12.10.2013

A mi manera


Un niño de tres años mira con atención un vaso de vidrio lleno de cola negra que tiene frente a sus narices. Lo mira como se miran los grandes misterios del universo. En algún momento de la observación, le pregunta a su madre qué pasa si él toma el vaso con sus manos y lo voltea. La madre le dice que la cola se riega y ensucia la mesa que sostiene el vaso y también la curiosidad. El niño no le cree. O sí. La verdad es que tiene que verlo para creerlo y entonces le anuncia a su madre que va a voltear el vaso para ver cómo se riega la cola. La madre le advierte que después tendrá que limpiar la huella de su experimento pero eso al niño no le importa, está dispuesto a cualquier sacrificio en nombre de la ciencia. El pequeño toma el vaso con ambas manos y lo inclina, muy despacio. En ese momento, el vaso parece flotar en la no-gravedad del espacio exterior, como una nave. El líquido pierde su horizonte y llega al borde del vaso como una marea oscura de espuma café llega a una playa de vidrio. Y cae. La cola negra y gaseosa ocupa un breve espacio en el aire hasta encontrarse con la superficie de la mesa y desprenderse en gotas y chorros que vuelan sin control. (Digamos que suena Así habló Zarathustra, el poema sinfónico de Richard Strauss). El niño es testigo de un espectáculo cósmico nunca antes visto. Lo enfrenta con asombro y con una sonrisa que amenaza con cortarle las orejas y cerrarse recién en la parte posterior de su cabeza, sobre la nuca. El líquido permanece quieto en la mesa, el niño pasa su dedo por el charco y deja una estela de burbujas que revientan una detrás de otra. La madre le pasa un trapo húmedo de la cocina y le pide que limpie los rastros de su descubrimiento. El niño obedece. Mientras el trapo absorbe la huella del conocimiento, el pequeño piensa en todo lo que el mundo tiene que mostrarle y que aún no ha visto. El niño aprende.

Hay gente que puede concentrarse al momento de escuchar una explicación teórica y seguir su camino a partir de ahí. Gente que cree y por eso mismo confía y pone en práctica las explicaciones. Otros necesitan ver para creer. Tocar. Sentir. Y equivocarse. El valor de un error supera por mucho al de un triunfo y un triunfo no es más que la suma de muchísimos errores. Hay gente que aprende lo que sabe en maestrías y doctorados, pero la tradición y el sistema no funcionan para todos. Cuando estaba en el colegio, en segundo o tercer curso, mi profesora de castellano decía cosas como “seKtiembre” y “PeKsi Cola”, y gritaba otras peores como “A tú te digo, Andrade, pon asunto”. Sin embargo, si sacaba malas notas en esa clase, que las saqué, el equivocado era yo. Este juicio de valor era, en principio, académico, pero extendía el horror hacia lo moral y lo social: un chico que tiene malas notas es automáticamente una mala persona o, cuando menos, un sujeto de sospechoso porvenir. Todo lo que aprendí en el colegio lo aprendí por mi cuenta, leyendo cosas que no estaban en el programa o fugándome de clases con otros vagos como yo y tomar rumbo a la playa donde conversábamos hasta ver la caída del sol: algo no muy distinto a lo que hicieron en su momento Aristóteles y Platón. Pero a los profesores esto no les importaba nada: me convencieron de que era tonto y a los 17 años dieron por arruinado el resto de mi vida. En la universidad, tras un semestre inútil en Administración de Empresas, carrera que escogí por miedo, porque me dijeron que de otra manera moriría de hambre después de la graduación, estudié cine y por primera vez disfruté de una experiencia académica: sobre todo porque tenía que cargar cámaras y armar luces y recoger cables, sobre todo porque tenía que hacer cosas para aprender cómo se hacen. A veces, no sé de qué se trata una película hasta que escribo una reseña sobre ella. A veces descubro una historia días o semanas o meses después de haber estado escribiendo un párrafo tras otro y al final de todo eso que yo pensaba era la historia es donde está, donde creo que podría estar, el verdadero comienzo de una historia. A veces no sé qué me pasó, qué me pasa, qué me está pasando, hasta que lo pongo en un cuento. Y me equivoco. Me equivoco harto más de lo que quisiera. No veo que puedo hacerme daño o hacerle daño a alguien más hasta que la piel se raja y aparece la sangre. Pero hasta el día de hoy esa es la única manera en la que puedo comprender el mundo: haciendo cosas.  

(SoHo

3 comentarios:

-José Antónimo- dijo...


Chévere texto, man. Mi experiencia fue un poco distinta y hasta opuesta a veces en un colegio experimental y aaaggrhrhgkhgafhgajdgfaaaa en fin, distinta en algunas cosas. Pero siempre hay que tomar en cuenta que aun lo más aprendido se olvida con la falta de práctica.

Saludos.

Ana dijo...

Me encanta! Lo de la coca-cola es genial. Recuerdo haber hecho exactamente lo mismo a los cinco años, con un vaso de agua. Me levanté muy ilusionada con la idea del agua subiendo hasta el infinito ya sin el vaso, y corrí a llenar un vaso en el baño. Cuando el agua se desparramó por los costados, sufrí mi primera decepción del mundo...

Juan Fernando Andrade dijo...

hey!

gracias por sus comentarios, panas-colegas, cada uno la vive como le toca, con las cartas que le dio la vida, pero ahí vamos y, más importante aún, aquí seguimos...

abrazos!