9.29.2014

Lo peor es que no pasa nada


Mi amiga es una de las mujeres más hermosas que he visto en la vida: una de esas mujeres que podría tener al hombre que le diera la gana. Es chistosa, culta, mal hablada y toma como poeta en día de paga; pero lo mejor es que, con cada trago, sus comentarios van cobrando lucidez, sus bromas ganan maldad y sus observaciones se vuelven agudas hasta el último detalle. El licor, además, la vuelve clarividente: basta con que le digas dos o tres cosas sobre tu presente y ella te dirá todo, todo, sobre tu futuro (no exagero, me ha pasado y le ha pasado a varios desconocidos que luego se volvieron sus, digamos, pacientes). Estuve enamorado de ella durante años, siempre lo supo y cada tanto, para que no te vuelva a pasar, lindo, me recuerda que en ciertas ocasiones se aprovechó de mi cariño y me manipuló sin piedad. Nos acostamos un par de veces, nos confundimos (miento, el único que se confundió fui yo, ella siempre la tuvo clara), pero no pasó mucho más. Nunca fuimos lo que se dice una pareja, pero hasta el día de hoy nos queremos y hablamos con frecuencia cuando alguno de los dos está down.

Esta tarde estoy sentado a su lado en la sala de espera de un psiquiatra en el Hospital Metropolitano de Quito, rodeado de personas que, francamente, no parecerían tener ningún problema: lo que nos demuestra, nuevamente, que todos, todos, estamos en problemas. No hay tal cosa como la gente normal. Ella mira una revista de farándula, antigua, como todas las revistas de consultorio, y se encuentra con una larga entrevista a la cantante mexicana Paulina Rubio. Al final de la entrevista hay una página entera de fotos de la estrella pop en diferentes etapas de su carrera. Mi amiga se mira en ella. Sólo tiene diez años más que nosotros, me dice, diez años. Puta, huevón, antes diez años eran un montón, era full tiempo, ahora diez años no son ni mierda, yo me veo más vieja que ella. La verdad, no se parecen en nada. Yo diría que mi amiga es mucho más guapa y muchísimo más inteligente, por eso reconoce que el tiempo ha pasado para ambas, para todos, y que ya nunca seremos los mismos. Nunca.

Hace nueve meses mi amiga rompió con su último novio, un tipo cuyos temas favoritos de conversación eran los aviones y los caballos, si me lo preguntan, era insoportable; pero tenía un buen trabajo, ganaba dinero, era estable. A veces, me dijo ella una vez, una sólo quiere saber que el suelo donde está parada no se va a derrumbar de repente, que las cosas no van a cambiar por un rato. Estuvieron juntos poco más de dos años y un buen día, sin más, el tipo le dijo que no la veía en su futuro. Así: no te veo en mi futuro. La sacó de su vida después de una especie de visión mística instantánea. Al principio, mi amiga creyó que era un acceso de demencia y que volverían pronto. No volvieron. Él nunca se lo pidió. Ni siquiera la llamó. Fue ella quien, borracha y de madrugada, solía marcar su número y llorar un rato. El tipo siguió con su vida, consiguió otra novia y, al parecer, empezó a construir su verdadero futuro. Mi amiga aún no lo supera y cree que se está volviendo loca.

El psiquiatra fue su última opción. Primero pasó varias semanas de viaje y algunos meses de farra. Bailó y bebió todo lo que pudo y vaciló más o menos con quien se le cruzara por en frente: fue un periodo, me explicó, en el que no tenía sentido ser selectiva más allá de lo superficial, sólo quería vacilar con niños lindos y, ¿sabes qué?, los niños lindos son todos unos losers, supongo que pierden mucho tiempo en el gimnasio, por eso son lindos y… ya pues, no se puede tener todo en la vida. No se enamoró de nadie. No se trataba de eso. Estoy como bloqueada, me dijo. En sus días tranqui, cuando no tenía quién la acompañe a farrear, cuando decidía no contestar los mensajes de su pretendiente de turno, invitaba amigos a su casa para tomar vodka y fumar hierba hasta desvanecerse: de un tiempo a esta parte, eso es todo lo que hace, se queda en casa y se desconecta como puede, cada vez más rápido y por más tiempo. Varias veces me tocó cargarla hasta su cuarto y acostarla en la cama con zapatos y todo. O, cuando ya no me daban las fuerzas, echarle un edredón encima y dejarla doblada en el sofá de la sala antes de llamar a un taxi y regresar a mi casa.   

Mi amiga entra al consultorio del psiquiatra y, según mis cálculos, gasta menos de media hora allí adentro: francamente esperaba verla salir mucho después, quizás con los ojos hinchados o por lo menos sonándose la nariz con un pañuelo de papel. Estoy deprimida, me había dicho en el taxi que nos llevó de su casa al hospital, la depresión es una enfermedad y hay que tratarla con medicinas, como a cualquier otra. No diría que estaba optimista, pero sí esperanzada en un tratamiento, en una cura, quizás incluso en un acto de psicomagia: la tristeza te cansa, te agota física y mentalmente, y llega el punto en que sueñas con un botón que te pueda resetear. Al salir, veo su rostro caído, su mentón rozando el suelo. La veo pagar la consulta y cuando la secretaria le pregunta si el doctor le dio nueva cita ella mueve la cabeza de un lado para el otro con una pena extraña. Luego me mira y me pide que regresemos a casa caminando. Está peor que cuando llegamos.

¿Qué te dijo? Nada. No tengo nada. ¿Le dijiste que estás tomando cada vez más pastillas para dormir? . ¿Le dijiste que te tomas por lo menos un six pack al día? ¿Le dijiste que casi no sales de tu casa? ¿Le dijiste que te duelen los brazos, que tiemblas sin razón, que no comes casi nada? Sí. Sí. Sí. ¿Le dijiste que piensas en él todo el día?, ¿que te pasas horas en la compu viendo las fotos que postea con su nueva novia?, ¿que te lo imaginas tirando con otras mujeres? . . ¿Le dijiste que te encierras en el baño a gritar en la ducha?, ¿que tienes ganas de llorar pero no puedes? ¿Le dijiste todo lo que me has dicho a mí? ¡Puta madre, sí, le dije todo!

¿Y?

Me dijo que estoy viviendo un duelo y que para eso no hay medicinas. ¿Y cuánto más puede durar tu duelo? Mi amiga, una de las mujeres más hermosas que he visto en la vida aún así, con el pelo mal recogido en una trenza que rebota contra su espalda y se deshace, con ojeras que antes eran oscuras y ahora son verdosas, con la piel amarilla,   alza la mirada al cielo, se fija en las nubes, en el vacío que separa a unas nubes de otras, y dice: según el psiquiatra, toda la vida. 

(SoHo)

9.22.2014

Ain’t Talkin’ ‘bout Love


En París era una fiesta, el libro de memorias que, tras la muerte de Hemingway en 1961, se armó con los diarios que él había llevado en París durante los 1920’s, cuando la capital francesa era el refugio y el palacio de los artistas norteamericanos, se cuenta, más o menos, todo. Pero Hemingway, y supongo que por eso nunca se atrevió a publicar sus notas en vida, habla poco de sí mismo y mucho de los demás.

En uno de los capítulos más extraños y privados, Hemingway cuenta que durante un almuerzo con F. Scott Fitzgerald, el autor de El Gran Gatsby, con una mezcla de temor y vergüenza, dándose vueltas y largas para decirle lo que había ido a decirle, se resolvió finalmente a pedirle un favor, digamos, delicado. Zelda, la esposa de Fitzgerald, con quien vivía una relación alcohólica y desatada que pasaba del amor al odio y del odio a la violencia y de la violencia a la humillación y de la humillación al llanto y del llanto al ridículo en la calle y del ridículo en la calle al baile y del baile a los besos en cuestión de segundos, luego de una pelea, lo había acusado de tener los genitales demasiado pequeños como para satisfacer completamente a una mujer… a cualquier mujer.  

Fitzgerald, herido pero, sobre todo, confundido y asustado e inseguro y con un pie en esa otra dimensión que era su vida matrimonial, una dimensión que, por lo demás, jamás llegó a entender del todo, a la que fue adicto y de la que nunca se pudo liberar realmente, le pidió a Hemingway que fueran al baño de hombres y compararan sus respectivos paquetes. Al principio, Hemingway se negó; acaso sintió un poco de vergüenza ajena o simplemente todo el asunto le pareció absurdo y patético. Pero Fitzgerald insistió y no dejó de insistir hasta que dos de los más grandes novelistas que hayan pasado por este mundo se levantaron de la mesa donde estaban, caminaron hacia el baño de caballeros mirando hacia los lados por encima del hombro, cuidándose de no provocar sospechas, y una vez dentro y con la puerta cerrada, abrieron sus cremalleras y se bajaron los pantalones.

Se vieron. Asumo que Fitzgerald se fijó más en Hemingway de lo que Hemingway se fijó en él, pero lo cierto es que, tratando de calmarlo, Hemingway lo hizo “entrar en razón” y logró convencerlo de que su anatomía no había sido en ningún modo perjudicada por la naturaleza. Luego volvieron a su mesa, un poco incómodos, en silencio, y después de unos cuantos segundos de angustia y sudor Fitzgerald inventó alguna excusa para retirarse y, obvio, volver a su casa para seguir peleando con Zelda.

*

Se supone que Zelda nunca pudo manejar del todo el éxito más o menos súbito y más o menos prolongado (esto es, claro, antes de que la muerte lo hiciera inmortal) de su esposo que, en parte, escribió lo que escribió y de la manera en que lo escribió para vender, para conseguir dinero y mantener los caprichos dementes de Zelda, que podía estar de fiesta durante varios días y sin dormir; que de pronto quería alquilar la habitación más cara de un hotel en Nueva York sólo para darse una ducha antes de seguir bebiendo; que a veces, para mantenerse en pie, era capaz de echarse al primer pedazo de agua que encontrara: la piscina de una casa ajena, la fuente de un parque, una laguna al pie de la carretera. Es más, Fitzgerald escribió su primera novela, This side of Paradise (joven y autobiográfica, ¿qué más podía escribir a los 24 años?) para demostrarle a la familia de Zelda que era capaz de mantener una familia y tener un futuro digno. Y, mientras la escribía, también le escribía una carta semanal al objeto de su deseo que, durante el tiempo en que el escritor se hacía escritor, salía con varios pretendientes sin comprometerse con ninguno. Cuando, en 1920, This side of Paradise se convirtió en un suceso literario y financiero, Zelda y Scott se casaron e inauguraron un lujoso y desenfrenado estilo de vida que necesitó, siempre, de constantes inyecciones de capital.      

El mismo Fitzgerald le dijo a Hemingway que en épocas de vacas flacas una forma fácil de hacer dinero era publicar “borradores” de cuentos en revistas, cobrar lo que más se pudiera y, luego, pulirlos, editarlos, terminarlos (muchas veces esto significaba cambiar el desenlace, o sea, colocar el final verdadero) y entonces sí publicarlos como una colección de cuentos propiamente dicha y seguir ganando por los derechos de autor. Hemingway decía que no podía escribir mal a propósito. Pero Fitzgerald pensaba en el dinero. Fitzgerald pensaba en Zelda.

Una de las constantes acusaciones que Zelda usaba contra su esposo era que éste usara material suyo –tan suyo como las notas de sus diarios– para construir personajes femeninos dentro de sus novelas. En 1932, cuando la pareja ya se había separado, cuando el alcoholismo de Fitzgerald estaba fuera de control y cuando Zelda había sido internada en el sanatorio Sheppard Pratt en Towson, Maryland, diagnosticada como esquizofrénica y bipolar, la mujer finalmente se vengó y publicó Save me The Waltz, una novela autobiográfica que incluía muchos detalles de su vida en pareja con el escritor. Y él, a quien se le atribuye la frase …un libro empieza dentro de ti. Trabajas desde dentro hacia fuera. No necesitas sentarte a crear mecánicamente personajes y situaciones. Lo tienes todo dentro… y también esta …no existe una buena obra de arte cuyo arte valga la pena si el artista no se exhibe ni se pone al descubierto, se puso furioso y, a su vez, se vengó con la inmensa Tender is the Night, publicada en 1934. Ese amor, ese odio, esa pasión, ese deseo de ver al otro muerto y esa pulsación en el cuerpo cuando se extraña con las tripas produjeron, por las malas, dos libros bellos y honestos y furiosos y que de alguna manera decían te amo, te sigo amando, te amaré siempre.

*
Diez años después de haberse parado en los hombros de todos los gigantes, a finales de la década de 1930, un Fitzgerald que mantenía su reputación pero había perdido público y celebridad y se vestía con trajes arrugados, aceptó un contrato para trabajar en Hollywood. El encargo era escribir un guión de principio a fin en dos meses y medio, por lo que recibiría dos mil dólares semanales. Otros escritores, algunos caídos ya en su etapa decadente y dependiente y sobregirada como William Faulkner (ver Barton Fink, donde no se sabe si el escritor-guionista borracho es Faulkner o Fitzgerald o una mezcla de los dos), y otros simplemente en busca de un buen sueldo como Raymond Chandler, habían caído o caerían en las manos de productores que buscaban prestigio intelectual para sus películas. Pero, en todo caso, el que un novelista importante trabajara en el cine era una señal de que las cosas no iban bien, quizás, incluso, fuese una forma de aceptar la derrota y sentarse a ver el crepúsculo de los dioses.

El guión que debía escribir Fitzgerald estaba basado en el argumento de un joven llamado Budd Schulberg, hijo del productor P. B. Schulberg, uno de esos hombres que, literalmente, fundaron (¿inventaron?) Hollywood. Budd tendría poco más de veinte años cuando trabajó con Fitzgerald, quien, además de ser Fitzgerald, era su ídolo personal.

Cuando se estableció en Los Ángeles, lejos de Zelda, el escritor vivía con una joven que era en parte su discípula, su admiradora, su enfermera y su amante; pero, además, llevaba varios meses sin beber y tomando pastillas para dormir. Poco después de conocerlo, Budd Schulberg quiso rendirle un homenaje (en verdad, quiso ganarse su amistad a toda costa) y le invitó una copa de champán. Fitzgerald, educadamente, se abstuvo, pero esa abstinencia le duró sólo unos cuantos minutos. Aquella vez bebieron dos botellas de champán y Fitzgerald, por así decirlo, volvió a ser quien era, ese que no quería ser, ese que había acabado con el que algún día fue.

Francis Scott Fitzgerald murió a causa de un ataque cardiaco en 1940, a los 44 años de edad, cuando aún vivía en Los Ángeles y trabajaba para Hollywood. Una década más tarde, en 1950, el joven Budd publicó El desencantado, la novela en la que cuenta, con detalles pero también con respeto, admiración, cariño y una a ratos malvada comprensión, los días que compartió con Fitzgerald. La caída. La caída. La caída.

En El desencantado, un libro perfecto, Fitzgerald se llama Manley Halliday y Zelda se llama Jere. Jere. Me suena a Her. Ella. Ella. Me suena a la única en el mundo y en las páginas de la novela queda claro que Zelda fue la única mujer a la que Fitzgerald amó de verdad, con todo, pasándose de la raya, y de la que se tuvo que apartar para tratar de salvar su propia vida, pero de la que nunca se alejó. Zelda se fue con él y aparece en cada paso, en cada pensamiento, en cada último trago. Fitzgerald no logró dejarla ir y cayó en su propia trampa.

“Tu problema, Jere”, recordaba haberle dicho una vez, “es que no te conformabas con beber de la Fuente de la juventud. No parabas de agacharte para ver tu reflejo hasta que te caías dentro y casi te ahogabas.”
“Yo no me ahogaba para ver mi reflejo”, recordaba que le había contestado Jere, “sino para intentar sacarte a ti de allí”.

Tengo ojos. Sé perfectamente que soy bella. Todas las mañanas, al salir de la bañera, me encanta admirar mi cuerpo en el espejo. Y me digo a mí misma: “Eres mucho más bella que las gordas desnudas de Renoir”. Dice Jere.

El nunca olvidaría la primera vez que vio sus muslos ambarinos como la miel, su estrecha cintura, sus pechos, pequeños y perfectos, la gravedad con que se le acercaba, la sorprendente timidez en sus ojos.

Ella le indicó el sofá y se sentó en una silla, enfrente de él, con las piernas cruzadas. Por alguna suerte de milagro corpóreo que siempre le resultó desconcertante advertir, sus piernas seguían siendo exactamente las mismas. Había algo repulsivo en aquella imagen, las piernas de una joven esbelta a la que él había conocido muy bien sosteniendo el grueso cuerpo maduro de una desconocida.  

No me tomes nunca demasiado en serio. Pero tómame siempre un poco en serio. Dice Jere.

No quiero que me beses sólo porque todo el mundo se besa. Cuando beses a alguien quiero que sepas que ese alguien soy yo. Dice Jere.   

No te hagas viejo. Duele demasiado ver a las mujeres. Dice Manley Halliday.

Sin pensar. Es la única manera de vivir, de sentirse vivo. Dice Manley Halliday.                

Zelda murió en 1948 durante un incendió que consumió el sanatorio donde había vivido internada durante varios años. Después de todo, del tiempo y las lluvias y los vientos, Zelda y Scott comparten la misma tumba en un cementerio de Rockville, Maryland, al este de los Estados Unidos. Sobre la tumba están inscritas las últimas líneas de El Gran Gatsby. “So we beat on, boats against the current, borne back ceaselessly into the past”.  

Allí están los dos, mirando siempre hacia el pasado. 

9.15.2014

Tolstói se confiesa


Alrededor de 1882, cuando ya pasaba de los cincuenta años de edad, Lev Tolstói se vino abajo. Para ese entonces había escrito ya gran parte de la obra que lo haría inmortal y más tarde lo convertiría prácticamente en un mesías: entre varias otras, ya existían la maravillosa La felicidad conyugal (1858), y también existían ya las novelas que lo elevaron a la santidad, Guerra y paz (1869) y Anna Karénina (1877). Tolstói era, sin duda, el escritor más importante e influyente de Europa y quizás de todo el mundo.  Por dentro, sin embargo, estaba muerto.

Lev Tolstói había acumulado fortuna no sólo como escritor sino también como hacendado y el dinero, lo material, hacía mucho que había dejado de ser una preocupación. Tenía una esposa, una familia a la que podía proveer cualquier capricho, y cientos, tal vez miles de seguidores dispuestos a seguirlo hasta el fin del mundo. Fue allí, en la cima de su fama, en el epicentro de su genio, donde se quebró. Un día, sin más anuncios que algunas noches de insomnio, empezó a cuestionarse. Tomó conciencia de su irremediable mortalidad y concluyó que su vida correría la misma suerte que todas las demás: el fin.

Por esos días escribió esto: La idea del suicidio se me ocurrió con tanta naturalidad como antes las ideas de mejorar mi vida. Y esto: ¿Cómo puede una persona vivir y no darse cuenta? ¡Eso es lo sorprendente! Sólo se puede vivir mientras dura la embriaguez de la vida, pero cuando uno se quita lo borrachera es imposible no ver que todo es un engaño, ¡un engaño estúpido! Lo cierto es que no hay en ello nada gracioso ni ingenioso; sólo es cruel y estúpido. Y esto: Para comprender qué es él, un hombre primero debe comprender el entero misterio de la humanidad, una humanidad compuesta de hombres como él que no se comprenden a sí mismos. Y también, por esos días, escribió esto: “La familia…”, me decía yo, pero mi familia, esposa e hijos, también son seres humanos. Se encuentran en las mismas condiciones que yo: tienen que vivir en la mentira o ver la terrible verdad. ¿Para qué viven?¿De qué me sirve amarlos, protegerlos, educarlos y velar por ellos? ¿Para que se suman en la misma desesperación que yo o para que caigan en la estupidez? Amándolos, no puedo ocultarles la verdad. Cada paso dado hacia el conocimiento los conduce a la verdad. Y esa verdad es la muerte.

El final del siglo XIX se acercaba y la mente más prodigiosa de su generación no encontraba razones para seguir viviendo. Luego de largas noches de estudio y pesadas madrugadas de decepción y vacío, buscando la sabiduría en los libros que lo habían salvado de todas o casi todas sus angustias anteriores, comparando las conclusiones existenciales de Salomón, Buda y Schopenhauer, Lev Tolstói supo que la ciencia le había fallado y que no existía filosofía capaz de responder a sus preguntas sin recurrir al suicidio o renunciar a cualquier intento de razón. Y sólo después de haber abandonado las esperanzas que había puesto en el conocimiento de los sabios, decidió mirar alrededor y fijarse en la gente que lo rodeaba. Así llegó a descubrir o creyó que había descubierto cuatro salidas para la agonía que le suponía seguir respirando cada segundo. 1) La ignorancia. Consiste en no saber, en no comprender que la vida es un mal, un absurdo. 2) El epicureísmo. Consiste en aprovechar los bienes que se nos ofrecen pese a conocer la desesperanza de la vida. 3) La fuerza y la energía. Consiste en destruir la vida después de comprender que ésta es un mal y una absurdidad. Sólo actúan así las escasas personas que son fuertes y consecuentes. 4) La debilidad. Consiste en continuar arrastrando la vida, aun comprendiendo su mal y su absurdidad, sabiendo de antemano que nada puede resultar de ella. Las personas que pertenecen a esta categoría saben que la muerte es mejor que la vida, pero no tienen fuerzas para actuar razonablemente y poner fin cuanto antes a ese engaño matándose; en su lugar, parecen estar esperando que pase algo. Es la salida de la debilidad, puesto que si sé lo que es mejor y está a mi alcance hacerlo, ¿porqué no abandonarme a ello?... Yo pertenecía a esa categoría.

O sea que Tolstói, decepcionado por el pensamiento, quería matarse pero no encontraba dentro de su alma deprimida las fuerzas para hacerlo. Los cuatro caminos mencionados, vale aclararlo, son, según el escritor ruso, los que podía tomar la gente de mi clase social, es decir, gente acomodada, vista por los demás como iluminada y célebre, el tipo de gente que los padres humildes pone como ejemplo cuando hablan sobre el futuro con sus hijos humildes. Tolstói no había mirado un quinto camino: los trabajadores del proletariado. En ellos descubrió la sencillez de una vida sin arrebatos, una vida acaso distraída por la necesidad y el trabajo agobiante que hay que realizar para tratar de satisfacerla. La de los obreros, además, era una vida de fe: gente dedicada a la tierra que ponía su destino en las manos de un ser superior, esperando que al final del sufrimiento hubiese, en otro sitio, una especie de recompensa eterna. Cuando se abrió frente a él la posibilidad de la fe, Lev Tolstói, como era de esperarse, se llenó de dudas pues no creía en la casualidad de la magia ni en los accidentes místicos. Pero escribió esto: La fe es la fuerza de la vida. Si un hombre vive, es porque cree en algo. Y esto: “Muy bien”, me decía. “No existe Dios, no existe otro Dios salvo el que me imagino y la única realidad es mi vida. No hay Dios. Y no hay nada, ningún milagro que pueda probar su existencia, puesto que un milagro sólo sería producto de mi imaginación irracional”. Y también escribió esto: Tomar conciencia de los errores del conocimiento racional me ayudó a liberarme de la tentación de las especulaciones ociosas.

Lev Tolstói no encontró a Dios, pero encontró algo mejor, encontró la fe. Decidió creer y con esa decisión vino la resolución de no matarse. Ya pasados sus cincuenta años de edad, cuando lo había conseguido todo y era considerado una celebridad, cuando estaba solo y desarmado frente a la oscuridad del infinito, el escritor ruso empezó a creer. Y se salvó.   

Todo esto ocurre en un pequeño pero inmenso libro llamado Confesión que, en teoría, sería publicado como el prefacio de una obra más compleja, Crítica de la teología dogmática, un ataque directo a las religiones ortodoxas que, cada cual por su lado y con absoluta soberbia, han pasado siglos creyéndose dueñas de la verdad y tratando de convencer al resto de que están en un error. Confesión, basta con el nombre para saberlo, es el libro más autobiográfico de Lev Tolstói, desesperado al punto de sólo poder contar su propia historia, sin artificios, sin más giros en la trama que la batalla interna de su autor por encontrarle un sentido a la vida. Así, Confesión es un libro al que se le puede dar la mano, incluso arrimarse a sus páginas si hace falta. Tolstói creía que el camino de las religiones, crear un Dios exclusivo, omnipotente, misericordioso y despiadado a la vez, era equivocado; pero creía en la necesidad de un Dios. Para él, Dios fue su trabajo y la medida en que ese trabajo se reflejó en la gente que luego pensó que Lev Tolstói era Dios en la tierra. Eso, ese, era Dios para Tolstói.

Epílogo

Una vez, hace años, acompañé a un amigo a una reunión de Narcóticos Anónimos. Mi amigo, que aún no llegaba a los cuarenta, había pasado una temporada larga usando cocaína a diario y, después, un período más corto en una clínica de rehabilitación donde la terapia consistía en humillar a los pacientes hasta destruir por completo su moral y, como si fuese una consecuencia lógica, convencerlos de que las drogas los habían convertido en las peores personas del mundo. Durante la reunión, a la que fuimos porque días u horas antes mi amigo había recaído, mencionaron los famosos doce pasos (que, dicho sea de paso, son los mismos para los alcohólicos y las personas con problemas de obesidad). El tercer paso, es algo así: tomar la decisión de entregar nuestra voluntad y nuestra vida a Dios, como quiera que nosotros lo entendamos. En ese momento miré a mi amigo y le dije tú no crees en Dios. Sin regresar a verme, me dijo: para mí, Dios son mis hijos.

Ahora entiendo. Y creo. Esa es mi confesión.