2.01.2017

Tyler's Back, Bitches!


Your head will collapse
But there’s nothing in it
And you’ll ask yourself
Where is my mind?

– Pixies –

Hubo una época en la que podías pedirle a Chuck Palahniuk que te firmara el brazo, el hombro o la espalda, pero ya no. El autor de Fight Club ya no imprime autógrafos sobre la piel de sus lectores porque han sido demasiados los fans que se tatuaron su firma en el cuerpo y a él eso le parece un poco mucho, too fucking much. Y sí, quizás sea excesivo y más propio del rock o de una secta religiosa o de Project Mayhem que de la literatura, pero  es el tipo de cosa rara que le pasa a los escritores de culto: la gente quiere llevarlos siempre encima. La gente los descubre y cree que por fin ha encontrado a alguien en el mundo que piensa en ellos y siente lo mismo que ellos y se ríe de las mismas bromas y se quiere matar por las mismas razones: alguien que de verdad te está escuchando y no sólo esperando a que te calles para poder hablar.

Se suponía que nada de esto iba a pasar. Nada: ni el libro, ni la película, ni los lectores/seguidores de Palahniuk (por cierto, según los fans se pronuncia paula-nick), ni la secuela de algo que parecía intocable. Nada.

Palahniuk estudió periodismo en la Universidad de Oregón, se graduó en 1986 y luego intentó trabajar en un periódico de Portland, al filo de la costa oeste de los Estados Unidos, pero se aburrió pronto y pasó de reportero a empleado de la compañía automotriz Freightliner, donde reparaba camiones y escribía manuales-de-uso para los conductores. Esa fue su vida hasta pasados los treinta años, hasta que empezó a escribir ficción. Se enlistó en un taller de escritura creativa que se reunía en cafés y bares y en el que todos los asistentes tenían que leer sus trabajos en voz alta, compitiendo por la atención de sus compañeros con las máquinas de expreso y los partidos de fútbol americano a todo volumen en la televisión. Por esos días y en esas circunstancias escribió la primera versión de Fight Club, un cuento que después se convertiría en novela y en película y en motivo de adoración.

Me tomó tres meses escribir el primer borrador [del cuento] y el libro se vendió a una editorial en tres días. El adelanto que me dieron fue tan bajo que no se lo mencioné a nadie. A nadie. Fueron seis mil dólares. Otros autores me dicen que eso se llama “dinero de despedida” Se supone que un adelanto tan bajo debería hacer que el autor se sienta insultado y se marche… De cualquier manera, eran seis mil dólares, y con eso podía pagar mi renta durante un año… En agosto de 1996 había un libro con pasta dura. Hice lecturas en tres ciudades y nunca llegaron más de tres personas. Las ventas del libro ni siquiera alcanzaron para cubrir lo que me tomaba en los minibar de los hoteles, escribió Palahniuk años más tarde en el prólogo de una edición que ya tenía como portada el afiche de la película.

Fight Club, dirigida por David Fincher y protagonizada por Edward Norton y Brad Pitt, se estrenó a finales de 1999, y lo que sucedió tras su debut en sociedad fue más bien extraño y hasta parecería que no fue tan así. La película no recogió mucho público en taquilla y fueron pocos los críticos que se atrevieron a defenderla abiertamente (recordemos, además, que 1999 fue el año en que toda la atención se desvió hacia American Beauty), pero en los meses posteriores, cuando estuvo disponible en VHS y DVD y la gente pudo llevarse la cinta a la intimidad de sus hogares, apareció un nada despreciable ejército de Space Monkeys que la vieron y quedaron impactados, perturbados, acelerados, con ganas de romperse la cara o por lo menos desviarse el tabique, y se la repitieron varias veces hasta aprenderse los diálogos de memoria.

Era como si Tyler Durden, uno de los extremos principales en esa historia literalmente bipolar, hubiese llegado a reunir a una congregación que antes de su venida vagaba errante y dispersa.

Quizá fueron sus palabras. Sí, fue eso, debió ser eso. Los golpes sin duda ayudan, pero sanan, se desinflaman y desaparecen. Las palabras se quedan. Seguro que fue eso, las palabras. Pequeños gritos de combate como este: Somos los hijos que Dios nunca quiso tener. O este: Sólo cuando lo hemos perdido todo somos libres de hacer cualquier cosa. O este: Yo digo que nunca deberías sentirte completo, basta de ser perfectos, yo digo… vamos a evolucionar, que las fichas caigan donde sea. O este: Fuimos criados por la televisión para creer que un día seríamos millonarios, estrellas de cine o estrellas de rock. Pero no lo seremos. Y estamos descubriendo esta realidad poco a poco. Y estamos muy, muy cabreado. O este: La publicidad nos hace perseguir a los autos y a la ropa, conseguir trabajos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos.

La película, una violenta-pero-sensible broma anti-sistema, acusada en su momento de ser porno-para-machos, fascista y además comercialmente fallida, terminó influyendo en la cultura de maneras infrecuentes. Donatella Versace sacó al mercado chaquetas para hombre adornadas con hojas de afeitar y las bautizó como “The Fight Club Look”; los modelos de la casa Gucci, en Milán, salieron a desfilar en sótanos oscuros y mugrientos como los que aparecen en la película, con moretones pintados en la cara y vendas ensangrentadas enredadas en los brazos como los actores de la película; en la web circularon noticias sobre un Fight Club que funcionaba en la pista de baile de una discoteca, en Brasil, en el que se peleaba hasta la muerte; a mí me dijeron que hubo uno en Quito, pero nunca he conocido a nadie que hubiese estado en él, quizás porque la primera regla es no hablar de eso; los estudiantes de la Brigham Young University (Utah, USA), la universidad religiosa con más alumnos en el mundo, increparon a sus autoridades por prohibirles organizar su propio Fight Club, argumentando que nada impide a los mormones golpearse entre ellos los lunes por la noche. Y quizás lo más increíble de todo: de entre esos miles que se volvieron adictos a la película y a tragar su propia sangre, unos cuantos saltaron hacia el libro y fue así como el escritor Chuck Palahniuk comenzó a existir de verdad, for real. Queda claro que en este caso fue la obra la que inventó al creador y no al revés.

Desde que la película le abrió camino a la novela y a su autor, Palahniuk publica casi un libro al año, entre los que se cuentan incluso libros para colorear y remixes de varias novelas, por si acaso. Continúa expandiendo su mundo a un ritmo acelerado, embalado, casi paranoico, como si supiera que un escritor puede desvanecerse con la misma rapidez con la que apareció y quedar disuelto a la vuelta de un simple giro del destino. Seguirle el paso es prácticamente imposible y a veces también insoportable y un poco nocivo si se pretende hacer eso que llaman vida social. Entre sus títulos más leídos y comentados y radicales están Survivor (1999), Choke (2001), Diary (2003), Haunted (2005), Snuff (2008) y Damned (2011), éxitos de ventas, algunos adaptados al cine o en plena mutación hacia la televisión, algunos acaso más arriesgados, valientes y personales en la medida en que la obra sea –como suele ser– la extensión de la personalidad. Pero ninguno tan contagioso como su primera novela.  

Antes de que El club de la lucha fuera publicada por primera vez, en 1996, Chuck Palahniuk había escrito dos novelas que según sus propias palabras eran intentos por reproducir el estilo de Stephen King, es decir: tramas simples-pero-largas que se dilataban por cientos y cientos de páginas, alimentando con escenas atormentadas los misterios que se revelaban hacia el final. Su intención, obvio, era llegar a la mayor cantidad de lectores posible, pero aquellas novelas ni siquiera alcanzaron a conocer los estantes de las librerías. Palahniuk envió los manuscritos de esos libros a distintas editoriales y ambos fueron rechazados. Es más, cuando empezó a trabajar en lo que sería Fight Club, el escritor había abandonado toda esperanza de alcanzar al gran público, y apostó entonces por lo que luego se convertiría en su estilo personal, en la forma de su voz: frases cortas, acciones rápidas, historias oscuras pero cercanas o que se nos van acercando mientras leemos, personajes freaks que podríamos ser nosotros si alguna vez nos atreviéramos a tanto y ese tipo de humor negro que te hace preguntarte cosas como, ¿esto es chistoso?, ¿se supone que debería reírme de esto?, ¿por qué me estoy riendo tanto de esto?, ¿qué clase de persona soy?, ¿dónde está mi cabeza?  

Cada vez que Palahniuk saca una nueva novela, hace una especie de tour literario –por lo general, en Estados Unidos y Europa–  en el que se presenta, responde un par de preguntas a sus fanáticos, firma un par de ejemplares y hace lecturas que se han vuelto legendarias, pues han sido más de cien las personas que se han desmayado mientras el autor está leyendo alguno de sus cuentos o el capítulo de cierta novela: una vez, en la Universidad de Columbia, en Nueva York, mientras Palahniuk estaba leyendo con el cuerpo inclinado hacia un micrófono, un hombre cayó al piso, quedó inconsciente durante unos segundos y después despertó gritando. El episodio quedó registrado y forma parte de Postcards from the Future, un documental grabado en una universidad durante una especie de Palahniuk-Con y dedicado sobre todo a los seguidores/lectores/fans/feligreses/SpaceMonkeys, gente que parecería estar más cómoda dentro de sus libros que allá afuera en el siempre distorsionado mundo real, donde las peleas son completamente inútiles y no tienen nada que ver con la evolución de la especie, gente que entró a Fight Club y no volvió a salir, gente que ahora ha vuelto a conversar con sus mejores amigos imaginarios.      

Fight Club 2 apareció a mediados del 2016, veinte años después de la primera. En un principio se publicó a manera de cómic en un total de diez entregas separadas que luego se reunieron en un solo volumen, formando una novela gráfica maciza y contundente en la que hasta el mismo autor queda sepultado bajo la trama, ajusticiado por la mano del más célebre de sus personajes.

Cuando lo conocimos, hace tanto y tan poco, el narrador de Fight Club era un hombre que parecía tenerlo todo, un buen trabajo, un buen apartamento, una vida más o menos resuelta, pero se sentía vacío y era profundamente miserable. Hasta que conoció a Tyler Durden a no sé cuántos miles de metros de altura, en un avión. Hasta que conocimos a Tyler Durden en la perfecta oscuridad de un cine. Hasta que empezamos a leer los libros de Palahniuk y a reírnos un poco asustados cuando pasaba eso que no podía pasar. Hasta que el narrador y el personaje y todos nosotros nos convertimos en una misma criatura con el potencial de dominar y destruir el mundo.

En esta segunda parte, que bien podría ser un nuevo comienzo, la situación del narrador no ha mejorado mucho que digamos: se casó, tiene un hijo, una casa, un trabajo, esas cosas que dicen que hay que tener; visita a un psiquiatra con regularidad, lidia con su miseria como si fuese una enfermedad incurable pero no mortal, y se medica para dormir y para mantenerse alejado de Mr. Durden. Dice que se siente bien, que está mejor, aburrido pero a salvo. Y claro, nada de eso es cierto.

En esta historia, lo terriblemente gracioso y verdaderamente peligroso, es saber que las cosas que no deberían pasar seguirán pasando mientras nosotros nos reímos del miedo sosteniendo entre las manos la última página.  

Dicen que cuando Fight Club se volvió una práctica masiva la gente empezó a pintar la frase ¡Tyler Durden vive! en los muros de calles abandonadas tipo Paper Street. Pero eso fue antes. Lo más seguro es que esos muros ya no existan. Ya no hacen falta. Ya lo sabemos.       
(Mundo Diners)

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