alcohólica, de intentos fallidos por mantener una rutina de ejercicios: adiós a esas libritas de más y a esos rollitos indeseables, amiga televidente. Y como si todo eso no fuese suficiente, no tendría que trabajar. Tenía la excusa perfecta para detener un tren laboral que me tenía bastante acelerado y comiendo como camionero de la pura ansiedad.

Un mes después estoy en mi pueblo, aislado, unplugged, y no recibo visitas porque nadie tiene tiempo. Traje conmigo todas las temporadas de Los Sopranos, nunca la había visto y pensé que la despacharía en cuestión de días, pero  no logro pasar de la tercera temporada. No me mal entiendan, la serie me gusta (en rigor, me gustan más los personajes que la trama) y creo que cumple con la tradición de las buenas cintas de gangsters: aunque sabes que todo lo que esa gente hace está mal, quieres ser como ellos, quieres comer braciole y reventarle la cara a un tipo con una lata de duraznos en almíbar y tener una amante rusa de 23 años. Lo que me amarga un poco es que mi único plan del día sea ver Los Soprano. Algo similar me pasa con los libros, traje más de una docena entre novelas, cuentos, crónicas y cómics, además de varios números del New Yorker que he conseguido en aeropuertos, pero la lectura avanza muy lento (por cierto, La trama nupcial, de Jeffrey Eugenides, está increíble) y ni siquiera he ojeado las revistas. Durante mucho tiempo soñé con un período como este en el que pudiera leer sin parar durante horas, el problema es que me deprime un poco que mi único plan de del día sea leer.  

Lo peor es que no he podido dejar de trabajar. Me levanto pensando que hoy sí le haré caso al médico y me quedaré quieto y horizontal viendo Los Soprano. Doy vueltas en la cama y trato de obligarme a seguir durmiendo, pero al rato me invade una culpa enorme al pensar en todos los asuntos pendientes que se apilan como la basura no recogida de un barrio de cerdos y, sobre todo, en la gente que pierde tiempo y dinero por esos retrasos.  Todos los días respondo mails, reviso textos y escribo un par de páginas para librarme de la culpa, que es peor, es mucho peor, que la hepatitis.

Y sí, estoy bajando de peso, pero al tener prohibidos todos los esfuerzos, a diario veo con impotencia cómo esas libritas de más se convierten en una aguada y temblorosa bolsa de carne. Como dice el viejo y conocido refrán: ten cuidado con lo que deseas, porque amanece más temprano.

(SoHo) 

11.05.2013

El Maestro Lara


En Resonancia, la nueva película de Mateo Herrera, un hombre hace una guitarra. Y eso es todo lo que pasa.

Es en serio: un hombre hace una guitarra, punto. Corte a negro, créditos finales, chao. Lo demás, como corresponde, sucede fuera de la pantalla. Sales del cine con la absoluta certeza de haber presenciado un acontecimiento que no creías posible, el viaje de un héroe que nunca, jamás, ha dudado de su destino ni ha cuestionado su misión en la tierra.

Raúl Lara, protagonista y razón de ser de la cinta, es flaco, tiene el pelo largo y una barba medio adolescente que no lo convence del todo. Usa camisetas viejas y pantalones rotos que revelan sus calzoncillos cuando camina.  Más que un lutier, parece un maestro de artes marciales, de esos que viven aislados en lo alto de una montaña y que, un día cualquiera, interrumpen su meditación para entrenar a un pequeño saltamontes en la práctica del honor. La paz interior se le nota a leguas y a la mitad de la película, cuando lo has visto suficiente tiempo, hasta se te puede pegar.  

Ver al Maestro Lara trabajando te hace pensar que capaz sí existe un plan. Cuando mira la madera, cuando la corta y la dobla y la lija, está diciendo que cada guitarra que hace es de alguna manera la primera y la última: el proceso artesanal, de autor, es aprueba de réplicas. Pero está diciendo, además, que la vida puede tener un propósito después de todo. No hay señal alguna de agotamiento o rutina ni en el más inconsciente de sus movimientos. Al revés. La pasión con que hace lo que hace, una fuerza tranquila y constante, le sirve lo mismo para extraer de una tabla la raíz del sonido que para comer galletas de dulce.  

Que un cineasta más bien punk y de guerrilla como Herrera haya filmado las aventuras de Lara con la quietud de un mantra acústico quiere que decir que sí, la presencia del Maestro altera a quienes lo rodean. Y hay un momento, quizás el mejor, en el que todos somos unos: el hombre que hizo la guitarra la mira y la escucha, sus ojos se vuelven pequeños y sus labios producen una sonrisa contenida, como si le diera vergüenza conmoverse ante su creación.   

(El Comercio)