1.26.2015

American Drummer


J. R. Jones, editor de la sección “film” de la revista Reader de Chicago, es quizás el único crítico norteamericano –o de cualquier nacionalidad, creo– que se ha atrevido a hablar mal de Whiplash, una cinta pequeña de un director joven que, pensábamos, le había gustado mucho a todo el mundo.  

La crítica de Jones, una joya en sí misma redactada con el mejor tipo de odio que existe, ese que castiga con humor y que jamás se pone por encima del objeto de su desprecio, empieza burlándose de las palabras que adornan como laureles el poster de la película. “El afiche está hasta el tope con propaganda elogiosa y la clase de gerundios que hacen temblar a los publicistas: estimulante, pasmoso, electrizante.”, escribe Jones practicando la sana costumbre de burlarse de los publicistas. Luego, en una movida atrevida y valiente, pasa a burlarse de los cinéfilos snobs. “Rotten Tomatoes (si es que sirve de algo decirlo) le da a la película un positivo 97 por ciento” Buenísimo, ya era hora de que alguien se burlara de Rotten Tomatoes, eso sí que es estimulante, pasmoso y electrizante.

Ahora bien, ¿por qué está tan molesto el Sr. Jones? Basta con leer el título de su artículo, “Whiplash: una película sobre jazz que no tiene nada que ver con eljazz Es fácil intuir que el crítico de Reader es un jazz-aficionado y que si Damien Chazelle, guionista y director de la cinta, hubiese escogido otro género musical, Jones no le hubiera dedicado tanto tiempo y tantas neuronas a hacerlo quedar como un chanta. “…si has escuchado a cualquier músico improvisando en un grupo, sabes que la clave para hacer que funcione es escuchar a los otros músicos, no derrotarlos… los buenos músicos entienden que la generosidad y la camaradería son integrales para un ensamble, y que la forma más sencilla de arruinar una banda es dejar que se convierta en una competencia de egos.” Esas son las palabras de un hombre que siente que lo sagrado ha sido profanado y que esa profanación ha logrado camuflarse en una inmensa celebración. Las palabras de un hombre que siente que debe decir algo, que alguien debe decir algo. Las palabras de un hombre que no se conforma con la impunidad. Esas son las palabras de un hombre herido.

Jones, evidentemente, está cegado por el resentimiento que supura su herida y escribe con más testosterona de la necesaria, pero, insisto, escribe con humor y, además, tiene un punto. En Whiplash, la historia de un joven baterista de jazz que quiere convertirse en one of the best y su psicópata-pero-efectivo profesor en la universidad, la música casi sale sobrando. Esto no quiere decir que Chazelle desprecie el jazz (por lo menos se nota que le gusta hacer planos cenitales de tambores, un recurso nada nuevo pero siempre eficaz), pero sí que sus intereses no estaban exclusivamente invertidos en la música. La cinta, su actitud, su discurso y su moral, apuntan hacia otro lado, hacia esa forma norteamericana de vivir en la que sólo importa ganar, a toda costa, aplastando a los demás, olvidándose del amor y de la familia y de los amigos; triunfar caiga quien caiga, empezando por el que triunfa. Pensemos, por ejemplo, en Zero Dark Thirty, la película de Kathryn Bigelow protagonizada por Jessica Chastain. Esa película se vendió como “la historia de la mujer que capturó a Osama bin Laden”, pero en realidad es el cuento de una mujer que lo dejó todo por su trabajo, que se excusó en su trabajo para no tener que afrontar la vida real, que prefirió mudarse a medio oriente y sobrevivir ataques terroristas antes que mostrarse como una persona frágil en, digamos, un bar, un entorno no bélico pero sin duda agresivo y capaz hasta mortal. El caso, la moraleja de la historia, es que a esa mujer se le fue la vida en trabajar y al final quedó triste y vacía. Y así podríamos seguir hasta llegar a la leyenda navideña y británica del viejo Scrooge. En Whiplash, la obsesión con el triunfo (de toda una sociedad, no sólo de un músico) es aún peor porque empieza más temprano, como si ya no hubiese tiempo para equivocarse, tiempo para vagar. Y, lo peor: como si ya no hubiese tiempo que perder.

En una escena que podría ser un cover acústico de la primera secuencia de The Social Network, el joven baterista corta con su novia con este diálogo: He pensado mucho y esto es lo que va a pasar, ¿ok? Voy a seguir persiguiendo lo que estoy persiguiendo. Eso me va a tomar cada vez  más tiempo y voy a tener menos tiempo para estar contigo. Y cuando esté pasando tiempo contigo voy a estar pensando en tocar batería, en el jazz y en mis partituras y todo eso. Entonces tú te vas a resentir y me vas a decir que toque menos y que pase más tiempo contigo porque sientes que no te doy la importancia que mereces. Y no podré hacerlo. Y entonces yo voy a resentirme porque cómo se te ocurre pedirme que toque menos. Y comenzaremos a odiarnos. Y se va a poner feo. Y por todas esas razones prefiero que cortemos por lo sano… porque quiero ser el mejor. Eso, lo mismo, aplíquese a familia y amigos y a cualquier otra relación afectiva que demande tiempo, energía, fe en la gente: poner al otro antes que al yo. Se entiende. También hay una secuencia en la que Andrew, el baterista, reconoce durante un almuerzo familiar que no tiene amigos porque tal cosa le parece una aberración inútil y aprovecha para ridiculizar a sus primos deportistas y súper sociables. Por un lado, en cuanto a su familia se refiere, Andrew toma la decisión correcta: esos primos, vistos desde acá, no son nada bueno. Por otro, asume un futuro autista que carece del romanticismo y los ideales y las ganas de romper cosas que rodean al arte y materializa la ambición banal de los negocios.

Andrew no quiere descubrir una nueva forma de hacer música ni quiere buscar en la música un refugio para su alma ni quiere que sus golpes despierten el alma de los demás ni quiere acostarse con muchas chicas ni quiere viajar en limosina ni quiere una casa sobre una isla de coral en Las Maldivas ni quiere que un joven fan lo espere a la salida de un concierto para pedirle un selfie ni quiere hacer un festival de jazz y recaudar fondos para los niños pobres de Nigeria. Andrew quiere algo mucho peor. Andrew lo quiere todo.                   

Whiplash fuese lo mismo que es y valdría lo mismo que vale si Andrew no fuera un músico de jazz sino un metalero cuyo sueño es ser mejor (más grande, más famoso, más importante) que Lars Ulrich y para eso practica la canción homónima de Metallica hasta que sus dedos sangran y su cuerpo cae desmayado y deshidratado sobre los tambores. Andrew persigue algo nada fácil de alcanzar, la eternidad, aunque eso signifique renunciar a su existencia terrenal. 

Entiendo la furia de J. R. Jones y estoy más o menos de acuerdo en varias cosas. “Al final, lo que Whiplash consigue no es maestría musical sino un vacío virtuosismo” Ahí hay algo, algo importante, cualquiera que haya vivido en Quito los últimos diez años sabe que si bien la escena musical se ha cultivado ahora enfrenta un problema acaso mayor que la ignorancia: hay demasiados músicos tocando demasiado bien (eso mismo, demasiado bien, o sea, tan pero tan bien, con tanta pero tanta precisión, que han perdido el factor sorpresa y la cuota obligatoria de riesgo) y eso es culpa de las escuelas de música que sólo enseñan jazz. Y, claro, hay algo en lo que todos, todos, estamos de acuerdo: las puteadas de Fletcher, el mentor de Andrew, están entre las mejores puteadas de la historia del cine, al mismo nivel que las del Sargento Hartman en Full Metal Jacket (digo, para hacer la comparación que todos están haciendo). Pero Jones no entiende o no quiere entender que en esta película, que de una manera nunca antes vista resuelve sus conflictos con un solo de batería tan improbable como los de Buddy Rich, el jazz es sólo un escenario, una locación, una circunstancia. El problema es otro. El arte viene, siempre, del sacrificio; y muchas veces también del sufrimiento. Pero sufrir no es un arte.  

1.20.2015

Literatura en la obra de Dolly Parton


En 1971, cuando tenía 25 años, la diva country Dolly Parton lanzó Coat of Many Colors, su octavo álbum como solista. El título viene de la Biblia Hebrea, donde se dice que José se cubría el cuerpo con lo que pudo haber sido una túnica o un vestido hecho con retazos de varias telas, o sea, “un abrigo de muchos colores”, que vendría a ser el nombre del disco en español. Parton, que ha escrito más de 3,000 canciones en casi 50 años de carrera, escribió en ese disco por lo menos dos de las historias más retorcidas que he escuchado últimamente.

El country, como el rap, es un género de canciones-relato en primera persona, de letras con argumento narrativo y muchas veces testimonial, autobiográfico, sangriento. (Me gustaría decir lo mismo del rock, pero haciendo números capto que el rock se ha permitido demasiadas licencias poéticas y místicas y anarquistas como para poder decir algo así) En cambio el country, que se relaciona con sociedades rurales, folk y poco sofisticadas por no decir rednecks ignorantes; con hombres que viven en casas rodantes, cazan venados, toman Budweiser y golpean a sus mujeres, se construye con prosa del tipo realismo sucio. Quizás por eso sus letras son, en esencia, chismes. Y, ya lo dijo Truman Capote: toda literatura es chisme.

Coat of Many Colors abre con el tema homónimo, más bien lento, en el que Dolly Parton recuerda una infancia pobre y evangélica en la que, se supone, su madre le cosió un abrigo de muchos colores del que ella estaba orgullosa pero del que sus compañeros de escuela se burlaban. So, with patches on my britches, holes in both my shoes, in my coat of many colors, I hurried off to school. Just to find the others laughing and making fun of me, escribe Parton como quien extiende el brazo y abre la palma de la mano para pedir una moneda. La canción es así, cursi, lastimera y descalifica a la narradora exponiéndola como una pobre víctima del bullyng. Pero si pensamos en el disco como si fuera un libro, una novela en la que un mismo personaje atraviesa varios capítulos, lo que pasa con esa madre y esa hija más adelante es perturbador y hasta justifica la vergüenza ajena de la primera canción.

En Traveling Man, el segundo tema del disco, algo más embalado, esa niña ya es una adolescente y tiene un romance con un hombre mayor, un vendedor puerta-a-puerta que de vez en cuando pasa por su pueblo y, claro, le vende cosas a su madre. En lo que podríamos llamar el segundo acto de la canción, la chica nos habla con orgullo y vanidad de cómo mantiene su aventura sin que su madre (ojo, su madre, no su madre y su padre sino sólo su madre) sospeche. De hecho, la relación con su padre o con una figura paterna no se menciona en ningún momento del disco, el country de Dolly Parton es matriarcal en todo sentido: el único lazo que vale y que importa y que duele es el madre-hija aunque quizás sea la ausencia del padre la que hace que la hija caiga en tantas trampas sentimentales. (¿Dónde está papá?, ¿las abandonó?, ¿está en la mitad del bosque cazando venados y tomando Budweiser con sus amigos? ¿Brokeback Mountain?) Hacia el final de la canción, la protagonista se pone de acuerdo con su amante para huir a escondidas del pueblo. Se citan un sábado, pero el hombre no aparece. ¿Dónde está?, camino hacia quién sabe dónde con la madre de la chica. Y Parton, con más ironía que tristeza, canta: Oh, that traveling man was a two-time lover. He took my love, then he took my mother. De pronto, los personajes más interesantes son la madre y el vendedor, ¿desde hace cuánto se acostaban?, ¿sabía la madre que su amante era también el amante de su hija?, ¿hablaban de ella en la cama?  

Para cuando llegamos a If I Lose My Mind han pasado ya varios años en el disco-libro. En este capítulo, la adolescente de Traveling Man es una mujer joven que se ha casado con un hombre que la decepcionó y vuelve a casa de su madre (ojo, de su madre, no de su padre y su madre sino sólo de su madre) buscando eso que las madres, sean como sean, nunca dejan de ser. Mama, can I be your little girl again?, pregunta Parton y la sensación es clara: estás solo, herido, te sientes como un niño perdido y lo único que quieres es volver a casa y que alguien se haga cargo de ti. El hombre con el que se casó, dice ella, la obligó a ver cómo él amaba a otra mujer y quiso que ella amara a otro hombre, es decir que intentó involucrarla en una orgía de la que ella logró escapar no sabemos cómo. Pero esto no es aterrador ni creo que haya sido escandaloso en 1971. El horror viene con las líneas finales del tema. If I lose my mind, Mama, I wanna be here with you. Have them lock me up and see I have good care… I was afraid of what I’d do if I stayed there. ¿De qué habla Dolly Parton cuando dice que esa chica, su personaje, tiene miedo de perder la razón y le pide a su madre que en caso de volverse loca la encierre en un manicomio donde la traten bien? ¿De qué hubiera sido capaz si se quedaba con ese hombre? ¿De entrar en una orgía perpetua y, de ahí en adelante, convertirse en la esclava sexual y moral de su esposo? ¿Lo habría matado? Ella no lo sabe, pero lo intuye. Ella, que tiene miedo de sí misma porque no sabe hasta dónde podría llegar. Y nosotros nos quedamos pensando en ella, imaginando su vida después de la canción, más allá de la canción. Pensamos en ella y nos preocupamos por ella como si estuviera viva. Eso es literatura.   

(SoHo)