11.21.2016

La sangre de los hermanos (extended writer’s cut)


¿Cuántos clásicos tengo?
¿Cuántos quieres?
– Noel Gallagher –

Eran los dueños del mundo. En agosto de 1996, Oasis, acaso la banda de rock más popular de su generación, ofreció dos conciertos a noche seguida en Knebworth, una aldea al sur de Inglaterra, donde los grandes músicos británicos vienen tocando para largas y anchas y sudadas audiencias desde comienzos de los 70’s. Fue histórico: las entradas se vendieron a través de un sorteo para el que se habían inscrito más de dos millones y medio de personas, y el grupo terminó convocando a un total de 250.000 fans, más público del que habían podido reunir Queen, Pink Floyd o Paul McCartney en años anteriores en el mismo lugar.

Todo lo que pasó esa noche comenzó en realidad y exactamente dos años antes, en agosto de 1994, con el lanzamiento de Definitely Maybe, el primer disco de la banda y dicho sea de paso el álbum debut que más rápido se ha vendido en la historia del Reino Unido. A sólo meses de la muerte de Kurt Cobain, la figura más visible y más sobreexpuesta y más vulnerable del grunge norteamericano (además de su mejor compositor), Inglaterra tomaba por asalto el espacio que el líder de Nirvana había dejado vacío para reclutar a cientos de miles de huérfanos de la tragedia en las filas del recién nacido britpop. Un año después, en 1995, la conquista cobró dimensiones planetarias cuando apareció (What’s the Story) Morning Glory?, el segundo disco, una especie de secuela más sofisticada pero también más amplia, elástica y generosa con el público, que transformó a Oasis en la banda más grande del mundo en cuestión de días: durante su primera semana en las tiendas se vendieron más de 300.000 copias.     

Estas cosas parecen cifras, números, récords impuestos por otros, rotos en su momento por Oasis y luego rotos de nuevo por gente distinta (en el 2003, ya como solista, el cantante Robbie Williams aumentó una noche al récord y llevó 375.000 personas a Knebworth), pero son los capítulos de una historia que, como van las cosas, quizás jamás vuelva a repetirse con ninguna otra banda de rock y que apenas empieza a contarse en Supersonic, un documental dirigido por Mat Whitecross (The Road to Guantánamo y la entrañable Sex & Drugs & Rock & Roll, ¡aguante Ian Dury!) y producido en complot por James Gay-Rees y Asif Kapadia, responsables de Senna y Amy, sin duda dos de los perfiles biográficos mejor logrados del cine de los últimos años.

Como para aumentar la intriga alrededor de un suceso harto esperado por propios y extraños, la película se estrenó en unas pocas salas europeas el pasado mes de octubre y se proyectó for one night only en los cines de Estados Unidos. Y aunque se esté regando por todas partes en diferentes formatos y plataformas, quizá lo más importante, la prueba irrefutable de su impacto en una sociedad privada que ha devenido en secta a veces perseguida, es que nos hayamos puesto a escuchar los discos de Oasis antes de verla y durante días y días después de haberla visto.

Lo que nos pasó hace veinte años fue un trastorno bipolar. Todavía éramos niños cuando empezamos a escuchar Nirvana, amábamos Nirvana y nos guardábamos en sus canciones y gritábamos esas canciones como si supiéramos lo que decían cuando en verdad no lo sabríamos sino hasta mucho después, cuando por fin entendimos por qué esas canciones nos pegaron tan duro. Oasis llegó cuando aún estábamos mareados y confundidos, cuando habíamos entrado a la adolescencia a la fuerza, empujados por un suicidio, y supongo que queríamos ganar y sentirnos bien después de habernos sentido como nos sentíamos.

Nirvana nos hacía preguntarnos si valía la pena vivir.
Oasis nos prometía la vida eterna.  

Ok. Volvamos.
Be Here Now
(el último gran disco de Oasis, ¿no?)

La película merece ciertas advertencias puntuales. 1) Funciona como eso que en el cine de súper héroes se llama “una historia de origen”, es decir que va desde los años en que no eran nadie hasta el momento en que lo fueron todo y allí se detiene, en una suerte de caída dramática y triste en la que los mismos protagonistas reconocen que no podrían haber llegado mucho más lejos de lo lejos que llegaron; el documental no muestra los tramos posteriores y medio decadentes en que los discos ya no fueron tan buenos (aunque los sencillos de esos discos sí que lo fueron), más de una década en la que los fans fuimos comprendiendo al comienzo contra nuestra voluntad pero después con una cómoda y orgullosa resignación que Oasis no sería, como lo prometieron varias profecías, la mejor banda inglesa después de los Beatles; ni se incluyen en la cinta mayores detalles sobre la separación del grupo, anunciada tantas veces y en tantos medios que se había convertido en una broma costumbrista pero que finalmente sucedió en agosto del 2009, a trece años de levantar la copa en Knebworth. 2) Los testimonios que conducen la historia, todos sonando fuera de cámara y varios de ellos tan inesperados como conmovedores y graciosos, lo que le da a la cinta un aire de leyenda imposible o difícil de afrontar, se encargan de contar el chisme –gracias por eso– pero dicen poco sobre el proceso creativo de la banda, parecería que las canciones eran trucos de magia que sucedían por combustión espontánea y no, como se entiende si uno se fija con atención, el resultado de seguir escribiendo y componiendo y ensayando y tocando cuando todo indica que seguir haciéndolo es una locura. 3) Noel y Liam Gallagher, los líderes de la banda, las dos cabezas de la misma criatura indomable, los hermanos que eran igual de famosos por la música que hacían que por las peleas que protagonizaban arriba y abajo del escenario o por la ropa y los peinados que usaban, firman como productores ejecutivos de la película y eso levanta sospechas, es evidente que se cuidaron las espaldas, pero no el frente, y ya con eso hay bastante que ver. 
    
La historia de Noel, guitarrista y compositor, y Liam, cantante, se compara muy pronto con la de Caín y Abel. El documental lo hace con algo de ironía pero no sin razón: casi al comienzo, se escucha a Liam diciendo que por eso, porque él y su hermano se odian, Oasis será la banda más grande del mundo, y casi al final se lo escucha diciendo que aunque ya no tenga relación alguna con su hermano ahí está todo eso que les pasó, que de alguna forma nos pasó a todos y que no hubiera pasado sin el motor de una exitosa y lucrativa rivalidad. Pero claro, en esta versión del pasaje bíblico no hay, gracias a Dios y a todos los santos, nada semejante a un hermano bueno: los dos son malos, los dos hablan y beben y se drogan de más, los dos hacen y dicen cosas que nosotros queríamos hacer y decir pero que nunca nos atrevimos a intentar porque no éramos estrellas de rock y ellos sí. La violenta y capaz ya olvidada arrogancia de los Gallagher era uno de los activos más valiosos de la banda: se anunciaban como la mejor banda sobre la faz de la Tierra, muy por encima de contemporáneos más humildes y musicalmente más arriesgados, comprometidos y maduros como Blur o Pulp (para mayor información ver otro documental, Live Forever, The Rise and Fall of Brit Pop, del 2003), bandas que tras haber pasado la prueba del tiempo resultan más relevantes que Oasis pero nunca han conseguido el estatus de mito.

Y claro, está la dinámica perfecta de los hermanos proyectándose en todos sus fanáticos: queríamos tener el talento, la sensibilidad de Noel, pero el pelo, la ropa, la forma de caminar tan canchera de Liam. Porque en la banda ambos eran uno solo y en los videos y en los escenarios y en esa mirada debajo de las cejas pobladas se notaba que habían compartido el pasado. Ambos coinciden en que su infancia definió su destino: se criaron en el hogar de una familia pobre, en un complejo de viviendas subvencionado por el gobierno británico en el límite urbano-marginal de Manchester, una de las ciudades más pobladas de Inglaterra, huyendo de un padre que arreglaba y dañaba las cosas a golpes, al que ellos amenazaron con asesinar y al que nunca volverían a ver. Tenían todo en contra y en esas condiciones el único camino era vivir como si no hubiera mañana ni pasado mañana, como si fuesen los dueños del mundo.

Oasis fue su venganza.
Y yo diría que ganaron.
Sólo querían escapar. Y escaparon.
Llevándose con ellos a miles de otros prisioneros.
Luego nos tocó crecer.
  
Hay canciones de Oasis que vivirán para siempre.
La eternidad no es un lugar tan grande como parece y sin embargo esas canciones viven ahí.   
       
En 2010, en la ceremonia de entrega de los Brit Awards, los premios más prestigiosos de la industria a ese lado del charco, (What’s the Story) Morning Glory? fue elegido como el álbum más importante de las pasadas tres décadas: se han vendido más de 22 millones de copias hasta la fecha. Liam, que era el único miembro de la banda allí presente, subió a recibir el premio y luego de un breve discurso en el que agradeció a sus compañeros de ese entonces, a todos menos a su hermano, y a sus fans, best fans in the fucking world, live Forever!, lanzó el micrófono al público, se acercó al filo del escenario, se inclinó y le entregó la estatuilla a la primera mano abierta que encontró. Otro clásico de Oasis, parte del plan maestro.   


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(El Comercio)      

11.08.2016

La lucha


La alegría está en la lucha
– Ghandi –

Meses después, en una fiesta, me encuentro con el amigo que me cruzó todos los capítulos de la serie. No nos hemos visto desde esa noche en la que tomamos whisky y él me dijo esto es increíble, lo mejor que he visto en mucho tiempo, en serio, no tienes idea.

¿Ya la viste?, me pregunta.
No le respondo. Me quedo en silencio.
Me acerco y le doy un abrazo porque sólo así puedo decir lo que no puedo decir.

Ese man es un genio, me dice. Y empezamos a conversar y no sabemos cuál es el mejor episodio o el mejor personaje o la mejor escena. Otros amigos que también han visto la serie, unos pocos, se acercan y se agregan a la conversación. Ellos tampoco pueden decidir cuál es el mejor momento. Son demasiados. Escoger una sensación, una línea o uno de los muchos sentimientos que se producen al verla sería traicionar al resto y ninguno de nosotros quiere hacer eso: queremos quedarnos con todo. Están traumados con esa huevada, nos dice alguien que todavía no la ha visto y que probablemente no tenga ganas de verla después de habernos escuchado. Es una broma, pero nadie se ríe. Estamos traumados.

El 4 de febrero de este año, el comediante norteamericano Louis C.K. publicó una carta en su página web. Decía, entre otras cosas, esto: Como algunos de ustedes saben, el sábado pasado lancé una serie en este sitio… la idea detrás de lanzarla en Internet era crear un show de una manera nueva y que les llegara directa e inmediatamente, sin promoción, anuncios, carteles o adelantos de cómo se ve o se siente antes de que ustedes puedan verla por sí mismos. Como escritor, uno siempre tiene una sensación extraña cuando revela la historia, los personajes y el tono, sabes que la audiencia nunca tendrá el beneficio de ver la serie como la escribiste porque saben demasiado antes de verla… postear este show de repente me da la oportunidad de darles la experiencia del descubrimiento… esta es una producción de televisión, cuatro cámaras, dos hermosos sets, una cabina de control con lo mejor del presente estado del arte, un equipo muy talentoso y un elenco que pertenece al salón de la fama. Cada segundo que las cámaras están rodando el dinero me sale del culo y es como la peor diarrea de tu mamá… Básicamente, es la versión hecha a mano y pagada por una sola persona de algo que usualmente haría una corporación gigante. Estamos grabando el segundo episodio ahora mismo.

La serie se llama Horace And Pete y los diez episodios de su primera y única temporada, todos escritos y dirigidos por Louis C.K., se estrenaron entre finales de enero y comienzos de abril en la web de su creador: en teoría, la única forma de verlos es comprándolos online. El primero cuesta $5, el segundo $2, y los restantes $3 cada uno, aunque el portal también te da la opción de adquirir toda la temporada por $31 (no hay descuento, el total es la suma de los valores individuales) y esto último es lo que cualquier persona interesada en ver cómo se doblan y se rompen las esquinas del alma está en la obligación de hacer.

La reacción de la crítica fue unánime: este es el show de televisión más importante de la década. La revista The New Yorker, incluso, publicó un artículo en el que se preguntaba, ¿es televisión?, y The New York Times, además de referirse a la serie como un vigorizante adelanto del futuro de la TV, comparó la trama con los motivos de los que se hacían cargo Arthur Miller y Eugene O’Neill, autores concentrados en la realidad de su propio tiempo, en sus obras de teatro a mediados del siglo pasado. Pero poca gente la ha visto y su creador terminó con saldo en contra.

Después de acabada la serie, Louis C.K. fue invitado al programa de radio de Howard Stern y confesó, sin la menor seña de arrepentimiento, que H&P lo había dejado endeudado con varios millones. También bromeó con orgullo sobre su “bancarrota” en el talk show de Jay Leno. Yo no ahorro el dinero, lo gasto. ¿Para qué sirve el dinero si no es para hacer lo que te da la gana? Ahorrar dinero me parece arrogante porque puedo morirme mañana. Si me muero esta noche mis hijas estarán en la calle mañana por la mañana… Durante esa misma entrevista, refiriéndose al improbable destino inmediato de sus hijas, el comediante soltó una sentencia moral que debe estar entre lo más lúcido que se haya dicho jamás sobre la crianza de los hijos: Criar a tus niños como gente rica es lo peor que puedes hacer, por ellos y por los que estarán en sus vidas. No hay forma de que alguien que haya crecido como millonario no termine siendo un pedazo de mierda como persona.

Me contaste que habías visto el primer capítulo como para ver qué onda, que no sabías de qué iba, de qué se trataba, y que ya no pudiste parar. Te mandaste toda la temporada de una, más de diez horas de ¿televisión? en un solo día. Me quedé toda la noche mirando la pared, pensando qué hacer con mi vida, me dijiste, y te reíste, como nervioso de saber que lo que estabas diciendo era la verdad o no era tan mentira ni tan chistoso. Todo bien. Tienes 19 años, a tu edad hay que sentir cosas. Nosotros, en cambio, nos quedamos pensando que tal vez la vida no cambia, que ya no se pone mejor, que esto es lo que tenemos, todo lo que tenemos, y que es imposible no herir a la gente que más nos quiere.   

Según la revista GQ, experta en moda masculina y en identificar las tendencias que definen la cultura popular de nuestros días, Louis C.K. es, indiscutiblemente, “el rey de la comedia en América”. El actor, escritor, productor y director está por cumplir 50 años y parece que atraviesa y domina la cresta de su mejor momento: de hecho, se refiere a H&P como el punto más alto de su creatividad, al menos por ahora.

Empezó a los 18 haciendo shows de Stand-up comedy en clubes newyorkinos. A esa edad, con suerte, trabajaba quizás una o dos veces a la semana, pero pasaba todas las noches metido en clubes viendo a otros comediantes, absorbiendo, robando y aprendiendo de los demás. Veía a cualquiera, bueno o malo, devoraba comedia, todavía escucho a los comediantes como quien escucha las olas del océano y trata de entenderlo. Consiguió su primer puesto como escritor de planta a comienzos de los 90’s en el Late Night Show de Conan O’Brien. Su trabajo era inventar bromas para el anfitrión, que por esos días se estrenaba en su propio programa tras varias temporadas escribiendo segmentos cómicos en el mítico Saturday Night Live, y que no tardaría en ser una estrella con luz propia. De allí, Louis C.K. pasó al programa del ya consagrado David Letterman, en 1995. Estaba dando los pasos correctos, tenía los amigos adecuados, parecía que su carrera iba en ascenso y que el éxito era inevitable. Pero no.

Los años siguientes en la vida profesional de Louis C.K. fueron irregulares y mantuvieron a su personaje en perfil bajo. Mientras continuaba escribiendo bromas para otros comediantes que tenían sus propios shows de variedades en televisión, peleaba por un lugar para presentar su rutina en escenarios pequeños de Estados Unidos, escribía y dirigía películas para la pantalla chica que han desaparecido de los archivos de la televisión por cable y gastaba su dinero –y el de sus amigos, a los que les pedía préstamos no reembolsables– haciendo cine. En 1998 estrenó Tomorrow Night, su primera película como director, productor y guionista, una comedia negra y algo histérica (digamos que podría ser un capítulo de La dimensión desconocida, pero sin salida), filmada en 16 milímetros y blanco y negro, que tiene toda la estética del cine independiente de la época pero que nadie vio y ahora está disponible en su página web. Pocos años después, por encargo del comediante Chris Rock, que ya era una celebridad, escribió y dirigió otro largometraje, Pootie Tang, estrenada en el 2001. Louis C.K. esperó desesperado el lanzamiento de la cinta para conocer la opinión de alguien en particular, el crítico Roger Ebert, uno de sus ídolos y, según él, la persona que le enseñó a apreciar el cine desde su programa de televisión, donde comentaba los estrenos de cada semana. Supongo que la bendición del crítico sería una especie de aprobación paternal, la confirmación externa que Louis C.K. necesitaba para saber que andaba a tientas por el camino indicado. Pues bien, la reseña de Ebert se publicó el 29 de junio de ese año y no fue nada halagadora. Pootie Tang no es tan mala como inexplicable. ¿Cómo ocurrió este desastre?¿Quién pensó que sería chistosa?¿Quién pensó que estaba terminada?, se preguntaba el crítico, y seguía desarrollando esa línea de pensamiento, El boletín de prensa decía que esta cinta había sido hecha “en el laboratorio de HBO, donde hicieron el Show de Chirs Rock, ganador del Emmy” Debe ser uno de esos laboratorios que huelen a gases de pantano, donde todos los ratones están muertos.

La vi dos veces. ¡¿Dos veces?! ¡¿Entera?! De ley, me emocionó, quiero escribir algo. ¿No te dieron ganas de suicidarte? Un chance, pero también me dieron ganas de escribir, de hacer cosas, el man ha hecho full cosas, ha fracasado un montón, eso es bien bacán del man. El guión es  lo máximo, al final te das cuenta de que lo tenía todo craneado desde el principio. Y los actores, broder, qué pobre hijueputa, qué grande Alan Alda. Alan Alda, Steve Buscemi, Edie Falco, todos están increíbles, pero esa historia, qué horrible, loco, qué familia más horrible. Todas las familias son horribles, ¿no? No, huevón, todas las familias son disfuncionales, pero no todas son así de feas. Igual se quieren. O se aguantan. O tratan de quererse, eso es bastante. No sé, huevón, como que Louie se quería vengar de alguien. No creo, estuve investigando y no parece autobiográfica. Todo lo que uno escribe es autobiográfico, bro. Sí, de ley, y todo es material, como dice Philip Roth, pero el man dice que sólo quería hacer una serie sobre las familias porque uno no puede escapar de su familia, literal.  

John Landgraf, presidente de la cadena FX, ha declarado públicamente que su estrategia de trabajo es la siguiente: invertir poco dinero en mucha creatividad. Para hacer el piloto de Louie, la serie que hizo visible a Louis C.K., Landgraf le ofreció al comediante un presupuesto de 200.000 mil dólares, una cifra más que austera para los estándares de la industria gringa, donde el protagonista de un show en televisión puede llegar a cobrar un millón de dólares por episodio, o más. Louis C.K. aceptó el trato con una condición: ni John Landgraf ni ningún otro ejecutivo de FX estaría involucrado en la producción, no podrían opinar sobre el guión, la elección del elenco o el material grabado, recibirían el producto terminado y con el material en las manos decidirían si continuar o no con el proyecto. Esta vez, el experimento dio resultado: Louie apareció en el 2010 y se mantuvo al aire durante cinco años en los que congregó miles de espectadores y fanáticos. El acuerdo al que llegaron la cadena y el artista se conoce ahora como “El arreglo Louis C.K.”, pero el comediante niega que tal cosa exista. Todo el mundo quiere El arreglo Louis C.K. pero no hay ningún arreglo Louis C.K. No hay nada en papel que diga que ellos [FX] no pueden molestarme. En papel ellos pueden obligarme a hacer lo que ellos quieran, yo sirvo a su antojo y son ellos los que aprueban todo. Pero mientras las cosas vayan bien, nadie se mete. Es un derecho que me he ganado con cada episodio. Si dejo de ser chistoso van a empezar a molestarme.

En el 2010 Louis C.K. tenía 43 años y por fin estaba recibiendo la atención que necesitaba para continuar con su trabajo, siempre en progreso. Es como si hubiese tenido que llegar a ese momento de su vida para poder mirar hacia atrás, tomar distancia, perspectiva, amasar todo lo que le había pasado hasta ese preciso instante y organizar sus primeras impresiones sobre la vida en la tierra.

Louie es una comedia que parte de la auto-ficción, la historia de un comediante que vive en Nueva York y se mantiene como puede mientras trata de criar a sus dos hijas pequeñas después de haberse divorciado: fuera de cámara, Louis C.K tiene dos hijas pequeñas y un divorcio a cuestas. Y Hilarious, el show de Stand-up que lanzó también en el 2010 y que ese año formó parte de la selección oficial del Festival de Cine de Sundance (el único en su especie en lograr algo semejante), es como una tribuna desde donde el comediante, parado sobre los hombros de los 40’s, tambaleando a veces, se burla de y se pelea con todo aquello que no soporta de su país ni de sí mismo. Su rutina es al mismo tiempo una traición a la patria y un manejo maniático de la obsesión amorosa: quisiera poder dejar de quererte, pero no puedo / quisiera ser mejor persona, pero sólo puedo ser esto que soy.   

Este año Louis C.K. se ha presentado en vivo más de cincuenta veces. Ha estado en Nueva York, donde llena el Madison Square Garden, en Chicago y San Francisco, pero también en Budapest, Helsinki, Copenhague, Jerusalén y en la Arena de Wembley, en Londres. Por lo general, los comediantes de su talla llegan a un acuerdo previo con los teatros en los que suelen montar sus espectáculos: los organizadores se comprometen a cancelar una cifra específica –una garantía, digamos– independientemente de la cantidad de público que reciban, y si los ingresos de la taquilla superan la tarifa acordada reparten el monto final en porcentajes entre todos los involucrados. Esta es una práctica común en el showbiz alrededor del mundo, pero Louis C.K. la desobedece, vende las entradas para su shows exclusivamente a través de su página web y, de esta manera, evita el sobreprecio que suele aparecer con los intermediarios. Además, exige que los gastos de promoción de cada show se reduzcan al mínimo para que esa inversión no infle el costo de los boletos.       

Es obvio que después de tantos kilómetros caminando cuesta arriba, Louis C.K. no piensa aflojar ni acomodarse, pero tampoco limitarse a vivir al margen del espectáculo. Hace unos meses volvió a sacar dinero de su propio bolsillo para armar paquetes promocionales en los que venía toda la serie repartida en 3 DVD’s, y se preocupó por hacérselos llegar a los 19.000 –sí, 19.000– miembros de la academia de la TV en Estados Unidos. Los paquetes venían con una leyenda que decía para su consideración, a propósito de la entrega de los premios Emmy, el pasado mes de septiembre, y pretendían postular la serie para al menos cinco categorías, entre ellas mejor serie de drama y mejor actor principal. La academia consideró que de esas sólo valía tomar en cuenta una, mejor actriz invitada (grande, inmensa, todopoderosa Laurie Metcalf llenando la pantalla), pero no le otorgó el premio. Esta ausencia de reconocimiento y farándula legitima la existencia de H&P como lo que es, la maniobra más arriesgada de su creador, la que puso a prueba la flexibilidad de sus articulaciones, no precisamente una obra adelantada a su tiempo sino un reflejo tan fiel de ese tiempo que resulta difícil de aceptar.

Cuando Charlie Ross, el conductor de un programa de entrevistas que lleva transmitiéndose más de 20 años y se especializa en artistas que escapan a cualquier arquetipo, le preguntó a Louis C.K. qué se necesita para ser comediante, él respondió con una mirada al pasado, una leyenda que debería ser inscrita en una placa de mármol y luego colocada en algún parque donde los jóvenes lleguen en peregrinación, desahuciados, buscando un milagro: Vivir la vida para entenderla, pasar mucho tiempo sobre el escenario y no renunciar. Me ha tomado 20 años ser bueno en lo que hago porque el único camino para ser un comediante es el fracaso. Tu peor show no puede ser muy distinto que el mejor, y eso se logra con experiencia.

Y algo más que quizás pertenezca al campo y a la materia sentimental pero que aplica en el escenario desolador que sigue a cualquier tragedia: tienes que saber que puedes estar bien después de haber estado mal.   

Louis C.K. dice haber aprendido la lección más importante de su vida de otro comediante, George Carlin (1937-2008), uno de los mejores de todos los tiempos. La lección es tan simple como suicida, y consiste en abrir cada noche con tu mejor material, con la mejor broma que tengas, la más chistosa, la más ofensiva, la más provocadora, desarmarte desde un principio y construir desde ahí un camino hacia el cierre. Esa es la sensación que tuve luego de ver el primer capítulo de Horace And Pete. ¿Qué puede pasar después de esto? Después de verla por segunda vez, en cambio, la sensación era distinta y la pregunta era otra, ¿y ahora?

El man me cae bien. Es gordito, calvo, pajero y tiene los brazos llenos de pecas, medio freak. Casi siempre se viste igual, jean y camiseta negra, zapatos deportivos. Einstein hacía lo mismo, se ponía la misma ropa todos los días para no gastar tiempo ni desperdiciar energía pensando qué ponerse. Y no. Este man no es un genio, eso es lo más bacán, que no es un genio. Es un man que se ha sacado la puta camellando y ha descubierto un par de huevadas sobre la vida, huevadas tucas. 

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10.17.2016

Fiesta en América


Nunca nos había pasado. No a nosotros. Por lo menos no así. Nunca jamás la gloria de otro nos había salpicado tanto y de tal manera, hasta cubrirnos por completo en una ducha dorada. Nunca antes la gloria había sido tan nuestra.

Empezó como una broma. ¿Ganó? ¿En serio? ¿Bob? ¿El Nobel? A ver, ¿qué? ¿Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura? ¡No jodas! Luego vinieron los mensajes, ¿ya supiste? Las mil y una ventanas abiertas en el chat repitiendo una y mil veces la misma frase: Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura, Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura, Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura.

Llamé a un amigo y le dije tenemos que celebrar. Primero me dijo que no podía, que se había fracturado un dedo jugando fútbol hace unos días y le habían prohibido beber. Pero después, apenas un segundo o apenas milésimas de segundo después, me dijo: everybody must get stoned, voy para tu casa, se lo merece, ¿chelas?, que para aquello que hoy nos convoca vendría a ser como Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Mientras tanto la gente seguía llamando por teléfono y sólo decía una cosa como si esa cosa fuera la única que supieran decir: ¡Ganamos! Así, entre signos de admiración y amor y una sensación tan extraña y única que no se puede ni se debe escribir. Lo mismo en el mail: correos sin asunto porque sólo había un asunto posible, ¡Ganamos! Gente desde otras ciudades y desde otros países y seguro también desde otros planetas y otros tiempos abrazándose al mismo tiempo, levantando sus voces y sus lenguas y sus gargantas y sus amígdalas y cantando esas canciones que son las extensiones de nuestro cuerpo y serán el rastro de nuestra vida.

Es verdad, esto es como tocar a las puertas del cielo, con la única diferencia de que esta vez el cielo se abrió, de que esta vez hay alguien que responde al otro lado de la puerta y te habla y te dice que los tiempos están cambiando y que nos preparemos porque va a llover muy duro.

Un mail del escritor quiteño Salvador Izquierdo dice: DYYLAAAANNN!!!! Un mail del escritor nicaragüense José Adiak Montoya, a quien conocí en México y con quien nos tratamos de a Wey, dice: WEEEEEEEEYYYYYYY. Un mensaje del director de cine Sebastián Cordero desde Estados Unidos dice: Estoy escuchando su música todo el día y me estoy sirviendo un whiskey as we speak. El escritor argentino Rodrigo Fresán, el Dylan Max, desde Barcelona, dice: él viene ganando desde hace tanto… El dylanólogo profesional Miguel Pazmiño, desde Canadá, dice: tengo un recuerdo lindo de Bob con cada una de las personas importantes en mi vida. No se pude ser más elocuente.

Tienen que entender que desde hace años, años enteros, los dylanitas venimos jugando a este juego en clave de protesta ante la academia que consiste en repetir un millón de veces el siguiente mantra: ya, por favor, el Nobel para Bob, ¡el nobel para Bob! Y eso que pensábamos que ya nunca iba a pasar porque de hecho era imposible, eso a lo que ya nos habíamos resignado a morir sin ver, eso que era a veces lo único que nos mantenía afinado el ritmo de la respiración durante esos latidos que el corazón se salta, eso, pues eso ha pasado.

¿Cómo se siente? Se siente bien. Muy bien. Puta madre, qué bien se siente. Como si todo eso que no puede ser pudiera ser.

Bob Dylan ha tenido por lo menos mil caras y por lo menos una de esas caras nos ha tocado a nosotros, por lo menos una de esas caras nos ha caído a las manos desde el cielo y nos la hemos puesto por encima de nuestro verdadero rostro y después hemos dicho: este soy yo.

El día que Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura pasó algo que podría haber pasado en una canción de Bruce Springsteen, agarré el teléfono y le mandé un mensaje, este mensaje, a mi hermano: Hay que tomar por Bob. Habían pasado meses desde que no le escribía por nada más allá de lo absolutamente necesario: las cuentas pendientes, la visita de las sobrinas, ¿sabes cómo están los papás? Y la verdad es que estábamos bien así, a una distancia cómoda y prudente, yo más lejos que él, hay que decirlo. Pero mi hermano fue el primero en mostrarme muchas cosas, mucha música, esa montaña en cuya cima está Bob Dylan y ese océano en cuyo fondo también está Bob Dylan. Un día, cuando ya vivíamos solos en Quito y tratábamos imposiblemente de ser más amigos que hermanos, me llevó a dar una vuelta en el carro (él manejaba) y me puso If You See Her Say Hello ¿Si entiendes?, me repetía mientras retrocedía la cinta del casete, ¿si entiendes lo que el man está diciendo? Y me dio una lección y supe que ser hermanos en Dylan era acaso más importante que ser hermanos en cualquier otra circunstancia.

Escuchar esa canción, en ese momento, fue como una maldición, como escuchar la prueba de que se podía escribir así y asumir al mismo tiempo la certeza de que uno nunca va a poder escribir así. A veces hago que me rompan el corazón sólo para tener una excusa para poder escuchar esa canción otro millón de veces más. A veces recojo los pedazos de mi corazón y trato de hacer con ellos una palabra.  

Odio a la gente a la que le gusta mucho Sabina y no hay cosa que odie más que la gente que cita a Sabina y cree que está citando a Platón. Pero quiero y voy a citar a Sabina: Dylan canta como el culo, toca como el culo, y es el mejor.      

Este es uno de esos días que uno quisiera que no acabaran nunca, como esas canciones de Leonardo Favio donde al final de un paseo bajo el sol él la convence a ella de que le regale un beso. El día que Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura una chica linda me regaló un beso. Esta es una de esas cosas que no quisiera dejar de escribir.

(El Comercio)

10.04.2016

Un momento en la vida de Chet Baker


Born to Be Blue, dirigida por el canadiense y casi debutante (sus trabajos anteriores son cortos, casi todos para la televisión) Robert Budreu, protagonizada por Ethan Hawke y la hermosísima y más bien poco activa Carmen Ejogo, no es exactamente lo que esperábamos: no es una biopic basada en la vida del trompetista-jazz-man Chet Baker. Para eso, para un acercamiento más tradicional a su historia, hay que ver el nada tradicional documental Let’s Get Lost (el director es Bruce Weber, el emblemático fotógrafo de modas), de 1988, el mismo año de la muerte del músico, antes de cumplir los 60, y también un concierto llamado Live at Ronnie Scott’s, grabado en Londres, en 1986, en el que Baker es acompañado por Van Morrison y Elvis Costello, a quien además le responde un par de preguntas clave sobre su infancia y el desenvolvimiento de su existencia en una entrevista breve pero contundente (la mejor parte es esta: Costello le pregunta si alguna vez pensó en escribir sus memorias, Chet Baker le responde que sí, que de hecho empezó a escribirlas y se detuvo a la mitad porque nadie le iba a creer). Y para conocer o saber algo de o adivinar a Baker hay que, claro, escuchar sus discos: un poco (no demasiado) del cool jazz que hizo al principio de su carrera, los álbumes Chet y My Funny Valentine, buenos lugares donde perderse un rato, y las absolutamente devastadoras sesiones que grabó con el pianista Bill Evans, en 1959. Por ahí puede uno entrar a Chet Baker, acomodarse y quizás llorar un poco mientras escucha esas canciones sopladas siempre con el último suspiro. Digo todo esto, creo que hay que decirlo, porque me parece poco probable que alguien que vea Born to Be Blue sin conocer los antecedentes de su personaje principal se sienta atraído hacia su música, que al final es lo que más importa, la música que uno la pueda sacar a las películas, la vida que uno pueda robarse de ellas. Esta cinta es sobre el músico en uno de los peores momentos de su carrera, capaz el peor de todos los momentos, el más duro, cuando está tocando mal y está perdido y sabe que para encontrarse debe volver al fondo del que quería salir.

Al final, después de que le rompieran los dientes y tuviera que aprender a tocar y a sangrar a través de una dentadura falsa; después de haber tocado en una pizzería por unas monedas; después de andar por la calle sin temor a que lo reconocieran porque ya nadie lo reconocía, ya nadie le decía que era como Frank Sinatra y James Dean en uno; después de haber pasado una etapa detox tratando de acostumbrarse a la metadona; después de haber visitado a sus padres en una granja de California y de escuchar de la boca de su padre estas palabras: yo nunca puse el nombre de la familia por el piso; después de haberse puesto traje y sombrero de mariachi para poder trabajar porque si no trabajaba lo metían preso; después de recorrer carreteras y carreteras con su novia sin saber dónde ir o dónde detenerse o siquiera dónde parar a tomar un respiro y seguir; después de haber intentado vivir en paz y desconectado y de ser una persona más normal; después de haberle prometido a la mujer que ama que nunca más se inyectaría heroína; al final, casi en la última escena de la película, Chet Baker está en el camerino de Birdland, el club newyorkino bautizado en honor a Charlie Parker, sentado frente al espejo, mirándose, mirando todo lo que le ha pasado, lo que le pudo pasar, lo que le pasará, cuando aparece el promotor del concierto, un amigo al que Baker le ha rogado que lo devuelva a las grandes ligas, ¿estás listo?, le pregunta, pero Baker no responde, se queda en silencio y baja la mirada hacia una mesa donde están una jeringuilla, una cuchara, una vela encendida y un papelito desdoblado con heroína en el centro, entonces el promotor le ofrece metadona, pero él no acepta, entonces el promotor le dice que puede hacerlo sin eso, y él le dice que no, que no puede, que eso lo hace sentir más seguro y de ahí aparece ya en el escenario, bajo una luz azul, cantando precisamente Born to Be Blue: I guess I’m luckier tan some folks / I’ve known the thrill of loving you / but that alone is more / than I was created for / ‘cause I was born to be blue. Mientras está tocando, Chet Baker eleva la mirada y descubre, por encima de la campana de su trompeta, a la mujer a la que le prometió que no haría lo que está haciendo y seguirá haciendo hasta su muerte, varios años después. Se miran. A ella se le humedecen los ojos. Se miran. Ella se va. Él sigue tocando.