9.12.2016

Yo también estoy pensando en ti, Courtney Barnnett


Hace dos años, en septiembre del 2014, la cantante australiana Courtney Barnett grabó una sesión para The A.V. Club, la web escrita por obsesos de la cultura pop para obsesionados con la cultura pop. Tenía que tocar un cover y escogió Cannonball, el clásico noventero de Breeders. A comienzos de febrero del 2015, la revista inglesa NME, que lleva casi 70 años hablando de música y sobre todo de rock, la invitó a la tienda Wunjo Guitars, en Londres. Tenía que responder una sola pregunta, ¿cómo aprendiste a tocar? Dijo que tocaba desde los 10 años pero que tardó mucho tiempo en convencer a sus padres de que le compraran una guitarra, “tuve que gastar como cuatro cumpleaños y cuatro navidades en un solo regalo”. Las primeras canciones que aprendió fueron Smoke on the Water, de Deep Purple, y Come As You Are y Something In The way, de Nirvana. Meses después, en la mítica tienda de discos Amoeba Music de Hollywood, California, Courtney Barnett buscó entre miles de vinilos y quiso hablar, entre otros, de tres álbumes que bien podrían hablar por ella y definir en algo su personalidad: Up on the Sun (1985), de los Meat Puppets; Blue (1971), de Joni Mitchell; y I Love Rock ‘n Roll (1981), de Joan Jett & The Blackhearts. Esto lo se ahora que paso horas escuchando sus canciones, viendo sus videos, buscando sus conciertos y hurgando en su vida privada como un psicópata. Y creo que estoy enamorado.  

Courtney Barnett tiene siempre el mismo look. Cero maquillaje, el pelo cayéndole en la frente, abultado como si acabara de levantarse, y derramándose por los lados de su cara hasta quedar colgando debajo de los hombros. Jeans y camiseta. Botas gruncheras, con cordones, nada de taco aguja o broches falsos o cierres hasta la rodilla. A veces un sombrero tipo Holden Caulfield y a veces también un ancho suéter a rayas tipo Freddy Krueger / Kurt Cobain. Aunque no tocara como toca ni cantara como canta ni escribiera como escribe, verla sería suficiente para sentir la presencia de una plegaria atendida. Su carrera arrancó en el 2011 de forma muy siglo XXI, lanzando unas pocas canciones en formato EP que luego, en el 2014, reunió en un disco perfectamente titulado The Double EP: A Sea of Split Peas. Su primer álbum de larga duración, Sometimes I Sit and Think, and Sometimes I Just Sit, apareció en marzo del 2015, trepó en todas las listas de los mejores discos del año y fue apadrinado por los críticos de la revista digital Pitchfork, gente exquisita y snob y muchas veces insoportable a la que sin embargo hay que acudir a menudo para buscar nueva música. Todo esto bajo su propio sello discográfico, Milk! Records, que Courtney Barnett maneja desde su casa en complicidad con su novia, la también cantante Jen Cloher, 11 años mayor a ella. En Numbers, una canción que escribieron juntas, cantan esto: Quizás me lleves unos años, pero eso no significa nada para mí / Quizás tengas miedo de que te rechace, pero al final del día el hecho es que no nos estamos volviendo más jóvenes / Me gustaste desde el día en que te conocí / Me vi reflejada en ti, una freak narcisista y egocéntrica como yo. 

En el video de Avant Gardener, la canción con la que uno se inicia en este rito de adoración, Courtney Barnett aparece jugando tenis y esto no es gratuito: practicó hasta los 16 años, cuando decidió jugarse entera por la música. (Ojo, en ese mismo video, con el chico que lleva el marcador del partido, una representación del Dylan sesentero, con terno, corbata, gafas cuadradas y el pelo incomprensible) Esta práctica autobiográfica también está en algunas de sus letras o por lo menos eso es lo que quiero creer porque así es como suenan: recuerdos procesados para escapar de la memoria.

Si los videos enganchan, las letras enamoran: son como fragmentos de alt-lit que celebran el horror de lo cotidiano. Avant Gardener empieza así: Me despierto tarde / Otro día / Qué maravilla / Qué desperdicio / Es lunes / Es tan mundano / ¿Qué cosas increíbles me pasaran hoy? Courtney Barnnett afina esta pregunta con un desgano encantador y su voz casi muerta es como una carcajada al revés. Pedestrian At Best, un tema que canta desesperada porque la letra es tanta que no le cabe en la boca y le impide respirar, da vueltas alrededor de este coro: Ponme en un pedestal y te decepcionaré / Me dices que soy excepcional y yo prometo explotarte / Dame todo tu dinero y haré un poco de origami / Creo que eres un chiste pero no te encuentro muy chistoso. Y en Depreston, que también podría llamarse “Escenas de un matrimonio” o algo peor, Courtney Barnett hace un cuento minimal pero durísimo: una pareja escapa de un barrio hipster inundado de cafeterías y busca una nueva casa, pero lo que están buscando en realidad es la oportunidad de darse otra oportunidad. Imposible, este es el final y uno quisiera poder mirar para otro lado pero no se puede. Si te sobrara medio millón podrías tumbar esto y empezar a reconstruir, repite al final, y la imagen es perfecta, ni siquiera medio millón de dólares, americanos o australianos o canadienses o marcianos, podrían revivir el cadáver del amor.

Cuando toca en vivo, Courtney Barnett sale al escenario acompañada de un baterista y un bajista, nadie más, y el formato power trío le conviene. El sonido frontal y desnudo que suda la banda viaja de manera horizontal, se abre en el espacio y se amontona en nosotros. Ella es la única guitarrista y algunos de sus solos llegan al noise más excitante (Small Poppies y Kim’s Caravan son ejemplos perfectos), mezcla de Sonic Youth y Pavement: todo belleza. Courtney Barnett tiene 29 años y una voz que se para sobre los hombros de las máquinas que han secuestrado la música popular de los últimos años, es más, podría liderar a un grupo de rebeldes y acabar de una vez por todas con la inteligencia artificial ¡Abajo los sintetizadores y las secuencias, arriba las guitarras!

Y tiene esos ojos, celestes, cristalinos, casi transparentes, como dos luceros alumbrando un basurero.

(El Comercio)


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