1.23.2018

Horas que brillan


Mientras hacía fila para comprar la entrada al cine, me fijé en una de las pantallas en las que aparecía el afiche de la película y ciertos comentarios de la prensa, uno decía, “una obra maestra”. ¿Cuándo sabes que has visto una obra maestra?, pensé, ¿cuando asumes que ya no podrás olvidarla?, ¿cuando sabes que de aquí en adelante hablarás de ella muchas veces?, ¿cuando te cambia la vida? Todo esto, sí, y supongo que también cuando la cinta  pasa a formar parte de la cultura pero sobre todo de tu canon personal, cuando te mueve y te sacude y te despierta.

Como sea, Darkest Hour pasará a la historia, general y particular, por al menos una cosa: es uno de los momentos más brillantes de un actor que brilla con luz propia (casi) en todo momento, Gary Oldman, en el papel de Winston Churchill. Oldman se echa el peso de la película sobre la espalda, sobre los hombros, y camina llevándola encima por más de dos horas sin tambalear ni un segundo. El Churchill de Oldman es lo mismo salvaje que sofisticado, sentimental que intelectual, calculador que apasionado, y parecería que nada puede con él o mejor dicho que él puede con todo.  

La película está enamorada de su personaje principal y es a veces un mero pretexto para perseguir a Churchill durante sus primeros días como Primer Ministro Británico, durante la Segunda Guerra Mundial, pero mejor así. La cinta muestra rasgos encantadores de su vida privada pero sobre todo deja ver, y casi tocar, el hombre que era Churchill cuando estaba trabajando, es decir, casi todo el tiempo: para esto se apoya en conversaciones, en razonamientos y en discursos, y en ella las secuencias de diálogo son como escenas de acción porque explotan cuando Churchill lanza palabras como un bombardero.

Esta bien podría ser una de esas películas en las que un héroe derriba muros con la cabeza hasta que se encuentra con su destino y le da la cara: la historia avanza a toda velocidad, ganando terreno, conquistando, conquistándonos, y nos arrincona de tal forma que bastan unos pocos segundos para estar a los pies de Churchill, escuchando sus palabras como si fueran las palabras de un evangelio sagrado, capaz de hacer cualquier milagro que le pidamos. No sé si le den un Óscar, pero el guión merece, al menos, un premio literario. Esta cinta toma sus chances (se permite hasta la ridiculez), arriesga, y gana.

Salí del cine pensando en mi propia vida, en las cosas contra las que tengo que luchar, en mi propia guerra interna, y pensando que esa era acaso la única certeza que tenía de haber visto una obra maestra: no sólo me la había creído, no sólo me había dejado sustraer de la realidad hasta un punto del que ya no hubo retorno, sino que también me había robado una película o por lo menos me había robado a un personaje y lo estaba usando como bandera en mi propia trinchera. Las películas no son de quien las hace sino de quien las ve porque ese es, al final, quien las necesita. 

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(El Diario Manabita)

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