1.20.2014

Roda de Samba


Aquí, en un pequeño bar de Copacabana llamado Bip Bip, el domingo por la noche parece otra cosa. En la puerta, sobre la Rua Almirante Gonçalves, a dos cuadras de la playa, la gente toma cerveza y mira lo que pasa adentro: hay cuatro mesitas colocadas la una junto a la otra y, a cada lado, hombres con guitarras. Los hombres están cantando samba, pero no la samba del Carnaval de Río en el sambódromo sino algo mucho más tranqui y desenchufado, algo que la gente baila en voz baja.

Parece un jam session y también parece demasiado sencillo para ser real. El proceso es, más o menos, el siguiente: uno de los hombres con guitarras –de cuatro, seis o siete cuerdas– empieza a tocar y a cantar, despacio, como dándole tiempo a los otros para que se acuerden, y los otros se acuerdan. De a poco, los otros agarran los acordes al paso y se trepan a la melodía como si siempre hubiesen estado ahí arriba, prendidos a los acordes. Esto me recuerda el comienzo de los conciertos de Grateful Dead: así, como quien no quiere la cosa.

Aunque aquí nadie vino a lucirse, los hombres con guitarras que no se acuerdan de algún acorde aprovechan los segundos entre verso y verso, entre coro y coro, para meter arreglos que me suenan bluseros aunque no lo sean. Esto, en cambio, me recuerda a The Band, me da la sensación de estar escuchando a un grupo de amigos que se sienta a conversar, digamos, frente al mar. De pronto, la gente que los rodea –cierta gente, los escogidos, los iniciados– identifica el tema y empieza a cantar entre dientes, haciendo un coro de susurros. Es raro, pero se entiende. En el Bip Bip no hay ni micrófonos ni amplificadores ni nada por el estilo y cualquier escándalo podría sonar más alto que los músicos.

Veo a una pareja de chicos, él lleva una camiseta de Pulp Fiction y un sombrero tipo La Naranja Mecánica; ella va de licra negra, Converse, lentes de marco hipster y tiene puesta la clásica camiseta amarilla que dice Never Mind The Bollocks Here’s The Sex Pistols. Los chicos se abrazan, se besan, bailan muy juntos y a cada rato van hasta el fondo del bar para sacar del congelador dos latas más de Antártica, Cerveja Pilsen. Esos dos chicos, dos en la ciudad, que se esfuerzan demasiado they try too hard, you know– y que ahora no están haciendo mosh o escuchando a The Smiths en vinilo sino abrazados a una samba que suena a bolero me parecen lo más latinoamericano que he visto en años.

Entre el público hay gente del barrio que hace esto todos los domingos y un par de turistas a los que se les nota que acaban de llegar, como yo. Tienen en la piel el tono rojo y brillante de los primerizos; tienen esa ropa que, obvio, compraron exclusivamente para este viaje y que les serviría más a bordo de un yate; y no tienen idea de lo que dicen las canciones pero las entienden perfectamente. A mí me pasa lo mismo. No hablo portugués, pero entiendo la música. Entiendo, sobre todo, cuando una señora gorda y bajita, de pelo corto teñido de rojo y vestido a rayas, apoya las manos en la mesa y empieza cantar. Su voz es la voz del tiempo, de las cosas que le han pasado, una voz autobiográfica que en este preciso momento escribe dos o tres líneas en el libro de mi vida.

Alfredo, el dueño del Bip Bip, es un hombre de barba blanca, guayabera y bermuda. Se la pasa sentado a una mesita –otra mesita– en la vereda y tiene un cuaderno donde anota los nombres de sus clientes y las cervejas que consumen. Nadie le paga sino hasta el final, esas son las reglas. Alfredo confía en la gente y la gente confía en que Alfredo mantenga este lugar tal y como ha sido desde que lo fundó en 1968: pequeño, acústico, en directo. Por eso, cuando la conversación de los clientes tapa la música, Alfredo se levanta y suelta su propia estrofa en un aullido ronco y viejo, Porra, caralho, filho da puta! Dicho esto se hace el silencio y la música vuelve a dominar la Rua Almirante Gonçalves. Es domingo por la noche, pero parece otra cosa. Mejor así.

(SoHo)   

1.09.2014

El compañero Walter


La increíble vida de Walter Mitty es una película perfecta para empezar el año. No digo que sea, en efecto, perfecta ni muchísimo menos, digo que se presta y combina -como el pavo, como el champagne- con el estado de ánimo que necesitamos estos días y que es una buena cinta para arrancar el 2014. Su mensaje, la moraleja que no se incomoda en disimilar ni por un segundo, es justamente ese: tu vida tiene que empezar en algún momento y no hay mejor momento que este momento. Ahora. Ya. 

Walter Mitty es un tipo más que normal, cuarentón, silencioso y gris, de esos a los que basta mirar una sola vez para saber que nunca le robaron un beso a nadie, que en sus exámenes de sangre sobra rutina y faltan aventuras. Y bueno, esta es la historia de sus primeras aventuras, un poco exageradas e increíbles queriendo decir con esto que resultan difíciles de creer; como dice uno de los personajes hacia el final de la cinta, “te veo y parece que Indiana Jones se mezcló con el vocalista de los Strokes”. Y quizás el exceso de fantasía y efectos especiales colabore con el desapego que tarde o temprano viaja de la pantalla a las butacas, pero el buen Walter tiene algo a su favor: está tratando de subirle el volumen a su voz interior, de mejorar su biografía mientras aún le queden páginas en blanco y en esas, más o menos, estamos todos, ¿no? Pienso en una frase del libro Los jardines de Kensington, del escritor argentino Rodrigo Fresán: la clave para una gran vida está en inventarse primero a uno mismo y recién después a los demás… la mayoría de las personas lo hacen al revés… y se mueren sin haber sido nada más que visitantes a un museo cuando podrían haber optado por ser obras de arte. Cuando encontramos a Walter está en la dura transición de turista en museo a obra de arte. No es fácil, pero ahí está Ben Stiller, director y protagonista de la película, cargado de buenas intenciones como siempre, empujando desde la vanguardia apta para todo público las causas del héroe que ha decidido interpretar en esta ocasión; y ahí está la cada vez más hermosa Kristen Wiig, encantadora desde el principio, una pelada tan bacán que evidentemente es producto de la ficción y nada, te enamoras igual; y ahí están, también, Sean Penn y su personaje, un aventurero de verdad, un hombre sin celular ni laptop que detona la búsqueda, esta sí increíble, que conduce a Walter a lo largo y ancho de la cinta y de paso nos va llevando hacia nuestro propio reflejo. 

Y sí, quizás exagero, pero el año recién empieza y quiero ser optimista mientras pueda y esta película me ha hecho sentir que hay cosas allá afuera que debo salir a buscar. Aunque 2014 suene a mucho, no es tanto: por lo menos no es demasiado tarde. 

(El Diario)  

1.06.2014

Mente a demente



Una noche, después de beber varias copas de vino y fumar no poca marihuana, un hombre decide luchar contra su insomnio. Este hombre lleva semanas, quizás meses, tomando pastillas para dormir a diario al momento de acostarse. Y está harto. No quiere depender de esas pastillas que consigue en la farmacia sin receta. De hecho, siente que no está en edad para andar dependiendo de pastillas: cree que es demasiado joven para algo así. Las pastillas, piensa, son para los enfermos. Y él no está enfermo o por lo menos no quiere estarlo aunque a veces, aquí entre nos, se siente como un hombre que lleva mucho tiempo enfermo. El punto es que llega a su casa pasadas las dos de la mañana, entra a su cuarto, enciende una lámpara y mira, en el velador junto a su cama, las pastillas. Se lava los dientes y mira las pastillas. Prende el aire acondicionado y mira las pastillas. Se acuesta, mira las pastillas y, haciendo un esfuerzo que requiere de todo su valor, mira las pastillas una última vez más antes de apagar la luz. El cuarto queda a oscuras y él queda en la cama, boca arriba, mirando sin remedio los trozos de esa oscuridad cayéndole encima. Cierra los ojos y aparece esa otra oscuridad, la suya, muy distinta a la del cuarto: su oscuridad trae sonidos que él preferiría no escuchar y esos sonidos son –no podrían ser otra cosa– sus propios pensamientos. El hombre se pregunta cómo pueden tantas ideas y tantas imágenes y tantas sensaciones y tantos recuerdos y tantas alucinaciones y tantas cosas nunca dichas y tantas cosas que nunca se debieron decir y tantos arrepentimientos y tantos planes y tantos planos y tantas plantas y tantos viajes en el tiempo y tantas cosas que aún no han pasado ni pasarán entrar en su cabeza que, dentro de todo, no le parece tan grande. Se pregunta, también, cómo puede sobrevivir con todo eso metido allí adentro, debajo del pelo. Pero recordemos que está medio borracho y un poco high y entonces se siente más valiente de lo acostumbrado. Este hombre, esta madrugada, cree que puede conseguir el sueño sin ayuda de las pastillas que, lo sabe, lo siente, lo presiente, están en el velador. Y aquí va. Gira para un lado. Gira para el otro. Da vuelta a la almohada. Se quita el edredón de encima. Cambia la temperatura del aire acondicionado. Y se repite, una y otra vez, que lo está logrando, que se está quedando dormido, que pronto, en cuestión de segundos, no sabrá si los que pasan frente a sus ojos son los mismos pensamientos que pasaron frente a sus ojos hace apenas un rato o su inconsciente procesado en un sueño indescifrable cargado de significados y predicciones que ya nunca podrá recordar. Y este hombre, esta madrugada, insiste. Dice que está quedándose dormido, dice, se dice, que el vino estaba muy bueno y la marihuana estaba aún mejor y que sólo los reyes duermen tan bien como él dormirá dentro de un momento, sin darse cuenta acaso. Y gira para un lado y gira para el otro y cambia de lado la almohada y se quita el edredón de encima y cambia la temperatura del aire acondicionado. El sueño está llegando. El sueño tiene que llegar algún día. Fueron cuatro botellas de vino y no poca marihuana. Es más, mientras llegaba a su casa en el auto de un amigo ya se estaba cayendo del sueño y de la risa. Acomódate, el sueño va a llegar en cualquier momento, piensa este hombre durante esta madrugada. Está feliz. Más que feliz, está orgulloso de sí mismo por haberse atrevido a enfrentar una noche de insomnio sin las pastillas. Se prepara entonces para quedarse dormido. Se pregunta, varias veces, si ya se durmió, si ya está dormido. No lo está. Está más despierto que nunca y en su cuerpo ya no quedan rastros del vino ni de la marihuana ni de la esperanza. El hombre mira la ventana: está amaneciendo. El hombre mira las pastillas.  

(El Comercio)