6.16.2015

Bros


Uno de los Deadheads más instruidos que conozco me dijo que para entender el talento y el aporte del guitarrista Bob Weir a la identidad musical de Grateful Dead hay que pasar horas, días o hasta meses enteros acostado entre parlantes, fumando marihuana hasta quemarte los labios, tratando de escuchar qué es eso –todo eso– que pasa detrás y al lado y también por encima de los solos de Jerry García. Bob Weir es, sin duda, el mejor segundo guitarrista en la tradición psicodélica que salió de San Francisco a finales de los 60’s. Quizás porque nunca consideró el ritmo como la unión de las partes sino como un todo: un lugar en el que caminas, respiras y te mueves con naturalidad.

Claro, existen y ya existían Los Beatles, donde cada uno tenía su papel bien definido aunque a veces jugaran a cambiarse los zapatos; Los Stones y esa competencia asumida a todas luces entre el músico y el rockstar, entre el guitarrista y el cuerpo celeste; y hasta los hermanos Allman si alguien hubiese podido competir con el viejo Duane, pero ni siquiera Clapton estuvo a la altura. La diferencia, que recuerda un poco a la dinámica comunal de The Band (esa conversación folk a las orillas de un río), es que Bob Weir siempre tocó para la rola y el misterio, es decir, siempre estuvo tan sorprendido como nosotros de lo que podía pasar en una improvisación de veinte minutos.

En The Other One: The Long Strange Trip of Bob Weir, el documental producido por Netflix –ojo, HBO, alguien está ganando terreno a pasos agigantados–, el más atrevidamente arrítmico de los guitarristas rítmicos, que se unió a la banda cuando tenía apenas 16 años y se dedicó a tomar ácido una vez por semana por lo menos durante un año antes de encontrar su sonido, reconoce que su trabajo está basado en las generosas manos del pianista de jazz McCoy Turner, eterno cómplice del gran aunque sobregirado y a ratos egoísta John Coltrane. Eso es lo que hace Weir, tocar para los demás al frente del escenario, hide in plain sight. Se sabe: cuando haces bien tu trabajo, nadie lo nota.

En la mirada de Bob Weir, que tiene casi 70 años y una colección de más de 100 guitarras, hay algo que se perdió o, mejor dicho, que se sacrificó por un bien mayor: sus ojos parecerían estar pensando cada uno en lo suyo y sus pensamientos dan la impresión de ser una mezcla de recuerdos extraviados buscando un ancla o una coincidencia cronológica o cuando menos un rastro de pan en medio del bosque. Se nota que se le fue la mano: con las drogas, con las mujeres, con la música, con todo, pero no parece haber en su mirada colgada y lenta ni el más mínimo rastro de arrepentimiento, al contrario, da un poco de envidia y cuando toca y su voz aparece por entre su barba revuelta uno piensa que sí, que se puede envejecer con dignidad.

A veces hay que cederle parte de tu vida y tus neuronas al destino para conseguir lo que otros no alcanzan ni después de muertos. Grateful Dead, dice Weir, tocó al menos 3000 veces en vivo y eso, más las horas de ensayo, composición y grabación, lo convierten en uno de los músicos con más horas de vuelo de la historia. No es poco.

Desde su título, el documental es absolutamente honesto al lidiar con la figura que siempre opacó a Weir. Jerry García, el guitarrista y cantante y símbolo de la banda, no podrá ser superado por la memoria ni apagado por el tiempo. García es más grande que su propio legado; sin quererlo, se convirtió en el Dios de esa cultura empeñada en dilatar y plagiar –a menudo de la peor manera– los 60’s, esa generación que no aceptó su lugar en la historia y prefirió drogarse con la excusa de un concierto de Grateful Dead antes que despertar. García murió a los 52 años en eso que elegantemente se llama “clínica de reposo”, tenía sobrepeso, complicaciones cardiacas, severos problemas de colesterol y era adicto a la heroína. Es más, según Bob Weir, durante la última gira de la banda con García, en 1995, Jerry le pidió que fuera su bagman, o sea, que le cuidara la droga y no le diera más de lo que tenía que darle cada noche. Pero, dice Weir, ese no era todo el problema, García se había vuelto tan famoso, tan reconocido y paranoico, que no podía salir a la calle y pasaba los días encerrado en su departamento pinchándose y comiendo frituras para calmar la ansiedad. La fama, a la que siempre le huyó –ni siquiera fue a la inducción de la banda en el Rock and Roll Hall of Fame– terminó arrinconándolo de todas maneras. 

Durante su último concierto, en Chicago, al despedirse, Jerry le dijo a Bob, “siempre nos reímos, Bob, siempre nos reímos”. 

La banda que arruinó el festival de Woodstock porque había tomado tanto ácido que las guitarras se convirtieron en serpientes y apenas pudieron tocar un par de acordes (esto no sale en el documental, es parte del mito), tuvo su primer hit a finales de los ochentas, la gran y ansiolítica y antidepresiva Touch of Grey, que los llenó de dinero pero también convirtió sus conciertos en una especie de circo-rave-hippie donde todo estaba permitido y la música era lo de menos. Quizás allí, cuando la música dejó de escucharse, el show ya no pudo continuar.

Muy sutilmente, como corresponde, el documental enfrenta a Bob Weir con ese momento en el que tiene que escoger entre salvar su vida o morir junto a su hermano. Llegado el momento, Weir se alejó de las drogas, empezó a practicar yoga y a alimentarse saludablemente mientras Jerry seguía creciendo a lo ancho y sudaba al subir un par de escaleras. Debe ser difícil ver como alguien que quieres tanto se va acabando de a poco; mirar hacia otro lado sabiendo exactamente lo que va a pasar.
  
La biografía de Bob Weir ha sido, sí, un largo y extraño trip del que no cualquiera hubiese salido con vida; pero hay un momento clave, definitorio, cuando Weir reconoce que García estaba perdido y que él aún tenía oportunidad de salvarse. Esas, supongo, son las decisiones que separan a un hombre de un niño. Un hombre prefiere vivir. Aunque sea más despacio, más lento, incluso más aburrido. Un hombre prefiere vivir.  

2 comentarios:

Anónimo dijo...

QUE BIEN QUE MANEJAS TEMAS DE DIFERENTE NATURALEZA. PERO MAS QUE EL TEMA ME GUSTO EL ESTILO Y
LA REDACCIÓN

Anónimo dijo...

Es McCoy Tyner, no Turner, jeje,
buen artículo, saludos