12.31.2014

Yo quiero ser X. Moscoso


Kurt Vonnegut: Todo esto sucedió, más o menos.

Yo parafraseando a Kurt Vonnegut: Todo esto sucedió, pero quizás no sucedió como lo recuerdo o como lo voy a contar.

Digamos que todo esto sucedió un jueves por la noche del año 2011. El famosísimo director de cine latinoamericano Juan Rhon (mejor conocido como The Wrong One) llegó a mi casa con su laptop descargada y unas muy sospechosas ojeras que bien podrían haber sido los frutos que crecen al costado del camino de los excesos o el testimonio del trabajo intenso. En ese caso, creo, se trataba de ambas cosas: trabajo en exceso y excesos durante el trabajo.

Según Juan, necesitaba “editar” el “argumento” de un proyecto de documental para aplicar a los fondos del Concejo Nacional de Cine (CNC) del Ecuador en la categoría “escritura de guión”, rubro en el que yo también iba a participar pero con un proyecto de ficción, como hace la gente decente. Tratándose de Juan, sabía que “editar” quería decir en verdad “escribir” o, aún peor, “pensar en lo que vas a escribir”. Y no me equivocaba.

Cuando leí eso a lo que Juan llamaba “argumento”, con toda confianza, como si él hubiese inventado no sólo la palabra “argumento” sino también todas sus posibles acepciones y aplicaciones y excepciones, me quedó claro que tenía varios problemas: a) Juan entiende el español con dificultad, lo habla con soltura, pero definitivamente no lo escribe b) cuando trata de escribirlo, escribe como piensa y piensa tan rápido que las palabras se atropellan entre ellas y se dan codazos y se ponen el pie y terminan derrumbando las ideas que pretenden construir. Esa noche, Juan era como el alumno vago que pretendía (que creía posible, porque es así, todos, en algún momento, pensamos que es posible), en unas pocas horas, ponerse al día en un cuaderno que merecía tres trimestres.

Lo que Juan me mostró no tenía ni pies ni cabeza y por un momento pensé en decirle broder, lo siento, no hay salida, piensa mejor en lo que quieres hacer y aplica el próximo año. ¿Por qué no lo hice? Porque eso a lo que Juan llamaba un “argumento” tenía feeling y aquello es algo poco frecuente: leerlo era como ver a una banda de rock formada por adolescentes que no tocan un culo pero creen con todas sus fuerzas en lo que están tocando. Entonces le dije que me contara la historia, a mí, como si fuera un chisme, y que luego trataríamos de transcribir eso.

Esto fue lo que entendí. Cuando Juan cumplió los treinta años sus únicas posesiones terrenales eran un Vitara blanco de tres puertas y su pequeño hijo. No tenía un trabajo ni un ingreso fijo ni, muchísimo menos, una idea aunque sea remota de qué hacer con su vida. Hasta ahí, todo claro, no es el único ni el último treintañero que se verá en esa posición (muchos tienen más de un pequeño a cuestas y ni siquiera se han subido a un Vitara). Lo interesante, donde me pareció que podía haber no una película pero sí una historia, era la manera en que Juan pretendía resolver su encrucijada existencial. Quería viajar a Estados Unidos a visitar a un señor que se llamaba Xavier Moscoso y era, como me lo supo explicar o como lo quise entender, su mentor (Aquí, una aclaración necesaria: Juan se cree cineasta y cuando dijo mentor quiso decir el hombre que le prestó la cámara con la que hizo su primer cortometraje, en la universidad, hace por lo menos diez años). Ok, le dije, vas a buscarlo, lo encuentras, ¿y? Juan no sabía cómo seguía la película, pero, ¿no es para eso que uno filma?, ¿para saber cómo termina la película?

Esa noche nos quedamos escribiendo hasta tarde. Armamos un “argumento” quizás exagerado, pero no mentiroso; quizás sobregirado, pero no mal intencionado; quizás manipulador, pero no lacrimógeno. Al final, después de leerlo en voz alta, le dije yo me lo creo y él me dijo yo también aunque hasta el día de hoy no me consta que lo haya entendido del todo. Y sí, me lo creía. ¿Lo creerían los demás? Difícil, casi imposible, cualquier jurado con algo de perspicacia descubriría en la segunda línea que detrás de ese proyecto sólo había buenas intenciones y un “cineasta” con un misterio sin resolver que ni siquiera podía identificar con claridad cuál era ese misterio. Pero hice lo que –no– tienen que hacer los amigos, lo llené de esperanzas y le dije qué chucha, está increíble. En mi defensa puedo decir que de verdad, en serio, me concentré en ese argumento y que estaba muy cansado después de escribir el mío (más de setenta páginas) y necesitaba dormir.

Meses más tarde, en el mismo 2011, mientras ambos trabajábamos en un libro llamado Quito Bizarro y el Vitara blanco se había convertido oficialmente en el Bizarromóvil, recibimos un mail del CNC donde se nos comunicaba de una manera muy amable y entusiasta que habíamos sido seleccionados, me parece que junto a otros cien mil aplicantes o algo así, para dar un pitch, es decir, tener una entrevista de diez minutos con los jurados que decidirían a quién darle el billete que el gobierno reserva para la producción nacional; es decir, para convencer a esos jurados de que te den el guiso a ti y no a otro cojudo. Yo tuve un pequeño ataque de pánico, la sola idea del pitch me recordaba traumas de la infancia onda “Andrade, pase a dar la lección” y si a eso le sumamos el hecho de que soy prácticamente tartamudo y socially awkward pues el asunto era una verdadera tragedia. Juan, en cambio, sentía que ya había ganado. Compramos cervezas y celebramos más de la cuenta (creo que Juan hasta dio una especie de vuelta olímpica alrededor del Bizarromóvil). Yo creía en mi proyecto, pensaba que tenía una oportunidad pero, francamente, la veía difícil para el señor Rhon: en el tiempo que llevábamos trabajando juntos no había vuelto a hablarme de su película. ¿Cómo podía defender una idea que ni siquiera se había molestado en reafirmar? ¿Cómo puedes convencer a un jurado –se asume que hablamos de gente adulta, con experiencia y con criterio– de que te de plata para escribir un guión sobre un documental que se trata, más o menos, de ti yendo a visitar a un viejo amigo al que no ves desde hace años para que te aclare un par de cosas? Es como que te paguen por ir de vacaciones y traer videos para tu página de Facebook, ¿no?

Un mes después tuvimos las entrevistas, creo, durante el mismo día. Al final nos dijimos lo que nos teníamos que decir, lo único que podíamos decirnos. ¿Cómo te fue? Bien, ¿a ti? Bien. Silencio. ¿Nos tomamos una biela? Dale.

Sorprendentemente, en ambos casos, ganamos los fondos del CNC para escribir nuestros guiones. ¿Cómo pasó? No lo sé, no me queda claro. Pero debo decir algo que no tomé en cuenta el día en que me enteré de que Juan y yo estábamos entre los miles de finalistas. Existe tal cosa como el Planeta Rhon, que no es un planeta en otra galaxia sino la proyección de un planeta sobre la superficie de nuestro planeta. Lo sé porque Juan vive en el y yo he pasado de visita por ahí varias veces y hasta me he quedado a dormir (léase y entiéndase desmayado) en una de sus habitaciones. Es como La invención de Morel, el gran artefacto del gran Bioy Casares. El cerebro de Juan produce imágenes, esas imágenes pasan invertidas por el prisma de su retina y se proyectan sobre lo que nosotros conocemos como Planeta Tierra agregando elementos irreales a la realidad. Juan, entonces, proyecta y habita su propio planeta y cuando estás cerca pues la radiación te alcanza (dicen en mi pueblo: toda gota moja) y tú te vuelves extra o decorado o árbol o automóvil doblando una esquina. Después de pensarlo mil veces, esta es la única forma en la que veo posible que Juan haya convencido (léase y entiéndase embaucado) a los jurados de darle el dinero para escribir el guión de su “película”: proyectó su mundo frente a ellos, ellos formaron parte de ese mundo y como habitantes ya nacionalizados entendieron que su deber, su obligación, era contribuir al desarrollo de ese mundo con dinero.

Una vez terminada la investigación para Quito Bizarro, Juan y yo tomamos cada uno su camino, fue una especie de break up sin dolor y de mutuo acuerdo pero en el que de todas maneras quedó claro que no nos veríamos por un buen tiempo: estábamos saturados el uno del otro, había sido suficiente, more than enough cuando todos sabemos que enough is enough. Y así fue. La próxima vez que nos vimos, un año después de haber recibido el premio en la categoría “escritura de guión”, fue para que un asesor internacional convocado por el CNC evaluara el progreso de nuestro trabajo. Yo tenía un segundo o tercer borrador que me gustaba mucho, Juan, en cambio, tenía la película hecha.  

El hijo de puta había usado el dinero no para escribir sino para viajar y, supongo, tomar notas con la cámara en una mano y el micrófono en la otra: rebel without a crew, que le llaman. Mientras yo estiraba cada centavo para no tener que conseguir otros trabajos y poder sostener la escritura con el monto del premio (imposible, si de verdad quieren saberlo), Juan se había gastado todo o más que todo en un viaje a Vietnam y otro a Colombia siguiendo a Xavier Moscoso, su personaje principal; de hecho, creo que a esas alturas el presupuesto ya le jugaba en contra. Todo el asunto me parecía una locura, una serie de malas decisiones tomadas por alguien que evidentemente había perdido la razón. Aquella vez, durante las sesiones con el asesor, no pude ver el documental (que, entiendo, era una especie de demo), pero los otros asesorados me dijeron que estaba bien y, más importante, que tenía full onda. ¿Qué? ¿Cómo? ¿En serio?

Curioso. Uno ve las películas de los amigos queriendo que esas películas sean buenas o muy buenas o inolvidables (no sin envidia, claro), pero también con miedo. Que un desconocido haga una mala película no es ninguna gran cosa, es más, si no se trata de un desconocido sino de un conocido que te cae mal porque sólo habla de cine iraní y ataca y repudia y rechaza, por ejemplo, la obra de Adam Sandler o del auteur Ben Stiller (cuando alguien haga algo mejor que The Wedding Singer o Tropic Thunder, ahí hablamos), esa mala película se convierte en un triunfo personal, en la evidencia de que eso que crees que está mal con el mundo está de hecho mal con el mundo. Dice Rodrigo Fresán en su último libro (La parte inventada), “Yo intento cambiar la conciencia, cambiar el lenguaje de tal manera que los modos de comportamiento a los que me opongo se vuelvan impopulares, absurdos, extraños.” Ahora sí, salvado el impulso de citar a Fresán, volvamos al miedo. Cuando la película de un amigo es mala o muy mala o aún peor, aburrida, la cagada es plural (también es tú cagada, tú dolor, tú fracaso) y aunque el cerebro te diga que debes separar al hombre de la obra pues no es tan fácil, el tipo queda estigmatizado al menos por un tiempo, hasta que creces un poco y dices sí, sus pelis son malas, pero es mi pana y es un súper buen pana. (Si me hubieran dado un dólar cada vez que me dijeron “oye, esa película que escribiste…” ya tendría plata para rodar otra) De cualquier manera, nada te salva de, llegado el momento, dar un abrazo silencioso de felicitación que es, todos lo sabemos, un sentido pésame disfrazado pero imposible de ocultar. Y yo no quería darle ese abrazo a Juan Rhon.

Así las cosas, fui negándome a ver la película sistemáticamente. Cada vez que Juan me invitaba a su casa-planeta (lejos, en las afueras del distrito metropolitano) a ver cómo iba avanzando el montaje de la cinta, yo me inventaba alguna escusa: exceso de trabajo, exceso de excesos, el número que usted ha marcado no contesta. Y llegué a creer que me salvaría por completo hasta que una tarde Juan llegó a mi casa con su laptop bien cargada y me enseñó el primer teaser comercial de ¿Quién es X. Moscoso? Puta madre. El teaser era más que bueno, esa idea que Juan me había mal vendido, la de su propio Señor Miyagi (Juan, para todo esto, tiene el aspecto de un Cobra Kai renegado pero la bondad de un Daniel San con anfetaminas) por fin tenía rostro, torso, extremidades, voz. Y esa fue la primera vez que me hice la pregunta que ahora se hacen todos, de Miami a Estambul, de Sidney a Babahoyo: ¿Quién es X. Moscoso? Pero eso no importa, lo que realmente importante es que por primer vez me dieron ganas de conocer la respuesta.

Aquí, la parte verdadera. Yo no puedo pretender juzgar la película de un amigo con objetividad o hacerles creer que lo que estoy a punto de decir-escribir no es una opinión  ultra polarizada. Sépanlo. Voy a mentir. Voy a mentir por un amigo. Pero, ojo, creo en estas mentiras.

Vi la película por primera vez el año pasado, en una proyección VIP en el cine Ochoymedio de Quito. Tenía, como ya dije, miedo. Sabía que a esas alturas ya otros incautos habían caído en los confines del Planeta Rhon: había un guionista, un editor, un diseñador de sonido, un diseñador gráfico. ¿Cómo los había conseguido? Mientras veía el documental, me quedó claro: Juan no consiguió a nadie, fue Moscoso quien atrajo a la gente como un centro magnético.  

Xavier Moscoso, según me había contado su pequeño saltamontes, era un hombre que había decidido interrumpir su carrera de cineasta (carrera que, en rigor, nunca corrió) para dedicarse a ser el pilar emocional de su familia. No era exactamente un amo de casa sino una especie de bola de cristal o espejo mágico que, además de cocinar el almuerzo para su esposa y sus hijas, servía de augurio y les hablaba de las consecuencias inevitables con las que el pasado diseña el presente y especula sobre el futuro. De ahí la urgencia que tenía Juan de verlo, de reencontrarse con él en el momento en el que lo hizo: cuando nada tenía sentido y había un niño pequeño de pie en el centro de la nada que rodeaba a su padre. Ver la película fue como ver la demolición de un edificio en reversa, una implosión invertida, una serie de ladrillos y ventanas y tejas y trozos de vidrio que empiezan como piezas sueltas en el aire y de a poco van tomando, cada una, un lugar, un significado, una razón. Entendí que X. Moscoso no era una persona sino una actitud frente a la vida.

Usando las palabras que Phil Spector le dedicó a su padre, a quien apenas conoció, to know him is to love him. Yo no conocí personalmente a X. Moscoso, pero después de verlo y volver a verlo para escribir esto siento que es mi amigo, que quizás lo necesito y que definitivamente lo extraño. Hasta me dan ganas de que Juan haga “X. Moscoso, The Book” para tener sus frases siempre a la mano, en el velador, debajo de la lámpara.

Durante una entrevista, la hermana de X. Moscoso dice esto: el Xavier nunca estuvo interesado en las cosas fifís de la vida, él siempre tuvo lo sólido. ¿Qué es lo solido?, precisamente lo que no se puede tocar. En otro momento, uno de sus amigos nos explica que X. Moscoso le delegó a su esposa (que aparece poco, pero brilla) los asuntos “serios” y “adultos” para dedicarse de lleno a vivir. ¿Qué es vivir? Tomar mezcalina en los jardines del Capitolio norteamericano, frente al monumento a Lincoln, en Washington DC; amar a una mujer con toda el alma; fumar, bailar y hacer el fuckin’ waki waki; ayudar a crecer y tratar de entender a tres hijas y de que esas tres hijas entiendan o quieran tratar de entender cómo es el mundo; escuchar blues y hablar con extraños en lugares extraños y aprender de esos extraños y convertirse en un extraño que no le tiene miedo a los extraños; viajar, viajar mucho; acoger en tu casa a un treintañero perdido con una cámara en la mano; montar un buey en Hanoi; caminar con bastón y montar una silla de ruedas como si fuera un corcel de acero.

En poco menos de una hora (el metraje es clave: más habría sido insoportable, menos habría sido insuficiente), Juan Rhon nos hace creer que conocimos a una persona, que estuvimos con él, de cerca, y crea una especie de religión sin deidades pero con dogma: cagarse de risa, básico, primerito. The Dude Abides, digamos. El mejor bromance que he visto en mucho tiempo, digo. Moscoso, sin monólogos ni soliloquios ni sermones, con humor y camaradería y sensibilidad, imparte invaluables lecciones en la facultad de filosofía aplicada de eso que llaman la universidad de la vida. Su truco, creo, es el asombro. Moscoso nunca pierde la capacidad de sorpresa y encuentra magia y belleza y cerveza en cada rincón del planeta. Incluso cuando sabemos que está enfermo de algo en apariencia no menor, Moscoso sigue mirando al mundo con ganas y sin resentimientos. Ahí, Juan Rhon filma con nobleza. En vez de aprovechar la enfermedad de su personaje (cualquier director la habría explotado sin reparos, sobre todo un latinoamericano) para su beneficio personal y ponerle música de piano en el fondo, escoge filmar eso que fue a buscar: la luz y la risa. Esto no lo convierte en un mejor cineasta, pero sí en una mejor persona y, sin duda, en un padre que aún debe cometer muchos errores pero que al final del día tomará las decisiones correctas.  

X. Moscoso murió a mediados del 2012. Juan Rhon y yo estuvimos juntos ese día, en Manta, bebiendo cervezas en el Bizarromóvil, parqueados en un terreno baldío junto a la Plaza del Sol, donde están las discotecas de moda y mal gusto. Sólo levantó una botella y me lo dijo: Xavier Moscoso falleció el día de hoy. Y brindamos. Y nos quedamos en silencio un buen rato. Y miramos el cielo. Y seguimos bebiendo y Juan comenzó a recordar cosas y a reírse.

Nos queda la película. No es suficiente, pero es algo.             

Nos queda, también, esto: ahora, que sabemos quién es X. Moscoso, el mundo ya no nos da miedo.

12.17.2014

Una magia (no tan) modesta


1) A la hora del almuerzo, mi tío pone la cara que ponen los hombres cuando están a punto de transmitir la llegada de un acontecimiento, los ojos bien abiertos, la sonrisa que empieza a abrirse en su rostro, y dice esto: tengo que contarles algo, ya estrenaron… Lo interrumpo, termino la frase, y digo esto: la nueva película de Woody Allen.

2) Mi cara es de tragedia, de vergüenza, de miedo. Mi tío me pregunta, alarmado, ¿qué te pasa? Le explico que la película ha sido descuartizada por la crítica y que amigos-de-confianza que son tan fans del viejo Woody como yo me han dicho que es muy pero muy mala (de las peores). Le explico, también, que pocas cosas son tan dolorosas como ver una mala película de un director al que amas. Mi primo me pregunta si es como si Messi se pasara al Real Madrid. Le digo que es peor: es como si Messi hiciera un autogol o, todavía más grave, una serie de autogoles a lo largo de los noventa minutos que dura un partido de fútbol y que, dicho sea de paso, son la misma cantidad de minutos que duran, por lo general, las cintas de Woody Allen. Se hace un silencio. Seguimos comiendo, un poco incómodos, acaso perturbados, sin saber cómo retomar la conversación o generar una nueva, quizás incluso sin apetito.

3) Decido que todo esto ha sido mi culpa y digo algo que tengo asumido qué rato. Esto: yo soy fan de corazón, a mí no me importa, el hombre tiene 80 años y hace una película cada año, no todas le pueden salir bien. De pronto, la vida vuelve a la mesa y es como volver a respirar. Mi tía dice a mi tampoco me importa, yo quiero verla. Y, como en mi familia las decisiones importantes siempre las toman las mujeres, ya con eso el asunto queda zanjado.

4) Camino al cine, pienso que en los avances la película no se ve tan mala pero que tampoco se ve como una de las buenas. Tengo un presentimiento, una intuición, casi una certeza. Es algo que pasa con el tiempo en todas las relaciones afectivas: un gesto, una palabra, una mirada y ya sabes lo que te espera. Por si acaso, en el auto, repito: cada uno está yendo al cine bajo su propio riesgo, no vengan a reclamarme luego porque la película no les gustó. Y todos, adultos como son, aceptan cargar con su parte de este riesgo compartido. Lo sé, soy un cobarde pidiendo amnistía por adelantado. Soy, en rigor, un hombre de poca fe.

5) ¿Puede el cine unir o separar a una familia? Por cierto que sí. Días antes, por culpa de mi primo, habíamos visto Horrible Bosses 2, un bodrio aún peor que el primero (sí, vi la primera… qué se yo, Jason Bateman me cae bien, Kevin Spacey es Kevin Spacey; además, soy de los que alguna vez estuvo enamorado de Jennifer Aniston y de los que cree, en contra del pensamiento racional colectivo, que su personaje en Friends no era sólo el más sexy sino también el que más y mejor evolucionó en la serie. Al principio Rachel era una niña rica, inútil, insoportable, pero con el tiempo claramente encontró su camino, quizás no se educó o se ilustró tanto como Annie Hall pero hizo una maniobra no menor: descubrió cuál era su talento, aplicó su aburguesado sentido de la moda a la vida real y se abrió campo como una mujer independiente; y sí, siempre usó su belleza para conseguir cosas, pero el que no le haya hecho un favor a una mujer hermosa sólo porque es hermosa pues que la lance la primera piedra: la culpa es nuestra) Horrible Bosses 2 debe ser la peor película que he visto en el año, pero me dio un momento de oro: la cara de mi primo cada vez que en la película alguien decía shit, fuck, dick, bitch y él sabía que sus padres estaban escuchando esas palabras y sólo se hundía y se hundía en su asiento, la cabeza que desaparece entre los hombros; tanta fue su vergüenza que ni siquiera pudo esperar a que las luces de la sala se prendieran para salir corriendo, se levantó apenas comenzados los créditos y escapó al baño para no tener que enfrentarlos. Recuerdo esa sensación. Me pasó lo mismo hace unos quince años, cuando fui a ver Cenizas del paraíso con mi mamá. En la cinta había tanto sexo o por lo menos a mí –en ese momento, a esa edad– me parecía tanto que mientras daba gracias a Dios por estar viendo a Leticia Brédice desnuda veía las llamas del infierno ardiendo en la cara de mi madre (y eso que mi madre es fan de Almodóvar). El caso es que sí, el cine puede unir y separar a las familias. Esa noche, después de Horrible Bosses 2, hablamos poco o nada en el camino de regreso y cuando llegamos a casa cada uno se retiró a sus aposentos en silencio, en busca del tiempo perdido.  

6) Si vas a sufrir, que sea de la manera más cómoda posible. Sala VIP. Sillones anchos y reclinables. Comida y bebida en abundancia: palomitas dulces y saladas y carnes rojas y frituras y smoothies de frutas tropicales y también cervezas. Con eso, el golpe puede amortiguarse entre las sensaciones que transmite el paladar y el adormecimiento cardiovascular que sigue al empacho.  

7) Y ahí estás, pensando que el año pasado le robaste horas a un viaje de trabajo y te metiste a un centro comercial decadente a ver Blue Jasmine en un cine casi desierto de Chicago y que meses después, cuando le dieron el Oscar a Cate Blanchett, lo gritaste como otros gritan los goles de la selección (¿Hubiese sido la misma alegría si se lo daban por una película que no fuera de Woody? Desde luego que no, aunque debieron habérselo dado por I’m Not There. Está claro: las razones que gatillan tus afectos están ligadas no a la actriz sino a la obra o al creador de la obra o al motivo de la obra).  

8) Aparecen esas letras blancas sobre fondo negro que te dejan claro que estás viendo la misma película, que has estado viendo la misma película desde hace, ¿qué?, ¿quince años? Y recuerdas que una vez el viejo Woody dijo esto o algo parecido a esto: he hecho todo tipo de películas, romances, comedias, dramas, thrillers, películas de época y películas de fantasía, pero la gente dice que todas mis películas se parecen: supongo que es lo mismo que pasa con la comida china, hay muchos platos distintos, pero todos saben a comida china. Esas letras, EF Windsor Elongated, son los nombres de gente a la que nunca has visto pero que conoces de memoria. Los productores Letty Aronson (hermana de Woody), Jack Rollins y Stephen Tenenbaum; la editora Alisa Lepselter; la directora de casting Juliet Taylor, ¿cómo es que una secuencia de créditos puede llegar no sólo a emocionarte sino a hacerte sentir en casa? Magia, supongo.

9) Cuando aparecen las palabras mágicas, Written and Directed by Woody Allen (nunca A Woody Allen film o A film by Woody Allen porque uno de los directores más autistas de la historia del cine tiene prohibido que los créditos de sus filmes digan tal cosa argumentando que una película no la hace sólo una persona ni mucho menos es propiedad de su director) aparecen también el vértigo, el miedo. Y la fe.

10) Magic in the Moonlight abre, valga la redundancia, con una secuencia de magia en la que desaparece un elefante. Piensas en Stardust Memories (¿la mejor película de Woody Allen aunque sea demasiado Fellini?), te gusta poder atar cabos de esta manera y recordar que el viejo Woody, de niño, quiso ser mago. Muchas de sus películas tienen magos al centro del relato, como personajes secundarios o, de plano, recurren a la magia o a lo sobrenatural para sostener sus argumentos. A saber: Zelig, Broadway Danny Rose, La rosa púrpura del Cairo, Edipo reprimido, Alice, Desmontando a Harry, La maldición del escorpión de Jade, Scoop y, claro, Medianoche en París, la-película-que-sucedió-en-dimensiones-paralelas antes que Interstellar.

11) Los primeros minutos de Magic in the Moonlight son largos y tensos, lo único rescatable, pero, eso sí, genial, es cuando Colin Firth dice en Barcelona me aman y tú sabes que ese es Woody riéndose de Woody (la estatua se la hicieron en Oviedo, pero da lo mismo, ¿cuántas ciudades han levantado monumentos a los cineastas que las han usado como locaciones?) Luego, toda la secuencia en que Simon McBurney (que debería actuar ya en una biopic de Roman Polanski) le explica la trama de la cinta a Colin Firth es barata y casi daría lo mismo –y habría sido menos penoso– que te lo hubieran contado con más letras blancas sobre fondo negro. Sin embargo, te ríes. Hay un par de buenas bromas o mejor dicho lo que hay es un par de buenas líneas. Y te ríes. Te ríes porque quieres reírte. Te ríes porque quieres querer reírte. Te ríes un poco por compromiso, a la fuerza, como si no reírte fuera asumir ante los demás una especie de derrota o, aún peor, realizar una traición en público. Casi nadie más se ríe, pero tu te ríes igual. Te ríes fuerte y claro para que todo el mundo sepa que te estás riendo.  

12) La trama es esta: Berlín, 1928. Colin Firth es, al mismo tiempo, un hombre agnóstico, amargado por la condición terrenal de lo finito, y el mejor mago del mundo; Simon McBurney, su amigo, que posiblemente sea el segundo o el tercer mejor mago del mundo, le pide que lo acompañe al sur de Francia donde una joven americana que dice tener poderes psíquicos y asegura ser capaz  de contactarse con el más allá está embaucando a una familia rica pero honrada. Hay, claro, una tragedia clásica: el hijo de esa familia, que ha quedado a cargo de los negocios tras la muerte del padre, con quien la madre pretende comunicarse a través de la supuesta médium, está perdidamente enamorado de la embaucadora y, además de serenarla con un ukelele y ojos de niño hambriento, le consulta cada una de sus decisiones personales y profesionales. La misión de Colin Firth, entonces, es desenmascarar a la estafadora.

13) La trama, seamos sinceros, importa poco. Ya sabes lo que va a pasar: Colin Firth se enamorará de Emma Stone, la americana embustera. Lo que importa es las cosas que va a decir para conquistarla. Ojo, las cosas que va a decir, no las cosas que va a hacer: los hombres marca Allen nunca han sido capaces de enamorar con acciones sino con diálogos, recurriendo al humor, al ingenio, al pesimismo y a la fatalidad. (Cuando han corrido, como al final de Manhattan, ha sido ya demasiado tarde).   

14) Colin Firth hace el peor papel de su vida, tieso y desabrido, histérico y exagerado, todo mal, como si nadie lo estuviera dirigiendo o como si él estuviese más preocupado en impresionar al director que en actuar. Hay, sin embargo, un detalle que te atrapa y que no tiene nada que ver con su actuación. Firth se presenta como Stanley Taplinger. Es un nombre falso pero la referencia o la referencia que tu crees estar descubriendo es clarísima. Taplinger suena demasiado parecido a Salinger y todo tiene sentido porque, ahora que lo piensas, en Poderosa Afrodita hay una escena en la que Woody Allen y Helena Bonham Carter (pre Fight Club, pre Tim Burton) tratan de elegir un nombre para el niño que acaban de adoptar y él dice “Holden, como en El guardián entre el centeno”. Y tú, que lo pensaste entonces, lo vuelves a pensar ahora. A Woody le gusta Salinger. Y sonríes. Y eres feliz. Y concluyes que sí, son esas pequeñas cosas las que le dan sentido a la vida.

15) Captas que lo que debes pensar y asumir y abrazar es que no estás viendo la nueva película de Woody Allen sino leyendo el nuevo guión de Woody Allen y que te gustaría tenerlo entre las manos para poder subrayar un par de cosas. Subrayarías esto: You’ve always been so certain about the world and I’ve always tried to teach yo that we don’t know. Esto: You’re born, you commit no crime, and then you’re sentenced to death. Esto: When the heart rules the head, disaster follows. Y hasta subrayarías esto: I never thought you could be this beautiful… I believe that the dull reality of life is all there is but you are proof that there’s more, more mystery, more magic. Y entonces te relajas y tratas de retener esas frases en la memoria porque sabes que las vas a necesitar (no para escribir esto sino para cuando ocurra una verdadera emergencia y haya que romper el cristal).

16) Crees que te vas a poder olvidar de la imagen pero Woody filma de tal forma que es imposible no querer estar ahí, adentro, en la película, aunque sea de turista o escondido detrás de un árbol, espiando. En tiempos en los que todo son efectos especiales por un lado y realismo extremo por el otro, Woody usa la cámara para encuadrar y enfocar la belleza natural que solemos olvidar: uno de los realizadores más públicamente pesimistas y apocalípticos todavía puede ver al mundo como un lugar hermoso, digno de ser vivido, digamos: quizás por eso, para poder verlo así, para poder creerlo, es que tiene que filmarlo de esa manera, casi ecologista. (Recuerdas que en el maravilloso Woody Allen: A Documentary, donde Woody hace sin duda el papel de su vida, ese por el que será recordado, Martin Scorsese dice que Woody filma Nueva York no sólo como si fuera otra ciudad sino como si fuera otro planeta: y tú reconoces que si bien alguna vez quisiste ser un Goodfella de Brooklyn al final del día preferirías vivir en un apartamento lleno de libros en Allen Planet, cerca del Central Park)

17) Woody filma la Riviera Francesa como una esquina del paraíso y te hace sentir la briza.

18) Woody filma a la gente rica como si también fuese gente culta, interesante y sensible, es más, quizás sea el único director de cine en la actualidad que en vez de atacar abiertamente a la clase alta o cuando menos ridiculizarla opta por redimirla demostrando que el dinero no siempre corrompe o no sólo sirve para corromper, también educa, también te hace viajar –no sólo de compras–, te da temas de conversación y te compra entradas a la ópera: la gente rica de las cintas de Woody es, por lo general, gente bien informada y hasta filántropa, tiene buen gusto, buenos modales, buen vocabulario, buena higiene, buenas y surtidas bibliotecas y a veces incluso buenos sentimientos. En Magic in the Moonlight, los ricos pasan demasiado tiempo bebiendo (una pena cómo el alcohol ha dejado de ser visto como una forma de refinamiento) y jugando tenis y nadando en la piscina o bailando en fiestas que parecen salidas de El gran Gatsby, pero nunca parecen vacíos o superfluos. El secreto, quizás, sea este: la burguesía que retrata Woody Allen tiene clase y eso es algo que no se compra con dinero.

19) La forma en que Woody Allen filma a Emma Stone impresiona por su frescura: cuando un hombre ve a una mujer por primera vez, la inventa. Con el pelo corto, casi rojo pero no del todo, onda Heidi-teen-con-la-libido-despierta, Stone parece más joven y delgada e inocente que hace siete años, cuando la conocimos gracias a esa cinta mayor que el tiempo y la capacidad que tiene el verdadero arte de prevalecer ante los ataques más irracionales y los críticos más feroces se han encargado de trepar a la categoría de obra maestra: Superbad. En las manos de Woody, o, mejor dicho, bajo su mirada, Emma Stone ha vuelto a nacer: ahora tiene pecas, maneras lo suficientemente sofisticadas y lo suficientemente silvestres, y esta vez sí parece que creció o que está creciendo en una pintura de Norman Rockwell.

20) Mientras la película avanza, tú vas aflojando, entregando, bajando la guardia que, en realidad, nunca tuviste arriba.

21) Sí. No es una de las mejores películas de Woody Allen, pero en cada película de Woody Allen hay una de las mejores escenas del cine de Woody Allen (lo mismo pasa, por ejemplo, con los discos de Bob Dylan: en cada disco de Bob Dylan está una de las mejores canciones de Bob Dylan y eso convierte a cada álbum en algo indispensable). En Magic in the Moonlight, ese momento podría ser el vestido de Emma Stone en la fiesta tipo Gatsby, pero no, hay una secuencia existencial que viene casi a continuación del vestido y no podemos pasar por alto. Ese momento es este: Colin Firth entra a la habitación vacía de un hospital –que, claro, es tan elegante como debe ser la antesala del paraíso– y en contra de todos los principios que han justificado su vida agnóstica y científica y malhumorada, empieza a rezar por la salud de su tía (Aunt Vanessa, sin duda, el mejor personaje de la cinta, la más sabia, la más aguda, la más acertada, la más distinguida, la más directa y la más sutil, ¡grande Eileen Atkins!). Colin Firth, que a estas alturas está ya más que enamorado de Emma Stone y ha encontrado en ese amor algo en lo que y por qué creer (recordar Confesión, de Tolstói), se rinde ante la posible existencia de un ser superior que maneja nuestro destino y después de una plegaria francamente conmovedora, capaz incluso de hacernos creer a todos que Dios existe y puede salvar a nuestras tías cuando están muy graves de salud, se da cuenta de que está haciendo el ridículo; se da cuenta de que está hablando solo; se da cuenta de que nadie le va a responder. Y ahí está. Eso es. Este es el momento que te hará recordar Magic in the Moonlight. Este, ese, es Woody Allen aceptando de una vez por todas su mortalidad. Este, ese, es un hombre de 80 años mirando a la muerte directo a los ojos. Este, ese, es un ser humano que está aceptando que el final está cerca y que después del final no hay, no habrá, nada. Sí, en una comedia. Sí, en una comedia romántica que empieza con un elefante que desaparece y terminará con un beso.

22) ¿Habrá vida sin Woody Allen? Sí, pero no será lo mismo.

23) Piensas en un sueño recurrente. En ese sueño, hay una película que se llama The Last Picture, written and directed by Woody Allen. La cinta es en blanco y negro y está protagonizada por un director y guionista de cine que es judío y neurótico y bajito y delgado. La trama es esta: el cineasta está demasiado anciano para seguir filmando. Y eso es todo lo que pasa. Al final de esa película, al final de ese sueño, lloras.     

24) Al final de Magic in the Moonlight, como dije, está el beso. Un beso ya sin mucha importancia, un beso protocolario y acaso ridículo que podría bien no haber sucedido, un beso que sin embargo es un riesgo y un símbolo de fe. Y recuerdas esa vez en la que una mujer de la que estuviste enamorado, después de leer la carta en la que Woody se defendió de las acusaciones de Dylan Farrow, te dijo ¡ganamos! Así: ¡Ganamos! En plural. Como si ella y Woody y tú hubieran sido, alguna vez, un equipo. Y sí, lo fueron. Vaya que lo fueron. Ese amor no habría sido ni la mitad de lo que fue sin Woody Allen.

25) Las películas pueden unir a las familias. Mi primo dice bueno, creo que no siempre hay que hacerle caso a los críticos. Mi tía dice a mí me encantó. Mi tío dice lo mejor, como siempre, fueron los diálogos. Mi tía propone que cambiemos los planes de la familia para fin de año y que nos vayamos todos al sur de Francia. Tú y tu primo gritan ¡vamos! Tu tío pregunta, ¿qué familia?, ¿los Rockefeller? Y, como en una comedia apta para todo público, todos ríen.

26) De vuelta en casa, tu tía se queja porque en Netflix no hay suficientes películas de Woody Allen y ella quiere seguir viendo a Woody Allen. Le dices que tienes una copia de Annie Hall porque nunca viajas sin una copia de esa película en tu maleta. ¿De verdad?, pregunta tu tía, un poco preocupada. De verdad, respondes, con toda la certeza del caso. Bueno, préstemela, dice tu tía.

27) Sabes que vas a escribir algo. No será una reseña. Será algo más personal. Más geek. Más nerd. Más cursi. Algo sin sentido porque lo único que quieres es aprovechar la oportunidad y escribir las palabras Woody Allen la mayor cantidad de veces posible. Sabes que será larguísimo, insoportable, polarizado.

28) Mientras haces el research para lo que crees que quieres escribir, te encuentras con una cineasta francesa llamada Sophie Lellouche que, en 2012, estrenó una cinta llamada París-Manhattan, una comedia romántica cuyo personaje principal es una joven farmacéutica obsesionada con Woody Allen. Miras los avances y Subrayas esto: Me temo que será muy sutil e inteligente para usted. Esto: Si es divertida, me dejaré seducir. Esto: ¿Quiere almorzar conmigo? No, acostarme, como mucho. Y esto: Sus películas sólo hablan de eso: de parejas que se quieren, que dejan de quererse, que se engañan. De la vida…  Ya sabes lo que pasará: ella se enamorará del tipo que nunca ha visto una película de Woody Allen. Y te sientes menos loco. Menos freak. Menos solo. Te sientes mejor.

29) En la mañana que le sigue a la noche en la que fueron al cine, encuentras a tu tía acostada en su cama después de las diez; esto es, digamos, paranormal. ¿Estás enferma? No, me quedé viendo Annie Hall. Y sonríen. Y se miran. Y tú dices well, we all need the eggs. Y ella, con la boca abierta y los ojos más grandes que en cualquier otro día, como si esa fuera la única verdad absoluta a la cual un ser humano puede aferrarse en este mundo, asiente con la cabeza. Most of us… need the eggs.

30) La película que estrenará Woody Allen el próximo año aún no tiene nombre (es decir que, como todas en algún momento, se llama Untitled Woody Allen Project) La trama, según los rumores de corredor, es esta: en el campus de una pequeña ciudad universitaria, un profesor de filosofía en plena crisis existencial se enamora de una de sus alumnas y descubre un nuevo propósito en su vida. ¿No es la película que acabo de ver? Los protagonistas son Emma Stone y Joaquin Phoenix. Ahí estaremos.   

          

11.25.2014

El camino de regreso (writer’s cut)


Cuando recibí su mail había pasado más de un año desde la última vez que la vi, en el funeral de su esposo.

Recuerdo ese día. Era domingo y tuve muchas dudas sobre asistir o no al velorio. Entiendo la función social de los entierros: la oportunidad para que los amigos y los seres queridos participen de lo que suele llamarse el último adiós. La oportunidad de acompañar en silencio. La oportunidad de estar. Pero, por otra parte, me parece que pocos momentos son tan necesariamente privados y tan infinitamente íntimos como un funeral y que uno no debe intervenir en ellos a menos que se lo pidan.

Si perdiste a alguien cercano, más aún si se trata de esa persona que creías te completaba, se entiende que tu sufrimiento es del tamaño del cielo; ¿por qué, entonces, debes además lidiar con gente que viene –con sus mejores intenciones, es cierto, aunque no siempre– a recordarte cuán bueno era lo que perdiste, con gente que viene a hacerte llorar? Las memorias que tengo de funerales familiares en los que he tenido que dar besos en la mejilla y abrazos a gente que me da su sentido pésame son las peores. Si hubiese sido yo el muerto les habría dicho: lárguense, dejen a mi familia en paz.

Esta línea de pensamiento, que no me parece nada más que sentido común y respeto al derecho ajeno (sufrir también es un derecho), no la comparte nadie o casi nadie. Por eso llegué al funeral como llegué, un poco a la fuerza, empujado por amigos en común.

Para ser franco, esperaba encontrarla destrozada, llorando, arrastrando los girones de su cuerpo de un lado al otro en la sala de velación. Su esposo murió en un accidente: la pérdida fue instantánea y no le dio tiempo para pensar cómo sería la vida después de la muerte. Además, quedaba con ella una niña de poco menos de un año que extravió a su padre cuando apenas lo estaba conociendo. Pero no. Estaba tranquila, no tenía puesta ropa de duelo y ni siquiera se le notaban en el rostro la hinchazón que dejan las lágrimas o las marcas hipertensas de las horas sin dormir. Ese día, mientras la veía ver el cajón en el que enterrarían a su esposo, pensé que ella era y siempre había sido una mujer fuerte, independiente, fajada, y que seguro encontraría la forma de salir de ese agujero negro. No saldría ilesa porque, lo sabemos, nadie baja vivo de una cruz, pero saldría.

El mail decía que pasaría dos noches en la ciudad en un viaje de trabajo y que tenía una de esas noches libres. Quedamos en vernos enseguida. Ahora que lo pienso, reaccioné de una manera más bien egoísta: es una época de mucho trabajo en la que el aislamiento es necesario para permanecer enfocado y nada, me venía bien ver a una vieja amiga, salir, caminar, hablar. Los cuestionamientos llegaron luego. No sabía prácticamente nada de su vida después del accidente. ¿Cómo debía tratarla? ¿Cómo se trata a alguien que lleva dentro del cuerpo una herida que seguro continúa sangrando? ¿Con pena? ¿Con solidaridad? ¿Como a una víctima? No. Nada de eso. Insisto: no se puede entrar en la tristeza ajena sin haber sido invitado.

Después de abrazarnos con fuerza y decirnos lo feliz que estábamos de vernos, en un bar trendy del Casco Viejo, arrimados el uno contra la otra sobre un sofá esquinero, me dijo que después del accidente había llegado a un punto en su vida en el que sólo quería dormir: dormir ese sueño largo del que uno espera despertar curado, ese sueño que no existe porque para curarse, lamentablemente, hay que despertar. Que durante meses su problema no fue, como yo pensaba, resetear su vida, maniobrar con la pena y la impotencia y la frustración; sentir que le faltaba una extremidad para la cual no existen prótesis. No. Su problema más grande fue que no sentía nada. Así, literal: se había convertido en una cosa y las cosas no tienen sentimientos. Abría los ojos y no sentía nada. Paseaba por su apartamento recorriendo las memorias de los dos, de los tres, y no sentía nada. Caminaba por la ciudad y miraba el mar y no sentía nada. Ella, que siempre se había divertido comprando ropa y zapatos y combinándolo todo con accesorios, iba al trabajo siempre con el mismo jean y con el mismo suéter, como en pijama, porque no sentía nada. Me dijo que ahora entendía por qué hay gente que se corta y se despelleja: para sentir. (Sí, exacto: I hurt myself today, to see if I still feel) Que miraba a su hija, el cuerpo de su hija, el asombroso pelo de su hija, la sonrisa de su hija, los ojos brillantes y redondos de su pequeña y maravillosa hija, y no sentía nada.

La mujer a la que yo había visto en el funeral, que sonreía tranquila y daba abrazos y besos en la mejilla y no tenía más que palabras de agradecimiento y cariño para todos los que se le acercaban, la misma que me dijo, en el funeral, que estaba feliz de vernos a todos pero sobre todo a mí, aún no se había dado cuenta de lo que estaba pasando. Aún no se convertía en la cosa que no sentía. Durante nuestra conversación me quedó claro que, por un rato, ella también había muerto.

Un día, mientras peinaba el asombroso cabello de su maravillosa hija de ojos redondos y brillantes, le dijo a la pequeña que parecía una princesa. La niña se volteó para encarar a su madre, le señaló la cara y le dijo: tú princesa. En ese momento, me dijo, tomé la decisión de seguir viviendo. 

Se levanta a las cinco de la mañana todos los días, va al gimnasio, se viste para ir al trabajo y por las tardes pasa todo el tiempo que puede con su hija, sintiendo cosas, volviendo a sentir. Esa noche, en Casco Viejo, estaba arreglada, maquillada, guapa. Aunque todavía hablaba de su esposo en tiempo presente, como si estuviera vivo, decía que estaba recordando cómo se sentía ser observada, deseada, cotizada. Y yo pensé: esta es una mujer que está haciendo el camino de regreso, que quizás no sea capaz de volver al punto exacto donde lo irremediable interrumpió su vida para empezar de nuevo, pero que pronto, más pronto de lo que ella misma piensa, estará otra vez frente a su destino y caminará sin miedo por lo desconocido.

(SoHo)