9.26.2016

Bienes raíces


El taxi entra a la urbanización, rueda sobre esas calles amplias, perfectas, rozándose con los 4X4 que están estacionados uno al lado del otro, como en una exhibición, hasta que se detiene frente al jardín de una casa grande, elegante, moderna.

Qué caleta tan bacán, piensa. Qué caletota. La estructura es muy de este siglo: rectángulos y cubos de vidrio gigantes que parecen las ramas de una planta de cristal sembrada en el césped. Minimal, retro-futurista, bien. Podría vivir aquí, piensa. ¿Pude haber vivido aquí? Es de noche y hace frío pero el interior de la casa despide una luz cálida, amarilla.

La ve parada frente a la puerta, hablando con una señora que debe ser la mamá. Enfoca. Está como gordita, piensa. Son las pastillas, piensa, te hacen bajar y subir de peso como loco, a mí me pasa lo mismo. A ella, además, le salen granos en la cara. Ella se acerca, lo abraza, le da un beso largo y mojado en la mejilla y le entrega un billete de veinte dólares para que pague el taxi. Qué vergüenza, tuve que pedirle a mi mami verás.

Lleva un suéter que, se nota, no abriga nada, un vestido flojo que le llega a la mitad de las rodillas y mallas negras. Mientras cruzan el jardín ella trata de tomarle la mano, él la esquiva, apenas y se tocan como por accidente. ¿Para qué vino?, ¿para qué viniste? Sabía que ella estaba borracha desde que escuchó su voz de niña tropezándose por teléfono. Sabía que no iba a pasar nada porque él no quiere que pase nada. Nunca más, fue un error, piensa. ¿Entonces? Es mi amiga, la quiero, no sé, estuvo ahí cuando la necesité, me aguantó cuando yo era insoportable, le mintió al novio. ¿Culpa? Quizás, algo, pero también cariño, de ley, aunque no parezca. Tengo cervezas y un ron que no me preguntes cómo se llama pero dizque es buenazo verás, dice ella. Dale suave, es temprano. ¿Estás embalada?, le pregunta. Ella entrecierra los ojos, sonríe. Los ojos chinos detrás de los lentes chuecos, envueltos en el pelo despeinado. Un poquito, dice.

Sus piernas se enredan y los dedos de sus pies golpean los escalones de piedra lavada que trepan por el jardín hasta la puerta. Se queja. Ay, ay, ay, chucha. Se queja como una niña chiquita que aprendió malas palabras ayer, saltando en un solo pie y apretándose las manos, como si quisiera orinar. Escalón de verga, huevón, dice. Él no la abraza ni le pregunta si le dolió mucho ni se ofrece a ayudarla ni se atreve siquiera a sugerir llevarla cargada hasta adentro. Cualquier movimiento puede ser mal interpretado en mi contra, piensa. Y no. Ya no. Me cansé. Ya no soy ese man. Entran a la casa: ella cojea y acomoda la puerta a sus espaldas, él tiene la sensación de estar entrando a una casa modelo, perfecta, amoblada y decorada con sobriedad y buen gusto. Una casa sofisticada, incluso, pero nunca tanto como para intimidar. Un hogar.

En medio de la cocina, que es enorme, hay un mesón, un monolito de madera sólida que es el centro gravitacional del espacio que lo rodea. Se fija en la refrigeradora de puertas transparentes (de hecho, hay dos refrigeradoras de puertas transparentes), en el mosaico de cerámica sobre las hornillas metálicas, en el grifo del lavaplatos que es tan largo y brillante y flexible que parece un animal dormido, en las sartenes y pailas que cuelgan de una araña resplandeciente pegada al techo y que brillan como si jamás hubiesen sido usadas. Es como el set de un reality de cocina, piensa ¿Estarán grabando ahora mismo?, quizás soy el malo, el que la gente quiere que se vaya de la casa pero que antes vea bien de todo lo que se pierde por no quedarse con ella, por ser tan superficial. Al otro lado de la pantalla alguen dice bien hecho y alguien más dice a-já.     

Pasan directo de la cocina al patio trasero, una especie de invernadero cubierto con paneles transparentes que recogen y guardan el calor del día, lleno de plantas frondosas y saludables, y se sientan frente a una piscina arropada bajo una manta térmica. El clima del valle, piensa, es mejor que el de Quito. De día hace un calorcito rico, dice ella mientras le pasa un ron con Coca-Cola Light y además le regala una cerveza. Dos manos, dos tragos, bacán. A mi vieja le encanta el valle, piensa, justo por el clima, le encantaría esta casa, esta chica, esta gente. A un costado de la piscina hay una parrilla que también funciona como chimenea y al otro, sobre una breve elevación del terreno, un pequeño gimnasio con paredes de vidrio y máquinas modernas para hacer ejercicios: una cinta para correr con más botones que la cabina de un avión, una máquina de remo con estructura de madera y una especie de tanque de agua en un extremo, bellísima, un aparador de metal lleno de pesas de todos los tamaños, un televisor de pantalla plana que debe ser inteligente. Se imagina a sí mismo sudando, mirando los números acaso rojos de un cronómetro, sumándole millas a la distancia recorrida.

Yo pensé que esta noche podíamos darnos unos besitos, le dice ella. No, dice él. Se miran en silencio. Qué aburrido, huevón, mal plan, te juro, mal plan, dice ella, y con un vaso en la mano se da la vuelta, camina hacia un sofá donde está su computadora, conectada a un parlante, y pone una canción de Mecano. Se lleva el vaso a la boca, mueve la cabeza, el pelo se le enreda todavía más. ¿Dónde está el baño?, le pregunta él, que quiere desaparecer un momento. Tienes que usar el de mi cuarto, adentro, por allá.

Su cuarto es inmenso, hay una cama cubierta de almohadas, un escritorio cubierto de papeles, miles de libros y peluches mezclados en el piso. Se demora en encontrar el baño porque en serio el cuarto es así de grande. Encuentra un closet, vestidos, sombreros, zapatos, lo cruza y llega al baño y se fija en que todas las toallas son del mismo color, en que hay por lo menos tres jabones distintos entre líquidos y sólidos y cremosos, y en que eso que está al lado de la ducha no es una tina sino un jacuzzi.

Cuando sale, ella lo está esperando parada en la mitad del cuarto, de pie en el medio de la oscuridad. Yo pensé que esta noche podíamos darnos unos besitos, le dice. Él la abraza porque sinceramente no sabe qué más hacer y ni cómo más decirle que de verdad, de verdad, aprecia todo lo que ella hizo por él cuando él estaba tan mal y tan solo y tan y tan perdido y tan high y tan down, todo lo que le dijo y todo lo que tuvo que escuchar tantas veces, todos los doctores que le recomendó, las pastillas que le regaló. Mal plan, te juro, mal plan. Ella sale del cuarto. Él se demora unos segundos en salir. Va por el pasillo y se detiene frente al comedor, que es como un cuarto privado, todo de madera, separado del resto de la casa por unas puertas corredizas que tienen manubrios largos y plateados. La mesa tiene ocho puestos. Se la imagina llena, el sonido de los cubiertos y los platos y las risas rebotando contra las paredes, creciendo, un domingo, quizás.

Ella está hablando por teléfono, caminando por los bordes de la piscina, mirándose los pies. Él busca Such A Night, versión The Last Waltz, The Band con Dr. John. Con esto podemos hacer las paces, quedar en paz, despedirnos bien, piensa. Le llamé a un pana, dice que ya mismo cae. Bacán, si quieres te acolito hasta que venga, dice él, y busca el ron y la Coca Cola Light para prepararse otro trago. Mejor no, dice ella, y le muestra un billete de veinte dólares.

(SoHo)

1 comentario:

Anónimo dijo...

si chupas no escribas estimado