11.11.2014

Nolan, Borges y una señora con ganas de orinar


La señora, que debe tener más de sesenta años, se prende con fuerza del sillón reclinable en la sala VIP de un cine congelado dentro de un centro comercial. La señora tiene el cuerpo, desde el torso hacia arriba, echado hacia delante, hacia la pantalla, y las piernas recogidas debajo de su cintura. La señora podría o no estar temblando, eso no queda claro, pero la luz de la pantalla tiembla sobre su cara cuando la señora le dice a su esposo tengo ganas de hacer pipi, pero no me puedo ir. La señora está viendo Interstellar, la nueva película de Christopher Nolan, que dura tres horas.

En 2008, cuando se estrenó The Dark Knight, Christopher Nolan pasó de ser un director-para-cinéfilos interesante y atrevido e ingenioso a ser una especie de fenómeno pop intelectual. Nolan hizo de Batman una obra de arte, una pieza de entretenimiento tan seria que se prestaba y se prestó y se prestará para todo tipo de análisis: cinematográficos, filosóficos, políticos, psiquiátricos, existenciales. A mí me cambió la vida porque, a partir de The Dark Knight, empecé a leer comics y a tomármelos en serio y supe que lo que había hecho Nolan, con sobra de méritos, era la continuación de una larga y oscura y perturbada tradición de justicia inalcanzable y sed de venganza.

La señora mira la pantalla del cine como una niña pequeña miraría, desde la ventana del ático de su casa, una batalla en el cielo. Tiene los ojos muy abiertos y hace varios gestos con la boca: se muerde los labios en señal de intriga, saca la lengua en señal de asombro, empina los labios en señal de cuestionamiento o deliberación (o, quizás, de un aburrimiento pasajero). Pero hay un momento en que la señora desenrolla sus piernas y suelta el sillón y deja caer su cuerpo hacia atrás. Es cuando Matthew McConaughey descubre que está en otra dimensión y flota detrás de la biblioteca del cuarto de su hija. O, mejor dicho, cuando Matthew McConaughey flota dentro de Relativity, el cuadro que el holandés M.C. Escher dibujó en 1953 y que bien podría explicar sin palabras la tesis científica de Interstellar. En ese momento, la señora toma una decisión que, teniendo en cuenta sus circunstancias, es de vida o muerte. La señora decide aguantarse las ganas de orinar.

Después de The Dark Knight, en 2010, se estrenó Inception, y se estrenó también una especie de debate. Se dijo que con Inception, Nolan, más o menos, se graduaba como el gran director de nuestro tiempo o por lo menos de los tiempos que corren en Hollywood. Se lo comparó, claro, con Kubrick, pero esta comparación, dependiendo del contexto y de quien la haga, puede ser lo mismo un halago que un insulto: Kubrick, que sin duda habita todavía varias dimensiones al mismo tiempo, tenía mucha forma y mucho fondo y hasta sentido del humor, pero de lo que se dice feeling tuvo poco: Barry Lyndon, Eyes Wide Shut y, claro, la lenta y dolorosa y melódica muerte de HAL 9000 en 2001. Cuando vi Inception pensé que sí, el argumento era pretencioso y engorroso y sobregirado, pero inteligente, y sí, la puesta en escena, la realización de ese argumento, era una hazaña en sí misma (los cuatro Oscars que ganó fueron en categorías técnicas), y sí, es verdad, poca gente con la popularidad y la capacidad de recaudación de Nolan se hubiese atrevido a hacer algo así, pero su porcentaje de feeling era demasiado bajo: no había nadie a quien se pudiera querer, ningún personaje que me preocupara genuinamente, ningún lazo emocional. Volví a verla meses después, en casa, lejos de la histeria colectiva, y, sin el menor asomo de culpa o sentimiento de derrota, tiré la toalla antes de la primera hora.

Durante media hora, quizás más, la señora que debe tener más de sesenta años no produce sonido alguno ni mueve las partes de su cuerpo: ni un pie, ni un cabello, ni una uña. La señora permanece atrapada, cautivada, conmovida. Cuando descubre, cuando todos los que estamos en ese cine congelado descubrimos que en Interstellar el tiempo es circular y sentimental, que “ellos” son o somos nosotros, la señora suelta un suspiro y por un momento parecería estar a punto de llorar, pero no llora, sólo le dice a su marido ah, ok… ya entendí, Mi Rey. Minutos más tarde, cuando la película vuelve a la ciencia y a la acción, la señora inhala largos trozos de aire y ese aire pasa por entre sus dientes y suena como la voz de las serpientes. La señora recuerda sus ganas de orinar, pero se las aguanta como macha.

En una de las muchas discusiones post Inception, un gran amigo y gran cineasta me dijo que Nolan era como Borges, o sea, que Inception podría ser un cuento de Borges y que era increíble que él, Nolan, lo hubiese llevado al cine con tantos millones atrás. Y sí, las agallas de Nolan como productor son innegables, pero una película no sólo tiene que ser grande y desafiante, una película necesita alma. Ahora bien, ¿Borges tenía alma? Recordemos que pasó casi toda su vida en una biblioteca, que vivía con su madre, que –según yo– supo lo que era enamorarse pero no necesariamente lo que era el amor, que –según yo– una de las cosas que lo unió a Bioy Casares más allá de la literatura y el té y las galletas fue poder vivir a través de él lo que no escogió o no tuvo tiempo de vivir por sí mismo: fuera de las páginas, Bioy fue el Tyler Durden de Borges, y viceversa. Pero sí, claro que sí, Borges tenía alma, y de sobra.

Vamos a poner sólo un ejemplo: El Aleph, uno de los tantos cuentos de Borges que podría considerarse una pieza breve de ciencia ficción. El Aleph comienza con La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió. Borges, o el Borges de El Aleph que también se llama Borges, está perdidamente enamorado de Beatriz Viterbo y sólo unas líneas más adelante, en el mismo primer párrafo, dice esto: Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Y ahí están: alma, vida y corazón. Y ahí está una supuesta eternidad dedicada a la memoria de un amor no correspondido, lo que no deja de ser un romance, platónico pero romance, que ocurre en dimensiones paralelas. Y ahí, en ese cuento, en un sótano de la calle Garay, está el punto donde se unen todos los puntos del universo. Borges era melancólico y romántico, quizás más lo primero que lo segundo, y en Interstellar Nolan es sin duda ambas cosas.

Mientras veía Interstellar, sentado junto a la señora que se aguantaba las ganas de hacer pipi, pensaba que antes de rodar Inception alguien –posiblemente los ejecutivos de Warner– debió haberle dicho a Nolan que el guión era demasiado enredado para un gran público y que por eso existía Ariadne, el personaje interpretado por Ellen Page cuya única función, tempranamente fastidiosa, era explicarnos, una y otra vez, lo que estaba pasando en la película. Y también pensé que después de Inception, esas mismas personas debieron decirle algo como bueno, ahora necesitamos que en tu próxima película haya gente que se parezca a la gente. Porque Interstellar será todo lo intelectual que quieran, y también gasta mucho tiempo en explicaciones que –para seguir borgeando– se bifurcan entre los diálogos de los personajes principales, pero es también romántica y a ratos se le va la mano: los críticos gringos, por ejemplo, coinciden en que tiene mucho corn y en que es una cinta corny.

Interstellar es muchas cosas, un reto, una clase, una advertencia, una esperanza, y también es una película de amor: del amor de un padre por sus hijos (en el caso de los personajes de Matthew McConaughey y Michael Caine ese amor no puede ser más evidente y desesperado), del amor a la memoria de un planeta que fue nuestro hogar pero no existe más (en las tomas “documentales” que según el propio Nolan son un tributo a Reds, la magnum opus de Warren Beatty), del amor que un ser humano puede sentir por su oficio (el sólo hecho de embarcarse en una misión espacial que quizás termine desintegrada en la infinidad del espacio), pero sobre todo del amor por los demás, por esas miles de familias de las que habla Matthew McConaughey cuando lo acusan de actuar con egoísmo. Interstellar explica sin miedo y sin piedad las razones por las que la vida de los otros es realmente lo que le da sentido a nuestra propia vida.

Matthew McConaughey vuelve a subirse a una nave, vuelve a despegar, y la pantalla se oscurece. Las luces de la sala VIP de un cine congelado dentro de un centro comercial se encienden gradualmente. En cuanto aparecen los créditos, la señora se levanta con la agilidad que le permiten sus más de sesenta años, baja las escaleras prendida del pasamanos, sus ojos se fijan en los escalones para no tropezarse. La señora va repitiendo buenísima, buenísima, buenísima.    

2 comentarios:

El Público dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
El Público dijo...

Bien... me gustó como está escrito. Hay un par de farses que le sobran al texto, creo.
Era algo parecido a lo que quiero escribir yo. Me diste ideas. Gracias.
Saludos.