2.06.2018

Paddington 2 (o la empatía)


Es viernes por la tarde y tengo que ver una película para poder escribir esta columna. Miro la cartelera. Quiero ver Three Billboards… pero estoy en Portoviejo y acá sólo la pasan en español y se me van las ganas: de hecho, a mi pueblo todos los estrenos llegan doblados y esta mala costumbre parece una sentencia que nos ha caído encima injustamente. Miro de nuevo la cartelera. Escojo ver Paddington 2 porque de esa forma puedo ir al cine con mi sobrina de cuatro años y pasar un poco de tiempo con ella. Creo que el cine –que el arte– puede unir a la gente como ninguna otra cosa.

Paddington es un oso, pero no es un oso cualquiera, es inglés y sus maneras británicas le dan un encanto especial a él y a todo lo que hace en las aventuras en que se mete: es refinado aún cuando se encuentra en serios apuros. Cuando mi sobrina me pregunta qué vamos a ver, le digo “una película sobre un osito de peluche” y ella quiere venir enseguida, aunque antes me pide unos minutos para arreglarse (le gusta usar una falda encima del pantalón largo). Pero Paddington 2 no es exactamente eso y de alguna manera siento que le estoy mintiendo. Luego, cuando empieza la película, me preocupa que ella sea demasiado pequeña para disfrutarla y que me haga salir de la sala en la mitad o antes.

Si me pide que salgamos de la sala yo acabaré haciéndolo, ella me manipula por completo, me controla, me domina, pero lo realmente grave es que no habré visto la película y no tendré material para mi columna y al final estaré, lo sé, resentido con una niña de cuatro años porque me hizo salir de una película. Pienso, entonces, en la empatía, en que si nos salimos podríamos ir al parque, a tomar helados, y estar juntos de todas maneras aunque luego no haya película sobre la cual escribir. Pienso en mi psiquiatra diciéndome que al parecer me cuesta tener empatía con los demás porque no me entrego fácilmente. Pienso en que dentro o fuera del cine estaría dándole a mi sobrina un trocito de mi vida y no debería pedir nada a cambio porque dar es lo mismo que recibir. Pero no importa, lo que yo quiero es ver la película.  

Paddington 2, como la primera, es una gran cinta: es sofisticada, ingeniosa, divertida, la dirección de arte es un espectáculo y todo lo que pasa, por más exagerado que parezca, sucede como una consecuencia natural en la historia y no como una imposición del entretenimiento. Paddington 2 tiene clase, pedigrí, buena raza, casta. Me preocupa que a mi sobrina no le vaya a gustar por todas estas razones, ella está acostumbrada a dibujos animados más modernos y veloces y Paddington es un personaje old school. En un momento me dice que le da miedo, se voltea, me abraza, cierra los ojos y hunde su cabeza en mi pecho. Yo podría ver el resto de la película así, con su miedo volcado sobre mí, protegiéndola, dispuesto a tragármela para que no se asuste.   

Mi sobrina me pide que salgamos a comprar un canguil y una cola negra. Me da miedo que no quiera volver, ya una vez me hizo comprar canguil y cola negra para comer afuera del cine, viendo a la gente entrar y salir de las salas. Le digo, absolutamente paniqueado, que sí, pero que luego volveremos a terminar de ver la película. Ella me dice “bueno”, pero podría estar mintiendo y yo no me daría cuenta. Cuando compramos el canguil ella pide mantequilla, por favor. Al regresar a la sala, me dice que no quiere sentarse en su asiento sino sobre mis piernas. Se acomoda y de paso recuesta su espalda sobre mi pecho y mi barbilla queda justo sobre su cabeza, que huele a shampoo de manzanilla. Estoy en el cielo. Se queda callada el resto de la película y ve al oso Paddington salir de un apretado lío. Me regala este trocito de su vida. Siento el calor que une su cuerpo al mío. Empatía.

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(El Diario Manabita)   


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