7.08.2014

Una habitación en el Budapest


I

Cuando se estrenó The Royal Tenenbaums, en 2001, muchos sentimos que habíamos encontrado un nuevo director favorito o, al menos, un director en el que podíamos confiar y al que seguiríamos donde fuera. El efecto fue retroactivo. De pronto, queríamos saber más de Wes Anderson, queríamos saberlo todo. Vimos Bottle Rocket (1996), nos emocionó por su ingenuidad y su incómodo romanticismo. Y también vimos Rushmore (1998) y entonces sí, quedó claro, Wes Anderson era en genio.

Han pasado casi veinte años desde que Wes Anderson se abrió camino como cineasta independiente para luego convertirse en figura de culto y, finalmente, transformarse en una especie de certificado cultural que calificaba a cierta gente, automáticamente, como cinéfila, inteligente, sensible y cool al mismo tiempo. Sin embargo, algo pasó después de The Royal Tenenbaums, cuando los seguidores del director esperábamos que nos diera poco menos que la mejor película de la historia del cine. Primero, Anderson dejó de ser un tipo desgarbado, despeinado, constantemente nervioso, acaso incapaz de funcionar fuera de un set decorado con sus obsesiones recurrentes: jóvenes heridos por su inteligencia precoz, amores imposibles, familias fracturadas, padres ausentes que nunca supieron cómo ser padres; y también cambió su temblorosa apariencia, acompañada siempre por un peinado medio grasoso que no se terminaba de enfocar, por la de un cineasta consagrado prematuramente (esto es, claro, culpa nuestra) que se vestía como Fellini y aparecía en comerciales de tarjetas de crédito desplegando una seguridad nunca vista en sus personajes. Ahí empezó la sospecha. Está bien, lo acepto, pensar que los creadores deben parecerse a sus personajes es un esfuerzo adolescente que muestra debilidad, pero eso es lo que uno cree o quiere creer o se obliga a creer para estar tranquilo.

II

Su cuarta película, Life Aquatic, llegó en 2004, tres largos años después de los Tenenbaums, y hubo sentimientos encontrados entre los que esperábamos sino la continuación del milagro sí una hazaña similar. Seguro hubo, hay, gente que la defiende, que supo ver lo que otros no pudimos y aprecia los detalles –ocultos en misteriosos rincones poéticos– que otros dejamos pasar porque simplemente esperábamos una buena película. Mentira. Estafa. Basura. Life Aquatic tiene la estética, la cromática, la costumbre visual de Anderson, pero le falta carne, algo de verdad, algo que contar más allá de una serie de secuencias que pretenden ser más emocionantes y aventureras de lo que realmente son. Lo mejor de Life Aquatic ocurre al final y, esto sí debo reconocerlo, es asombroso e inexplicable. Cuando el equipo de Steve Zissou encuentra la criatura casi mitológica de la que hablan durante toda la cinta, ese tiburón con piel de tigre que brilla en la oscuridad, uno se siente parte de ese hallazgo, es más, uno siente que ese hallazgo es importante por cosas que no tienen nada que ver con la película: encontrar al tiburón es encontrarle un sentido a la vida (un sentido que, ojo, era poco probable y más parecía un pretexto para seguir viviendo), probar que aún con todo en contra, cuando los demás han perdido la fe en ti y tú mismo empiezas a dudar de tu cordura, si sigues ahí, si resistes, eso que buscas va a aparecer: así sea en lo más profundo y oscuro del océano.

Wes Anderson perdió credibilidad con Life Aquatic, quizás se confió demasiado o cayó en el mismo embrujo en el que nos había hecho caer a nosotros y pensó que mientras los decorados funcionaran todo lo demás encajaría de una forma u otra. Error.

III

Luego vinieron dos cintas, para mí, mal entendidas y peor recibidas. The Darjeeling Limited (2007), que no le gustó a nadie o a casi nadie, en la que ya empezaron a decir que de Anderson quedaban poco más que el vestuario bien combinado, que se había agotado, quemado, plagiado, pero en la que está quizás su discurso más sólido y mejor elaborado sobre la relación familiar entre hermanos, sobre la distancia que debe tomarse de los mayores para construir una identidad propia y sobre la cercanía que es, al final del día, la única manera de sobrevivir. Darjeeling tiene, como siempre, más extravagancias de las que en efecto necesita para contar lo que quiere contar (que fuera del ruido y las distracciones, no es poca cosa), pero cuenta, habla, palpita, logra entenderse con el público (aún con el público que no la entendió o no quiso entenderla) y deja ver lo que siempre hemos sabido pero nos negamos a aceptar: después de todo, nos necesitamos, la familia puede hacerte sentir como un alien pero, ojo, también rodearte de otros aliens y relajar los músculos de la locura juntos.

El otro caso es Fantastic Mr. Fox (2009), una película que pude entender y disfrutar mucho después de haberla visto por primera vez, una cinta que me superó cuando fui al cine pero que luego, en nuestros encuentros casuales en la televisión, creció dentro de mí como cuando alguien, de pronto, te cae bien porque no le exiges que cumpla tus expectativas sino que la dejas ser como es. A Fantastic Mr. Fox le fui cogiendo cariño con el tiempo, tal vez porque no es lo mismo hacer fila y esperar a verla en una sala de cine con esa mezcla de ansiedad y terror que agarrarla empezada en el cable, por casualidad, sin compromiso, y descubrir que te estás riendo de cosas de las que no recordabas haberte reído la primera vez, que estás enganchado sin proponértelo, que pensaste en cambiar de canal pronto pero la viste hasta el final y quedaste satisfecho, contento de haberle dedicado una noche que pudo fácilmente ser otra de esas noches que pueblan el olvido, que si les prestas tiempo, atención, confianza, y les quitas la presión de estar dentro de una cinta de Anderson, esos muñequitos pueden hacerte sentir cosas que mucha –demasiada– gente de carne y hueso ni siquiera es capaz de sugerirte.

Aún así, la figura de Wes Anderson fue cayendo en la afonía que le sigue a la furia. O no creció tanto como esperábamos. O creció, pero no verticalmente sino marchando sobre su propio terreno hasta desgastarlo. Y, claro, el tiempo pasa y las cosas cambian, se enfrían, uno conoce a otra gente, mira para otro lado en busca de nuevos asombros. Uno no se olvida de los cineastas que alguna vez lo ayudaron a forjar el carácter y definir su personalidad, pero sigue, se cansa de esperar y continúa con su vida.   

La prueba definitiva fue Moonrise Kingdom (2012), una película que esperábamos con fe y que nos decepcionó de manera colectiva. Raro. Todo Wes Anderson está en esa película: su mirada, su moral, sus preocupaciones, su manera infantil de dividir al bien del mal. Pero algo no funciona. Moonrise es cómoda y parece haber sido hecha con espíritus de películas pasadas en las que sí había un corazón bombeando cine. Algo falta. Y es la emoción. En Moonrise Kingdom todo es lindo, todo es hermoso, todo es como para llevárselo a la casa y ponerlo en la sala, pero ya nada sorprende, nada te hace pensar que hay sitios que aún no conocemos y deberíamos partir hacia allá lo antes posible. El director que parecía tener una mente dedicada a expandir sus traumas y sus emociones, se había convertido en una parodia de sí mismo, en una copia de autor, en uno de esos cineastas que hacen la misma película una y otra vez pero se olvidan del arte de la repetición y vuelven el proceso terriblemente mecánico. Moonrise Kingdom es demasiado romántica e idealista como para tomarla en serio y por eso abrió una grieta en la carrera de Anderson: antes estábamos dispuestos a darle siempre otra oportunidad, a creer todo lo que nos decía sin importar lo repetido que sonara, pero ya no. Ya no. Hasta The Grand Budapest Hotel. 

IV       

Quisiera decir que la última película de Wes Anderson es perfecta, que es la película que veníamos esperando desde hace tanto. Pero no, tampoco. Y, además, esta vez no se no se trata de eso. Lo que importa, lo que realmente importa, es que Wes Anderson ha vuelto. ¿Dónde estaba? No lo sé, supongo que caminando despacio en su propio mundo y tratando de buscar puentes entre ese mundo y el nuestro; una causa a la que, gracias al cielo, ha renunciado. Ya no existen lazos entre su creación y el consciente colectivo común. En ese sentido, Wes Anderson finalmente lo logró. Dio el salto de la fe, ese del que no puedes arrepentirte. Ahora está allá, del otro lado, en su sitio; y ojalá no regrese jamás. The Grand Hotel Budapest no guarda ningún tipo de acuerdo pre nupcial con el público, no siente la obligación de complacer ni la preocupación de desafiar, es sólo una cinta en la que el director, como los grandes, dice este es mi universo, este es mi lugar, esta es mi gente y aquí es donde vamos a vivir de ahora en adelante. Tómenlo o déjenlo, ese es problema suyo. Wes Anderson ya no tiene ese problema. Para los que lo hemos seguido desde el principio, esperando en cada estreno una revelación mística que nos guíe en este valle de lágrimas, para los que sufrimos cuando nos decepciona y tratamos inútilmente de defenderlo en público, The Grand Hotel Budapest es el encuentro con la libertad, la llegada a un momento de madurez creativa y personal que tiene mucho más que ver con encontrarse a uno mismo que con hacer la película perfecta. Ese fue el error, nuestro error. Nunca debimos pedirle a Wes Anderson que haga una cinta a la que no pudiéramos decirle abiertamente que no. Al revés. Había que pedirle una cinta como esta, con la que se puede discutir, a la que incluso se puede odiar y marginar si hiciera falta, pero a la que debemos reconocerle algo: nadie más podría haberla hecho, ni el mejor Wes Anderson es tan Wes Anderson como este (tal vez porque el guión es un tributo a la obra del escritor austriaco Stefan Zweig y uno nunca es tan auténtico como cuando quiere parecerse a sus ídolos), un director que manda, que trabaja con su esencia, concentrado en el hombre en que ha llegado a convertirse y que quizás sea el único que sabe lo que está pasando en su película. Un director de verdad.

Bienvenidos a The Grand Hotel Budapest. Esperamos que su estadía sea placentera.

1 comentario:

Unknown dijo...

Loved it. La vimos ayer. Hubiera querido verla en el cine, pero ni modo. No podíamos aguantar la curiosidad. Y la música está bacana también.