11.25.2014

El camino de regreso (writer’s cut)


Cuando recibí su mail había pasado más de un año desde la última vez que la vi, en el funeral de su esposo.

Recuerdo ese día. Era domingo y tuve muchas dudas sobre asistir o no al velorio. Entiendo la función social de los entierros: la oportunidad para que los amigos y los seres queridos participen de lo que suele llamarse el último adiós. La oportunidad de acompañar en silencio. La oportunidad de estar. Pero, por otra parte, me parece que pocos momentos son tan necesariamente privados y tan infinitamente íntimos como un funeral y que uno no debe intervenir en ellos a menos que se lo pidan.

Si perdiste a alguien cercano, más aún si se trata de esa persona que creías te completaba, se entiende que tu sufrimiento es del tamaño del cielo; ¿por qué, entonces, debes además lidiar con gente que viene –con sus mejores intenciones, es cierto, aunque no siempre– a recordarte cuán bueno era lo que perdiste, con gente que viene a hacerte llorar? Las memorias que tengo de funerales familiares en los que he tenido que dar besos en la mejilla y abrazos a gente que me da su sentido pésame son las peores. Si hubiese sido yo el muerto les habría dicho: lárguense, dejen a mi familia en paz.

Esta línea de pensamiento, que no me parece nada más que sentido común y respeto al derecho ajeno (sufrir también es un derecho), no la comparte nadie o casi nadie. Por eso llegué al funeral como llegué, un poco a la fuerza, empujado por amigos en común.

Para ser franco, esperaba encontrarla destrozada, llorando, arrastrando los girones de su cuerpo de un lado al otro en la sala de velación. Su esposo murió en un accidente: la pérdida fue instantánea y no le dio tiempo para pensar cómo sería la vida después de la muerte. Además, quedaba con ella una niña de poco menos de un año que extravió a su padre cuando apenas lo estaba conociendo. Pero no. Estaba tranquila, no tenía puesta ropa de duelo y ni siquiera se le notaban en el rostro la hinchazón que dejan las lágrimas o las marcas hipertensas de las horas sin dormir. Ese día, mientras la veía ver el cajón en el que enterrarían a su esposo, pensé que ella era y siempre había sido una mujer fuerte, independiente, fajada, y que seguro encontraría la forma de salir de ese agujero negro. No saldría ilesa porque, lo sabemos, nadie baja vivo de una cruz, pero saldría.

El mail decía que pasaría dos noches en la ciudad en un viaje de trabajo y que tenía una de esas noches libres. Quedamos en vernos enseguida. Ahora que lo pienso, reaccioné de una manera más bien egoísta: es una época de mucho trabajo en la que el aislamiento es necesario para permanecer enfocado y nada, me venía bien ver a una vieja amiga, salir, caminar, hablar. Los cuestionamientos llegaron luego. No sabía prácticamente nada de su vida después del accidente. ¿Cómo debía tratarla? ¿Cómo se trata a alguien que lleva dentro del cuerpo una herida que seguro continúa sangrando? ¿Con pena? ¿Con solidaridad? ¿Como a una víctima? No. Nada de eso. Insisto: no se puede entrar en la tristeza ajena sin haber sido invitado.

Después de abrazarnos con fuerza y decirnos lo feliz que estábamos de vernos, en un bar trendy del Casco Viejo, arrimados el uno contra la otra sobre un sofá esquinero, me dijo que después del accidente había llegado a un punto en su vida en el que sólo quería dormir: dormir ese sueño largo del que uno espera despertar curado, ese sueño que no existe porque para curarse, lamentablemente, hay que despertar. Que durante meses su problema no fue, como yo pensaba, resetear su vida, maniobrar con la pena y la impotencia y la frustración; sentir que le faltaba una extremidad para la cual no existen prótesis. No. Su problema más grande fue que no sentía nada. Así, literal: se había convertido en una cosa y las cosas no tienen sentimientos. Abría los ojos y no sentía nada. Paseaba por su apartamento recorriendo las memorias de los dos, de los tres, y no sentía nada. Caminaba por la ciudad y miraba el mar y no sentía nada. Ella, que siempre se había divertido comprando ropa y zapatos y combinándolo todo con accesorios, iba al trabajo siempre con el mismo jean y con el mismo suéter, como en pijama, porque no sentía nada. Me dijo que ahora entendía por qué hay gente que se corta y se despelleja: para sentir. (Sí, exacto: I hurt myself today, to see if I still feel) Que miraba a su hija, el cuerpo de su hija, el asombroso pelo de su hija, la sonrisa de su hija, los ojos brillantes y redondos de su pequeña y maravillosa hija, y no sentía nada.

La mujer a la que yo había visto en el funeral, que sonreía tranquila y daba abrazos y besos en la mejilla y no tenía más que palabras de agradecimiento y cariño para todos los que se le acercaban, la misma que me dijo, en el funeral, que estaba feliz de vernos a todos pero sobre todo a mí, aún no se había dado cuenta de lo que estaba pasando. Aún no se convertía en la cosa que no sentía. Durante nuestra conversación me quedó claro que, por un rato, ella también había muerto.

Un día, mientras peinaba el asombroso cabello de su maravillosa hija de ojos redondos y brillantes, le dijo a la pequeña que parecía una princesa. La niña se volteó para encarar a su madre, le señaló la cara y le dijo: tú princesa. En ese momento, me dijo, tomé la decisión de seguir viviendo. 

Se levanta a las cinco de la mañana todos los días, va al gimnasio, se viste para ir al trabajo y por las tardes pasa todo el tiempo que puede con su hija, sintiendo cosas, volviendo a sentir. Esa noche, en Casco Viejo, estaba arreglada, maquillada, guapa. Aunque todavía hablaba de su esposo en tiempo presente, como si estuviera vivo, decía que estaba recordando cómo se sentía ser observada, deseada, cotizada. Y yo pensé: esta es una mujer que está haciendo el camino de regreso, que quizás no sea capaz de volver al punto exacto donde lo irremediable interrumpió su vida para empezar de nuevo, pero que pronto, más pronto de lo que ella misma piensa, estará otra vez frente a su destino y caminará sin miedo por lo desconocido.

(SoHo)

3 comentarios:

Andrea G de G. dijo...

Es irremediable el sentir dolor ante la pérdida de un ser querido y más si es tu pareja (ese ser que estuviste esperando todo el tiempo y que fue el premio entregado a ti por Dios y la vida, para rezarcir dolores del pasado), lo se y lo sostengo, porque a mi me pasó!!!
Concuerdo con la parte que dice que algo muere dentro de ti, y los tiempos de vivir duelos en cada persona es diferente.
Lo que saco de positivo de este trauma:
* El haber conocido y amar a un hombre maravilloso, esa persona que vino hecha a mi medida, con tantas manías y defectos pero que yo encontré que todo eso era lo que yo quería y necesitaba para mi!!!!
* La fuerza que da el amor para combatir situaciones adversas, para moverte a hacer sacrificios que van más allá de tus propias fuerzas o más allá de tus propias limitaciones.
* Que el amor, catalogado como esa única decisión bien tomada y acertada de muchas que tomarás en tu vida, sólo una vez la tomas bien, cuando estás plenamente consciente de lo que quieres para ti.
* El amor fraterno de tu familia es imprescindible en estos tiempos de dolor, hay que rodearse del cariño y cuidados de la gente que nunca te dejará solo: tu familia.
* Sentir solidaridad por los que pasan cosas parecidas a las que vives, pero con sinceridad, porque tu mismo las vives.
La verdad no se hasta cuando esté en este estado de pseudo-narcosis porque a ratos estoy bien y la mayoría paso en el agujero de la depresión, sin embargo, todos los días intento y creo que esto es la clave para seguir viviendo y en algún momento volver al camino......

Juan Fernando Andrade dijo...

Andrea,

Muchas gracias por compartir esto.
Ten este abrazo.


jfa

Anónimo dijo...

Las peliculas de Woody Allen no para consumo masivo sino para un espectador que tenga la paciencia para escuchar Los dialogos y la agudeza para apreciar exteriores sin "efectos especiales"